domingo, 24 de enero de 2010

El odio


Entre las dos películas hay casi tantas diferencias que casi me atrevería a decir que el único punto en común he sido yo, espectador en ambas, vestido casi con la misma ropa, en idénticas sesiones nocturnas, cuando en la ciudad ya no pululan tantas copias pertinaces de los mismos modelos y van quedando sólo algunos ejemplares ligeramente tarados de su correspondiente serie o ralea (vamos que es la misma ciudad sólo que simplificada, reducida en cantidad pero inalterada en porcentaje). Dos cines diferentes, eso sí, uno los Ideal, butacas sucias pero con productos de marca, la densidad de espectadores propia del mismísimo centro de una gran capital y una descarada tendencia al robo con mamada (8 euros, pero si entras aquí eres guay), y el otro los Golem, más económico (7,20), no sé si más sucio pero sí más dejado (la cortinilla negra que debería tapar los dos rombos iluminados de la puerta de acceso no se corre todo lo que debiera, de modo que me he visto obligado a fabricarme un parapeto artificial colocando mi anorak anticongelante a modo de montaña en la butaca de al lado), tan estrecho y con una pantalla tan pírrica que parecía que estuviéramos viendo la película por la mirilla de un cañón. Se me olvidaba indicar que ir a los Golem también te hace ser guay, pero se entera menos gente.

Las películas: "La cinta blanca" y "Capitalismo: una historia de amor". Michael (pronunciado Mikael) Haneke versus Michael (pronunciado Maikel) Moore. Ambas películas abordan temas complejos, polifacéticos, de una prolijidad arborescente en cuanto a subtemas interconectados. Ambas películas están dirigidas por sendos gurús del cine actual, muy distintos, eso sí, que concitan a abundantes seguidores ansiosos por ver su "última" (¿has visto la última de?. Ambas, presentes en la sección oficial del pasado festival de Cannes, una, sin embargo, ganadora absoluta, así de la Palma de Oro como de otros premios cosechados más tarde y los que cosechará, sinónimo de una entronización universal e inmediata que no por justamente motivada deja de resultar sospechosa; la otra, casi desapercibida, en comparación sobre todo a sus antecesoras, que no ha generado un río de tinta y que tampoco ha convencido demasiado a los que a priori podrían considerarse como fans. Ambas películas sobrepasan las dos horas de duración (la de Haneke con amplitud, la de Moore con trampa). Y ambas películas contienen una historia de amor: la del profesor y la joven niñera y más tarde aprendiz de peluquera en "La cinta blanca" y la protagonizada por el propio Moore con el propio Moore en "Capitalismo". Ahí se acaban los parecidos.

En la de Haneke el objetivo marcado es analizar y explicar, mostrar, en toda la extensión de la palabra, la gestación del odio como secreta savia nutritiva en el corazón del pueblo alemán de principios de siglo (y por extensión, en el de cualquier nación actual y futura), ese reptar sigiloso de la serpiente, desde el huevo (Ingmar) a la espesura, tan imperceptible para los que la protagonizan como el movimiento de la tierra para sus ocupantes; de lo que se trata es de identificar el proceso de transformación de un pueblo, asediado por la estrechez de una existencia pacífica pero contaminada de purulentas infecciones, hacia la expiación de sus pecados colectivos, previa búsqueda del más débil de los chivos. Mostrando una amplia galería de personajes-tipo que recrean pormenorizadamente la sociedad analizada a modo de sinécdoque, ampliable, extrapolable, por tanto, a otros contextos, Haneke nos hace partícipes de unas condiciones de vida determinadas, muy distintas algunas de otras, todas absolutamente creíbles gracias a su milagrosa dramaturgia, para después enfrentarnos a una cadena de actos indivisibles de sus condicionantes, y por tanto comprensibles, lógicos, que se van enzarzando, retroalimentando, hasta que todo un pueblo se siente tan asustado que debe buscar a un culpable y ejecutarlo. Como una galería de espejos, sus escenas nos van mostrando lo que de nosotros tienen esos personajes, haciéndonos sentir tan cerca de ellos, de sus opiniones, de sus decisiones, que a veces nos sentimos casi igual de culpables. El hijo de los aristócratas primero y el niño retrasado después, se convierten en dianas de los dardos que llevan años, décadas, siglos, afilándose. La desaparición del médico, la comadrona y sus respectivos hijos, extraña, secreta, incomprensible, sirve de exorcismo a una comunidad empezada ya a pudrirse por dentro. De manera deslumbrante, Haneke no resta ni un ápice de la capacidad metafórica del argumento cuanto más exacto es en su reconstrucción histórica: todo está ahí, para el que lo quiera ver, la sociología finísima con la que están retratados los personajes e identificados los "responsables" históricos, el grado de detallismo narrativo que alcanza esa cámara que todo lo quiere ver, todo lo penetra, capaz de meternos en mitad de una discusión humillante y rastrera, de una contundencia dolorosa, y de hacernos sentir mal por estar presenciándola, como de obviar información, escamotear planos aclaratorios, esquivar la exposición consuetudinaria de un relato (si bien parece, sólo parece, imitar el estilo de una novela clásica).

Moore no llega a tanto ni parece que le interese hacerlo. El camino que él escoge siempre es el de hacer ruido y para hacer ruido hay que engordar el grosor de la herramienta seccionadora de esa parte determinada de la realidad que se pretende denunciar. El cine de Haneke habla tanto o más que el de Moore sobre los problemas no ya del presente sino del futuro inmediato del mundo, pero el segundo lo hace con voluntad y maneras de publicista, de presentador de televisión, que es una profesión muy digna y no implica crítica negativa. El objetivo de ambos directores puede equipararse (Moore quiere una América más justa y Haneke es de esperar que ansíe un mundo más consciente) pero no las prisas del primero con la serenidad del segundo, no la verborrea y el barato efectismo del uno (a pesar de contener impresionantes documentos de bienvenida publicación) con la meditada estructuración y la nunca autocomplaciente puesta en escena del otro. Es una cuestión de talento, de intereses, de forma de ver el mundo también, o de verse en el mundo, Haneke y Moore, a sí mismos. Uno se cree necesario, o al menos considera útil simularlo, y el otro no lo es. A nadie le importa que Haneke saque una foto certera del alma humana o de la Alemania de 1914, el mundo no se va a parar a pensar en esas cosas. A Moore le escucha más gente, habla no más claro pero sí más alto, no importa que sea tendencioso, ingenuo, ridículamente pagado de sí mismo.

"Capitalismo" ofrece información necesaria, reveladora, hace un repaso de la historia reciente de los Estados Unidos que es de visión obligada para todo aquel al que le interesen un poco las cosas, pero es un panfleto, una octavilla de colores volando en frenéticos tirabuzones, un producto ideológico muy bien montado, bien narrado, efectivo, pero que comete el error de ser tan necesariamente útil que ya nunca podrá tener trascendencia real. No sé si es más ofensivo que presente a Obama como a un nuevo Roosevelt o a Roosevelt como a un precedente de Obama. El caso es que uno sale con la sensación de haber sido catequizado, de haberlo intentado al menos, y pensando que todos esos chicos y chicas con ropas y peinados solidarios y chaleco fluorescente que te piden tu firma y tu dinero en la calle Preciados deberían apostarse aquí, a la salida de la película. Se sale con esa esperanza postiza que en el fondo necesitan los corazones, aun los más acostumbrados a enfrentarse a duras realidades documentales, con una especie de invitación a la revolución ordenada (supongo), a pequeña escala, la única herramienta que le queda al pueblo para defenderse de los ataques. Pero la exposición del material ha sido divertido, en ocasiones vehemente, otras muchas sonrojante, todo menos serio, efervescente, compulsivo, como un macmenú de datos que buscan el efecto nutriente en la acumulación, no en la selección de ingredientes, que nace opuesta a la profundización, que necesita de la imagen como ejemplo, cuando no argumento, para dar un poco de empaque a un discurso pretendidamente contundente.

"La cinta blanca" contiene información necesaria, reveladora, repasa la historia reciente de Europa y profetiza los avatares del futuro inminente. Pero hay que ir a buscarlo, hay que entrar en ella, no se derrama, no explota ni se exhibe, en el sentido más pornográfico que se le pueda dar a la palabra, ni siquiera parece tener la conciencia de su propia existencia, es, simplemente, una sucesión de piezas de puzzle, diabólicamente representadas, perfectamente engarzadas, que dan como resultado una cosa abisal y espantosa, un horror perpetuo.

viernes, 22 de enero de 2010

Orlando


"No es preciso que alces la voz así, Solana, yo no soy tu conciencia. No me importa lo que tú no hagas esta noche, ni lo que no haga ella. Cuando termine su cigarrillo o su copa se irá a dormir o a probarse otra vez el vestido de novia, y tú tendrás la ocasión de concederte otra noche de insomnio. No seré yo quien le discuta a nadie, y menos a tí, el derecho a labrarse su propio fracaso. Pero supongo que me entenderás si te digo que el amor me ha simplificado la vida. Lo único que me importa es pintar y tener a Santiago. Sé que se va a ir igual que vino, que muy probablemente me dejará cuando volvamos a Madrid y que voy a morirme cuando se vaya, pero ni siquiera eso me da miedo, Solana, el miedo es una trampa, como la vergüenza, y yo ahora estoy vivo y soy invulnerable".


Antonio Muñoz Molina, "Beatus Ille"

(pág. 229-230, ed. Seix Barral - Booklet, 2007)

(Cuadro: Antonio Úbeda)

lunes, 18 de enero de 2010

Vencidos


La última película de los Coen termina con un amenazante tornado aproximándose a gran velocidad hacia un grupo de escolares. El viento arrastra hojas, ramas y plásticos hacia el furibundo cono, que suspende con su fragor todas las tensiones, todos los afanes del día a día adolescente y va engordando su negra turbiedad, extendiendo el perímetro de su arrebato. Como ante la interrupción súbita de una música inadvertida, los chavales, que hasta entonces tomaban casi a broma el suceso (al fin y al cabo el tornado supone suspender las clases, correr a cobijarse en el búnker subterráneo), pierden las ganas de sonreír y se enderezan oteando el horizonte que se aproxima, porque vislumbran un significado, una metáfora terrible centrifugando ira en la espesura de los cielos.

Con recalcitrante asiduidad solemos recurrir a los fenómenos atmosféricos y a las fuerzas de la Naturaleza para representar lo que de imponderable, arbitrario e injusto tiene a veces la vida. Triquiñuelas de dramaturgos que sólo aparentemente han superado la noción de un Dios vengativo y la travisten de borrascas impetuosas, ciegas tormentas, inmisericordes cataclismos que castigan nuestro egoísmo de especie, nuestra genética altivez, recordándonos cíclicamente la insignificancia de toda esa gran fábrica de cristales que es la civilización, siempre a un tris de explotar por el lado menos pensado. Y cuando ocurren estas desgracias, cuando nos desayunamos con miles de muertos sepultados bajo escombros, o con cientos de desconocidos acribillados de metralla en un mercado, es difícil resistir a la tentación de buscar un significado, un oscuro propósito a la loca irracionalidad de lo inútil, a la inservible falta de propósito de lo incontrolable. Porque hoy, un terremoto o un coche bomba, un huracán o un avión incrustado contra un rascacielos, son sólo ejemplos de lo mismo, fuerzas de la naturaleza de las cosas que nada ni nadie puede alterar.

El gobierno haitiano ha reclutado camiones para desescombrar Puerto Príncipe. Cargan sus espaciosas espaldas con toneladas de piedras y hierros que van volcando sobre fosas abiertas en descampados. Las imágenes recorren los telediarios. Las trampillas traseras de los contenedores ceden al peso de la amalgama de deshechos cuando un brazo hidráulico los eleva sobre el cuadriculado abismo practicado en la tierra. Es una imagen habitual en los vertederos de basura de todo el mundo. Pero aquí, entre los bloques de cemento, yeso y piedra, surgen de pronto otras formas de color ceniciento, el ojo se estremece al detectar entre dos parpadeos texturas blandas que nos cortan la respiración por su distinta forma de caer, semiocultas entre el polvo, abrazadas a los materiales de derribo, difícilmente recobrables a su previa condición humana. Y Nadal y Federer hacen el payaso divirtiendo a un público visiblemente entregado con la intención de recaudar un dinero que al parecer exige previamente de un espectáculo para poder ser contabilizado. Y las ayudas internacionales se pierden en aéreos triángulos de las Bermudas. Y las réplicas del seismo esparcen sus ondas en forma de epidemias, hambre, sed y rapiñas de hombres y mujeres convertidos en buitres por lo imponderable, los caprichos de esa columna vertebral que recorre los continentes y los océanos, y como un mal enfermo que no para quieto se sacude las capas de vida que lo cubren y lo embozan y asesina naciones con la facilidad con la que un estremecimiento recorre mi espalda en las frías mañanas de los helados días de enero, ya entibiado, ya olvidado.

Sean cien o doscientos mil, o seis millones de trillones, al desayuno siguiente los vivos olvidan a los muertos, los vencedores a los vencidos, el café con leche nos mancha los dedos al sumergir las galletas y masticamos y fumamos y cogemos autobuses y encontramos piso y empleamos mil disculpas y algún poema para cortar los lazos del pasado que creíamos tan triste, y ofuscados, confundidos, añoramos la primavera, las terrazas, los viajes y la carnosidad del melón de temporada y planeamos requiebros y admiramos la infinita sabiduría de las yemas de los dedos dibujando nuestra ausencia en nuevas almohadas y perdemos entradas y confundimos finales con principios y acallamos la conciencia con textos demagógicos y alentamos mundos mejores, incumplimos plazos, pagamos roscones, nos damos premios, compartimos sueños con virus, ilusiones gangrenadas, e intuimos, detrás de las zapatillas nuevas, de los discos viejos, cuando se abren los telones y se apagan las luces, que hay un mundo peor, porque lo dice Haneke o la CNN, que nos puede alcanzar como una caña de pescar puede invitarnos al anzuelo inadvertido, al mordisco fulminante, pero qué rápido se va, calla, qué bien se corre, sigue, qué rico que entra, dame, qué pronto se olvida, no pares, qué fácil se borra la sangre del vencido.

sábado, 9 de enero de 2010

El hipo


Año de avatares. Nada más volver, Lara me informa de una inquietante novedad en la casa: de vez en cuando se oye un extraño silbido proveniente de algún lugar. ¿Un silbido, cómo un silbido? Lara intenta reproducirme el ruidito y muestra su congoja ante la posibilidad de que se nos haya colado un ente, una presencia, a saber si benigna o maligna, por el momento silbante a secas. Cuando se marcha de fin de semana me deja el encargo de fijarme por si lo oigo. Cabe la posibilidad de que ella, a 800 kilómetros de aquí, continúe oyéndolo; en ese caso estaríamos hablando de otro problema. Lo primero que hago, lógicamente, es interrogar al gato. No tiene noticia de nuevas incorporaciones a la población flotante de este piso (en realidad, una sala de pasajeros en tránsito, una extensión de la T4). Por cierto que el gato está muy raro. Comenté con Lara la pertinencia de hacer un pequeño documental sobre la vida íntima de este animal. Tiene horas de una abulia sin esperanza y definitiva, ovillado sobre las sábanas de mi cama todavía caliente, con medio cuerpo dentro de un rectángulo de sol feroz, los ojos convertidos en dos líquidas heridas. Después, reaccionando a algún imperceptible sonido, se levanta y trota con el culo en pompa hasta la cocina, observa la colocación de las sillas y se decide por masticar unas pocas de esas piedrecitas de colores con olor a cheetos. Como vigorizado automáticamente, realiza un corto paseo por las inmediaciones del salón, valorando las opciones de atravesar una puerta u otra, la del baño, la de mi cuarto o ninguna, y cuando nadie se lo espera, se lanza como un desesperado escaleras arriba, recoloca algunos de los muebles nuevos de Lara, se hace el interesante y desciende de nuevo como un sputnik directo hasta mi cama (a veces ha intentado saltar directamente al tejado atravesando la ventana que, para su desgracia, no estaba abierta), mata imaginarias lombrices rojas en el mismísimo edredón, se lame la asexuada entrepierna y, víctima de otro brote psicótico avanzado, gime y se retuerce electrizado antes de echar a correr en alguna dirección. Después de estos ejercicios físicos, generalmente opta por el esparcimiento exterior; es cuando socializa con sus amigos de tejado y viene a ser como su hora del vermú. Luego vuelve a entrarle la angustia existencial y acude al diván del salón a exorcizar sus demonios interiores, nuevamente ovillado, escéptico, con una apatía tan convincente que si lo miras en esa actitud justo antes de salir de casa es muy posible que acabes por no salir, contagiado de su nihilismo para con los afanes de la vida moderna. Tiene momentos en los que sólo se expresa mordiendo, otros en los que parece cantar letanías flamencas; por las noches se vuelve o bien violento o bien de una sedosidad reconfortante, y es entonces cuando agacha la cabeza buscándote la palma de la mano solicitándote una caricia, como si necesitara regresar a su condición de gato doméstico a base de cariños que rápidamente ignora, instalado en la primera fila de tu atención. Pero yo me pregunto, le pregunto, ¿cómo puedes pasarte el día aquí encerrado, Benjamino? ¿Cómo lo haces? A mí hay veces en que estas paredes me asfixian, necesito salir a la calle, aunque estén azotadas por el viento más gélido y cortante, llenar mi tiempo. Y sé que he de acostumbrarme a estar solo, a no necesitar de nadie, como haces tú, bonito mío, con esa soltura y sí, de acuerdo, algún que otro patinazo irracional, pero es que la soledad conlleva un puntito de locura. Tenemos que acostumbrarnos a vivir solos, Benjamino (déjame incluirte en esto), a estructurar nuestros días sin citas ni reuniones de una manera adulta, racional, beneficiosa. Es como aguantar la respiración cuando se tiene hipo. No se puede ir por la vida hipando. Hay que pararse, coger un vaso de agua y dar doce o viente pequeños sorbos mientras se aguanta la respiración, hacerlo lentamente, con sus intervalos, y al final, expulsar el aire muy despacio, como se va desinflando un globo. El gato me mira y sé que me comprende, está habituado a convivir con seres en transformación, como el perro de "Gremlins", que por cierto volví a ver ayer, de madrugada, en mi particular instalación de Home Cinema (el ordenador encima de una silla muy cerquita de mi cama). Y de repente, cuando menos lo esperaba, fluu, fluu, el silbido. Me incorporo como un busto mecánico, los ojos fijos en seis puntos consecutivos del espacio circundante. Salgo de la habitación, a oscuras (siempre he querido protagonizar una película de miedo), mientras el gato me observa desde la cama con una mirada a la que solo le falta el "cariño, ¿vas a tardar mucho?". Caminando con cautela, para no espantar al fantasma (tiene cojones la cosa) busco el centro físico del piso y espero a que vuelva a sonar. Cuando empiezo a notar cierto cansancio en las piernas, debido a la tensión de los músculos preparados para salir corriendo escaleras arriba (hacia la habitación de Lara) o abajo (hacia la calle, Avenida de América, San Sebastián), vuelvo a escucharlo, fiuu, fiuu (suena más cerca, suena en el baño, qué coño es esto). Entro en el cuarto de baño y me doy una hostia con el tenderete de la ropa húmeda, estrépito al que finalmente acude el gato, divertido con mi repentino ataque de intrepidez nocturna. Con el culo apoyado en el lavabo y decidiéndome entre el cepillo de dientes eléctrico y el bolígrafo de insulina como arma defensiva, espero a que reaparezca el silbido. A los pocos minutos el gato decide abandonarme a mi suerte y vuelve a la cama. Media hora más tarde hago lo mismo con perplejidad y cansancio. Cuando comento con Benjamino el suceso, éste me mira con expresión de no comprender nada en absoluto, como si me dijera "¿será posible tanta candidez?". ¿Acaso el gato conocía la existencia de esta presencia antes que nosotros? Duermo intranquilo y al despertarme siento un frío helador en la habitación. Inmediatamente recuerdo que el frío es el primer síntoma de una inminente presencia fantasmagórica, o al menos así se definía el protocolo en "El sexto sentido". Salgo de debajo de todas las capas con las que cubro mi pírrica desnudez y al incorporarme descubro que la ventana ha sido abierta en algún momento de la noche. Inmediatamente después capto con el rabillo del ojo un extraño movimiento en el suelo del salón. Girar la cabeza hacia ese punto y ver salir en estampida a un gato gris y gordo ha sido todo uno. El amigo de Benjamino. Éste me mira desde el salón con patética superioridad. ¿Qué está pasando en esta casa? ¿Por qué me siento como si fuera yo el animal de compañía en un mundo impenetrable de reuniones nocturnas, silbidos fantasmales y glaciaciones? Ya sólo me faltaba tener que aguantar a fantasmas. La soledad es un hipo extraño. Habrá que aguantar la respiración y contar hasta veinte. Uno, dos, tres, cuatro, mierda. Uno, dos, tres...

martes, 5 de enero de 2010

Liliput


Atravieso dos veces la Gran Vía a la altura de Callao, con más de media hora de intervalo, y en ambas ocasiones está como vacía, que no muerta, apenas seis coches en sentidos opuestos, como extras insuficientes que delataran el limitado presupuesto. Pero todo está iluminado, con sus mejores galas, los musicales, las bocas de metro, los pies de calle y sus zapaterías, los kebab y los donuts, los pitufos asistiendo al tráfico, el tropel de piernas paseando sus compras, los pasos de cebra y las marquesinas. Aun y todo, cuando cruzo la Gran Vía hay como una ausencia, como si anduviera por un río seco, la carretera es un poco nuestra, de los peatones, caminas más despacio, contemplando los edificios, grabándolo en la memoria. Y es que es noche de reyes. Hay carrozas en lontananza: la de Melchor, la de Gaspar, la de Baltasar y la de la Familia. Las tres primeras tirarán caramelos, la cuarta no sé muy bien qué, hijos, brazos de gitano, bautismos. ¿Quién o qué irá subido a ella? Una familia modelo o un modelo de familia, una escena de su vida familiar, una obra de teatro costumbrista en constante actuación, como la del pobre comiendo en la mesa del oficinista en la cabalgata de "Plácido", un tableau vivant (toma ya, creía que nunca lo utilizaría) edificante, pedagógico, instructivo. Era cuestión de tiempo. Ha llegado un punto en que de nada sirve sacar a paseo las imágenes santas, porque el público no atiende, no busca en ellas la historia edificante, les ha dado la espalda y retoza o ensaya revoluciones o prueba nuevas drogas y viejas religiones menos gravosas. Lo que hay que hacer es sacar el paso de la familia perfecta, del espectador ideal, formar conciencia, decir "miren, así deben volver a ser ustedes", y luego ya, cuando el mensaje haya calado, retomar las tradiciones tal y como eran. Hoy los niños van a decir que la cuarta carroza es lógica, que cómo van a poder llevar si no todos los regalos, no van a entender la imagen, el significado. Y los que sí, sin duda por tener adecuados intérpretes cerca, tampoco le harán demasiado caso, retorcerán sus cuellecitos para seguir viendo desde lejos la espalda de Baltasar en la gimnasia de los saludos y el lanzamiento de caramelos. Qué de niños por todas partes, madre mía. Uno se queda perplejo ante el afán fornicador con fines (o resultados) reproductivos y agradece que haya preservativos e invertidos, de lo contrario uno no podría salir a la calle. No alcanzo en absoluto los límites kinderfóbicos de mi admirado W (Niños Gratis), porque en el trato directo y a ser posible individualizado no sólo encuentro placer, diversión y las dosis exactas (o sea, imprevisibles) de ternura, sino que además creo tener una habilidad especial para ganarme su favor, pero lo cierto es que en masa y con sus padres de la mano los encuentro simple y llanamente insoportables. Estoy ultimando mi escapada de Madrid para esta noche. Hay que buscarse una cueva a prueba de niños. Aunque aprueben la ley fascista del tabaco y finalmente no se pueda fumar en ningún establecimiento, deberían dejar que en algunos sitios concretos se pudiera e incluso se debiera, sobre todo para garantizarnos un lugar al que nunca irán los niños ni ciertos adultos.

A este respecto copio unas frases de "Los viajes de Gulliver" de Jonathan Swift (¡¡¡publicada en 1726!!!):

"Sus ideas acerca de los deberes de padres e hijos difieren en extremo de las nuestras. Pues, dado que la unión de macho y hembra se funda en la gran Ley de la Naturaleza, con objeto de propagar y continuar la especie, los liliputienses entienden forzosamente que hombres y mujeres se ayuntan como hacen otros animales, movidos por la concupiscencia; y que el cariño hacia su prole procede del mismo principio natural; razón por la cual jamás concederán que un niño esté obligado a su padre por haberlo engendrado, ni a su madre por haberlo traído al mundo; lo cual, teniendo en cuenta las miserias de la vida humana, no fue un beneficio en sí mismo, ni ésa fue la intención de sus padres, cuyos pensamientos durante sus encuentros amorosos estaban empleados en cosas bien distintas. Por estos y similares razonamientos, es su opinión que los padres son los últimos a quienes se debe confiar la educación de sus propios hijos (...)".

domingo, 3 de enero de 2010

Domingo

Cualquier día ocurre una desgracia, con el viento, lleva así el cartel ése pues como quince años dando vueltas, cuando menos te lo esperes verás tú. Ya ocurrió una vez, y mató a dos, no, una de esas marquesinas de los cines, aplastados oye. ¿Y cómo te va la vida?, pues como a todos, supongo, ¿no?, jodida. Estos cabrones, ¡que no nos dejen vivir en paz, ya tiene cojones! Que llevamos veinte años con la misma historia, hombre, y aquí los que salimos perdiendo somos siempre los mismos, que no hay derecho, por cuatro hijos de perra, porque son cuatro, eh, cuatro o cinco, no más, y venga, y dale, y otro más, y a ver a quién nos cargamos ahora, te dan unas ganas de dejarlo todo, con lo bien que se vive aquí, vamos, hombre, no me jodas. Los coches pasaban como baldes de agua rociados en la acera, manchas de color, espectros. Un silbido furioso pero contenido movía la cabeza del señor de las patillas rojas, una lenta panorámica de brillos apagados y licores cúbicos, tradicionales, importados, olvidados, un catálogo de oros y cristales. El cromatismo años 60, con aderezos de la década siguiente, gris y urgente, el confort lujoso de la barra acolchada, con sus caries de gomaespuma, sus heridas en la piel, noches mal digeridas, el pasillo como una galería de espejos canela manchados en sus bordes. El camarero pasea arriba y abajo, la goma negra con sarpullidos de botón en el piso de la barra, escucha al hombre y de vez en cuando, se arregla el cuello de la camisa, se acaricia un codo, mira el reloj: camisa blanca de hilo, ya sin corbata ni pajarita, el vello del pecho asomándole por la abertura, pantalones negros, hoy gris oscuros, con bolitas y pelusas, zapatos usados, con la forma exacta del pie, ajuaneteados, un poco descosidos en las prominencias artríticas de los metatarsos: Domingo.

Si es que no se puede salir así a la calle, ahora hay que prepararse como quien va a la guerra, chaqueta, gabardina, bufanda y toda la hostia, y el paraguas, no se te olvide el paraguas, que te pilla un chaparrón y no tienes nada que hacer, Domingo: mutiplicado, rodeado por un coro mudo de repeticiones suyas, entre dos fuegos de espejos, Domingo se contempla a sí mismo por detrás de su interlocutor, su arco de luz en la calva mate como un signo prestado de inteligencia, sus dos camas de pelo sobre las orejas, dos caprichos de cartílago asilvestrados por hilos negros, como la hierba que le sale al muerto por la boca, la nariz amable y corpulenta, discreta y cavernosa, la barba mal arrinconada y la sonrisa de imbécil que la costumbre le fue esculpiendo. Como dentro de una hornacina, Domingo respira la densidad acumulada, pero no siente nada, Ay, hermano, hermano...

La tormenta se acerca cuando se abre la puerta. La fiesta pasada por agua, aguada de roces y trapos sucios, ahogada en alcohol, de dos matrimonios confusos entrando a cobijarse. El chillido del letrero esparce Pub-Bar Inglés por la calle, como un butafumeiro apagado, y entra frío y el más alto de los hombres, ¿Qué pasa Domingo?, ofrece una mano grande, segura, sonríe grotescamente, bajo un bigote poblado de canas como púas de violín viejo, aquí estamos, de parranda con unos amigos, pide las consumiciones, ¿qué?, ¿seguimos con lo mismo, no?, ellas discretamente separadas de ellos y juntas entre sí se desabotonan los abrigos y se miran de reojo, ¿cuál de las dos está más vieja?, ¿a quién se le notan más los años?, a ella, por supuesto. Todo sonrisas y retardos, gin-tonics, cubatas de havana seis y una sueps de naranja. Las cinco y treinta y dos. Domingo, junto a la cocina, bajo las escaleras que conducen a los servicios, mete, por tercera vez, una moneda en la ranura y marca el prefijo, lentamente, y después el resto, lanzando tras cada pulsación una atenta mirada al papel arrugado que sujetan sus dedos. ¿Por favor me pone con la habitación dos-cinco-siete? ¿Cómo va? No sabemos nada todavía, sigue en quirófano- la hermana, la pequeña, la más débil. ¿Todavía operando? Sí, tardan mucho, pero nos han dicho que es normal, por la vesícula y por cómo estaba en general, que está muy débil, muy débil. Bueno- duda, algo muy parecido al miedo hace ingreso en su sala de espera-, ya os llamaré más tarde que no puedo hablar.

Cuelga y por instinto vuelve a la barra apresuradamente pero no queda nadie sin servir. Parece que el viento pega más fuerte ahora. Junto al ventanal, los hombres discuten de lo de siempre, como cada vez que beben y pierden un poco los papeles, ellas del tiempo, de los niños, de la falda tipo escocesa que estrena una, de las medias de seis mil pesetas que tiró el día pasado la otra, inservibles, oye, un asco, las tiré inmediáticamente y fui a la tienda, a ver, pero Domingo no escucha ya casi, o escucha cada vez menos, se va hundiendo en la barra, se apoya discretamente en la cafetera, un codo sobre el mango del ponedor, el puño amarrando el mismo y se le cierran incluso los ojos un poco, se deja mecer por el rumor de tormenta de la calle, los tacones de dos mujeres corriendo detrás del autobús parecen taladrarle la sien, de lo cerca, lo nítido que se oyen, ay, hermano... que te me mueres, uno más que pierdo y van tres, hermano, hermano, el más bueno y qué vida, pobre, qué vida, esa arpía, y esos hijos, cuántos disgustos, ay hermano, que te me vas de repente, casi mejor, que envejecer, que irte muriendo como vivías.

Qué ganas de echarme un rato, aunque sea veinte minutitos, echarme, descansar, en lugar de estar aquí como un pasmarote, las piernas las siente cargadas, como rellenas de hormiguitas y se imagina rascándoselas pero no puede, hace intentos de flexionar la rodilla y acercar su talón al muslo, su pierna a la mano, y rascarse poco pero rascarse, pero no quiere que le vean, nadie le mira y aún así flexiona la pierna y arquea hacia un lado la espalda como a espasmos cortos e inútiles, de pronto piden otra ronda y Domingo acude con energía.

Domingo: más chato que bajo, gordezuelo sin exagerar, dos brazos negros manipulando botellas, cubitos, un fragor de pinzas, brillos y crepitaciones por el contacto del alcohol con el hielo, pequeñas explosiones que a nadie importan y le son tan familiares, como el siseo de su propia sangre. Sangre. De mi sangre, hermano. La puerta vuelve a abrirse y es un chiquillo, un mocoso moderno, vestido como van vestidos los mocosos, que parecen de una tribu, ya no se sabe si son tíos o tías, Domingo, y el chaval que se siente aludido y mira al agacharse para recoger los cambios y el tabaco, pero sale y se pierde detrás de los cristales tintados de tormenta. Y son chulitos, además, ¿tienes hijos Domingo? No, sólo sobrinos.

- Una vez me dijiste que habías estado casado, Domingo. ¿Cómo es eso?

- No, no llegamos a casarnos. Ella nunca quiso -sonriente, como si hablara de un juego, de una pequeña afición suya, un capricho-, pero ya no...

- Bueno... ¡no me digas más!

- ¿Te pongo otra?

- No, por hoy ya está bien- empieza a levantarse de la silla, el cuero se le ha quedado pegado al pantalón, los huesos no parecen dispuestos a cargar con él-. Tendremos que irnos para casa, que la etxekoandre se nos va a preocupar.

Domingo mira a su amigo. Cobra lo que debe y le devuelve el cambio, pero ya se aleja. Va un poco cargado. ¿Cómo llamarlo para avisarle de que se deja casi cinco euros en el platillo, si no recuerda su nombre, si nunca lo ha sabido? Luis, no, José, tampoco. Conversaciones interminables casi cada tarde y sin embargo es un extraño que se deja olvidado el cambio. Casi ha salido y Domingo no ha sabido reaccionar. Suenan las monedas en su cascada sobre la lata de las propinas pero el bramido del viento, los latigazos de los tamarindos, el desgarro de la lluvia, lo encubre. El letrero, como un pajarillo asustado piando en medio de la desorientación, lanza dos alaridos moribundos; después, la puerta se cierra y el teléfono empieza a sonar con toda su fuerza.

Son segundos confusos, extraños, como de un raro efecto farmacológico, la irrupción de la irrealidad con toda su carga de pesadilla, crudeza, y un ligero vaído que aletarga a Domingo, lo inmoviliza, no termina de decidirse, ¿qué le ocurre?, no es falta de reflejos, no, porque su mente está muy despierta: en fracciones de segundo, recuerda el terrible verano de cuando le atacó la ciática, las inyecciones, el solapamiento de noches con amaneceres, el dolor, ese insoportable dolor que lo llevó de la mano a saborear la locura; pensó en dos fuertes hilos, no sabía bien por qué, dos hilos que avanzaban por terrenos montañosos, planicies, ciudades y murallas, y que se acababan reuniendo, hilos telefónicos, teléfono, hospital, de un hilo había dicho Paquita que pendía la vida de su hermano. Antes de levantar el auricular, imaginó el mar enfurecido esparciendo su odio por la bahía.

Se habían equivocado. Una carcajada colectiva vino a estrellarse contra Domingo desde el ventanal: no, los demás no conocían qué era eso del helicóptero, ¡cuenta, cuenta!, una postura, mujer, qué va a ser, que pareces tonta, sí, ya, pero cómo es, con decirte que se ha ido a vivir a la República, encoñamiento se llama a eso. Domingo tragó saliva y la sintió febril, como no suya. Dió la espalda a la conversación, volvió a desdoblar el papelito con el número de teléfono y lo marcó. Al llegar al último número creyó desplomarse pero sólo era el arranque de una ligera taquicardia. La misma voz de antes pasó la llamada a la habitación dos-cinco-siete. Como antes, nada. Ya te llamo yo, Domingo, cuando sepamos algo. No -se enfurece, ¿por qué?, Domingo- ¿no ves que te llamo desde el bar, que no puedes llamarme?

¿Cuánto tiempo pasó? Los matrimonios terminaron por marcharse, ella dió un paso en falso y se torció un poco el tobillo, sólo nos faltaba eso, pensó Domingo, que se fracture el pie en el local, no, no había sido nada, más risas y retardos, despistes del estilo de toma el chal, uy, al suelo, estoy un poco piripi, este es mi bolso Mari Carmen, ahora un taxi y como reyes, no te preocupes, que os acerco, joder, que sí, que no... la puerta selló sus labios pero continuaron gesticulando, besándose, despidiéndose, hasta que el viento atentó contra el sombrero de una de las mujeres, y eso fue como el adiós definitivo, se alejaron por caminos opuestos. Domingo respiró hondo, estaba sólo en un gigantesco barco a la deriva, en su Titanic de falsos oros y cueros, salió de la barra y se acercó al ventanal de la entrada.

Un intermitente barrido de luz azul brillante, proveniente de la esquina de la avenida, prologaba a un reducido grupo de personas abigarradas, furibundas, vociferantes; escoltados por la policía, los manifestantes giraron hacia el Hotel, no llegaban a cien pero sus proclamas se adueñaron del bar, reverberaban como un eco que naciera en el segundo piso y descendiera la escalera, rebotara después en las paredes acolchadas del apartado con mesitas y pufs y alcanzara la nuca de Domingo a través del largo pasillo, como un disparo de sedas. Qué país, rezó (¿a quién?) Domingo, ni en tardes infernales como ésta nos dejan en paz. Cuatro gatos, dice el otro, ¡qué más quisiéramos!, esto no se va a arreglar nunca, mientras se odie como se odia. Llevo treinta años en esta ciudad, yo he levantado este país, trabajando en lo que los padres de estos señoritingos no querían trabajar, y ahora soy un intruso, un opresor, y todo eso que dicen. Domingo, rollizo, buena persona, mordía ligeramente el labio inferior cuando reflexionaba, a veces se le escapaba una palabra y la decía en voz alta. Sus dedos pulgares retozaban entre sí, alzados desde sus respectivos nidos de dedos, en un combate pacífico, apoyadas las manos sobre el trasero, las piernas ligeramente separadas, en la pose que se debe mantener cuando no hay trabajo, aunque siempre hay trabajo, decían antes los encargados, un camarero, un barman entonces, nunca debe parar de trabajar, siempre hay vasos que limpiar, secar o colocar en sus baldas, y si no rejillas que secar, Domingo, seis cañitas a la mesa catorce, una ración de jabugo, más gildas, un par de vermutitos... aquellos tiempos, siempre pensó que llegaría un día en que, como hoy, recordaría el ajetreo, los pedidos a voz en grito, los aperitivos, las largas tardes ociosas de algunos y atestadas de prisa, buen hacer y elegancia para él y los suyos, y que lo haría con la nostalgia, la pasividad y el orgullo de quien ha salido adelante a base de mucho fregar, mucho servir y más aguantar las insolencias de los clientes. Con la misma mano de siempre se restregó la cara dos veces y logró esquivar el brote de asfixia que pretendía elevarse hasta su garganta.

Entonces volvió a marcar el teléfono. Un rayo inesperado (hacía un buen rato que la tormenta parecía haberse calmado) iluminó por completo el local, debía haber caído cerca, las bombillas parpadearon y un terrible trueno reventó el silencio. La misma operadora. Dos-cinco-siete. Pero no hubo tiempo para improvisar reflexión alguna sobre la gravedad de los silencios. Algo, rigurosamente físico y a la vez intangible, paralizó su cerebro. Paquita surgió como de un sueño; el silencio que entrecortaba sus palabras tenía la misma textura que su voz.

- Ha muerto.

Domingo restregó su cara una vez más pero fue insuficiente.

Quizá transcurrieron unos minutos, para Domingo, sin embargo, fue a continuación de colgar el teléfono: la puerta escupió un grupo de personas que acertaban a penetrar hasta el fondo mientras uno al otro se iban prestando la misma frase o parecida, depositaron sus gabardinas, sombreros de lluvia, paraguas, jerseys y bolsos en el sofá corrido y se fueron sentando en banquetas individuales, excepto el niño, que prefirió hacerlo junto a su padre, en la butaca más ancha, el hombre se levanta, saluda a Domingo, éste sonríe tan leve, tan simple, tan cortesmente como antes. Intercambian rápidas informaciones: el padre de familia, un apuesto canoso de paletas ligeramente separadas, es más sincero que Domingo y da más detalles; Domingo responde con frases hechas, monosílabos, y sonríe, sonríe mientras le va creciendo un hueco en el estómago.

- Bueno- dice el padre de familia tratando de destacarse por encima del suave barullo de voces-, ¿qué os va a apetecer?

- Yo quiero un café.

- Y yo.

- Bueno, un orujito si tienes.

Domingo presta, como único bloc de notas, su mirada ovalada, felpuda, a los distintos miembros de la familia.

El hijo mayor y su novia consultan con detenimiento la pequeña carta de bebidas y aperitivos. Domingo espera con el bolígrafo invisible de su lengua apretando el bloc fictício de su paladar. Al cabo de un rato, ella da un respingo y dice para mí un refresco de naranja. El hijo mayor decreta con cierta autoridad:

- Póngame un Gin-Fizz.

Domingo cree haber oído mal. Parpadea y lentamente la información va alcanzando su cerebro. Un Gin-Fizz, repiten sus dientes, agacha la cabeza, esboza una sonrisa panorámica, agradecida, y se adentra en la barra.

Sus manos eran ágiles, sus pies respondían bien, sus ojos no tardaban en sujetar con sus estribos el objeto siguiente en el proceso, el hielo mientras colocaba el vaso instintivamente sobre el mostrador, el limón mientras echaba los hielos al vaso, y así con todo, los cafés, los refrescos, la ginebra con tónica sin hielo ni limón... Cuando todo excepto el coctail estuvo preparado, lo llevó sobre una bandeja a la mesa de la familia que conversaba en pequeños grupos. Domingo fue depositando las consumiciones con cautela.

- Así está bien- indicó el padre de canas plateadas-, sin limón.

Domingo se alejó de nuevo. Ahora traerá el coctail. Es que tiene su complicación. ¿Qué has pedido? Un Gin-Fizz. ¿Y qué es eso? Anda que no he preparado yo de éstos. A ver qué tal está. Qué rarito es el niño. Yo creo que le has hecho feliz al hombre, no parece que haya mucho movimiento por aquí. Lo que ha sido este local. Está claro que los tiempos han cambiado. Todavía me acuerdo de las cajas que hacíamos. Eso sí era trabajar. Así has vivido, que no has salido de la barra ni tres minutos, pobre, esclavizado. Es un trabajo asqueroso. Es un trabajo como cualquier otro, mujer. No, de eso nada.

Domingo apenas hubiera podido escuchar esta conversación, recorría con pasos decididos la barra, su boca extrañamente cerrada en una mueca torcida, tarareaba la ranchera que tanto le gustaba tararear: una parte de ginebra, la cantidad exacta, un chorrito de limón, la lágrima de leche (aunque lo ideal sería clara de huevo) y una lluvia de azúcar, todo ello en la coctelera, el vaso con el hielo esperando sobre la barra, el sifón cerca para completar y Domingo cerrando la tapa y levantando la coctelera a la altura de su oído, empieza a agitarla, rítmica, acompasadamente.

Dos breves truenos irrumpen en el bar. Ya no hay tormenta pero corren los manifestantes por la avenida. Un trueno más. Domingo agita y agita la coctelera mientras piensa, piensa en un mar de ginebra y un riachuelo de limón, un azúcar de invierno nevando sobre el delta de los hielos, un huracán de sifón burbujeando la orilla, y la gotita de leche... Domingo, vierte el contenido de la coctelera sobre el vaso, añade un chorro de sifón y lo deposita sobre la bandeja. Se acerca al grupo de clientes. Por un momento se ha despistado con su propio reflejo sobre el cristal de uno de los cuadros que decora la pared: una hermosa fotografía de San Sebastián en 1967. Por mitad del Gran Bulevard, atestado de gente, pelos largos, trajes elegantes, terrazas y camareros, avanza ahora un Gin-Fizz recién preparado. Domingo fue estirando la sonrisa hacia un lado y creyó alcanzarse una oreja cuando dijo:

- Hace mucho que no preparaba uno- deposita el coctail sobre la mesa-, por lo menos... no sé cuántos años.

Sonríe y no obtiene apenas respuesta. O la que obtiene no la escucha, porque da media vuelta y regresa a la barra, a mantener la pose de espera, a contemplar el enfrentamiento en la calle, a sonreir extrañamente ensimismado. Desde la atalaya de sus escasos 160 centímetros, Domingo siente, de pronto, una presencia olvidada, como inadvertida hasta entonces, a su izquierda. Era el teléfono.