viernes, 15 de octubre de 2010

Agua


Me piden mis principios (y un amigo) que os hable hoy del agua porque es el tema elegido para que todos los blogeros del mundo abandonemos por un día nuestra irresistible deriva al egocentrismo y tratemos de aportar el consabido granito de arena (sigo buscando una metáfora con la que reemplazar este cliché playero) a la concienciación planetaria sobre esta importante cuestión. Me doy cuenta de la envergadura de la tarea y soy consciente de mi incapacidad para la elaboración de un breve pero contundente ensayo moral que sirva para ilustrar el objeto analizado tanto como para mostrar mi personal posicionamiento, con la equilibrada dosificación de información, reflexión y poética humanista transumbilical que es requerida en estas ocasiones. Pero ocurre que aún no ha llegado el frío y tras la ventana se despereza una mañana orgullosa de sus músculos y hay algo extraordinariamente vertiginoso en el sabor de mi café con leche que me tienta a la espeleología, a sumergirme de nuevo en mis irritadas interioridades, y debo liarme otro cigarrillo y apartar el pelo de mi frente cómodamente apoyado en el respaldo de mi butaca para retomar la perspectiva pertinente, situando el reflejo ahumado de mi busto exactamente equidistante a los límites de la pantalla.

El agua, leo en la red, “es el 85 por ciento de la sangre, el 75 por ciento del cerebro, el 70 por ciento de los músculos y hasta el 22 por ciento de la osamenta”. Siempre he sido malo en matemáticas (de maldad, no de torpeza) y reconozco que la operación más sencilla y básica para mí es la suma, por eso no tengo el más mínimo problema en sostener que, si lo dicho es cierto, somos un 252% agua. Como dato no debería suscitar ni mayor ni menor credibilidad que cualquiera de las cifras que se publican en los periódicos y que deben su prestigio simple y llanamente al hecho de ir parapetados detrás de ese escudo un tanto trabajoso de arrastrar sobre su única y débil rueda, con su plancha metálica inclinada eficaz sólo para los ataques de descreimiento que sobrevengan a ras de suelo pero absolutamente insuficiente en una hipotética ofensiva aérea a cargo de los temibles pero ya escasísimos batallones del escepticismo. 252 es, además, una cifra capicúa y, por si fuera poco, atractiva, de aspecto bonachón, que inspira una inexplicable confianza, como algunas personas cuando saben girarse hacia uno y valorar las proporciones exactas del apretón de manos con el que quieren declararte su absoluta disponibilidad al mutuo conocimiento. Y siendo en tan gran medida agua no acabo de explicarme por qué me cuesta tanto pensar en ella, escribir sobre ella, enfocar mis pensamientos, cercarlos, embridarlos y evitar que revoloteen en torno a sus líquidas cualidades como ciegos espermatozoides desdentados que no saben distinguir si la esponjosa textura contra la que chocan pertenece a la corteza palpitante de vida que espera a ser hollada o a la mampara de aséptico látex puesta expresamente para su contención y posterior genocidio. Sí, lo sé, me desvío del agua pero sabed que lucho denodadamente por no justificarme con la evocación de su resbaladiza naturaleza y esta mañana cretina de tan luminosa, marea de muchedumbre apenas contenida por los cuadrantes (seis) de cristal rugoso que desfigura sólo para mí los balcones de enfrente y las señoras que fuman acodadas y los ladrillos ondulados.

Fue bañándonos como te conocí, la vez que tus rodillas no pudieron contener que te volcaras totalmente en una sola sonrisa, el pelo vencido por el agua sobre tu frente marcando el límite de una orilla, tú y el frío en la espalda, como una lengua muy vieja y sabia, y una radio encendida que emitía canciones nominadas para ser la nuestra, demasiado jóvenes para intuir que siempre hay un desagüe en algún lugar, a veces muy cerca de los muslos, succionando la piel en su estrepitosa fuga como besos de peces hambrientos. Qué irreparable la asociación entre agua y sumidero, quizá porque no existe o no tengo una idea estática del agua, toda agua quieta es agua muerta, dicen, lo he leído, agua enferma, ensimismada; pensar en el agua, tratar de escribir sobre ella, es siempre un poco viajar sobre una canoa o ser un pelo olvidado en la bañera que inicia la larga y desconocida aventura a través de tuberías y canales hasta quién sabe qué recodo, qué ensenada, qué Tajo, qué delta, es volverse terrón de azúcar y desprenderse tu cuerpo en millones de átomos dulzones, el agua con azúcar que, tras la jornada atlética, centrifugaba con delectación de alquimista y una cucharilla hasta crear en el vaso una ventisca invernal de azúcar azotando esa única torre metálica que avizoraba la superficie y esperar hasta que el terrón desmembrado volviera a reunirse como un manto cuajado de nieve, sepultando la punta convexa hasta la mitad, tantas tardes, Rose-bud.

El ciclo del agua, beber, mear, sudar, llorar, empaparse bajo la lluvia, bañarse en mitad de la noche, incomodidades a las que sucumbimos por puro romanticismo alguna vez en la vida. Porque recuerdo haber caminado bajo la lluvia, mi rostro azotado por sus ráfagas de arañazos, secretamente extasiado por la exactitud con la que el anticuado modelo del desdichado no correspondido se hacía realidad allí y entonces, en la manera en que la lluvia, catapultada por el viento como una prima dona por la orquesta, se confundía con mis lágrimas borrando el rastro de su procedencia, pero a la vez avergonzadamente preocupado de que el maquillaje borrascoso impidiera identificar correctamente mi propia producción de tristeza desde la posición de los espectadores con los que me cruzaba, y por ello tentado de subrayar el efecto con temblores de quijada, seísmos de labios y auxiliares pero elocuentísimos frotamientos de la superficie arrasada empleando la muñeca de la mano izquierda torpe, lánguida, arrítmicamente. Y el sudor de los placeres mórbidos abrillantando el tobogán de las espaldas por el que se deslizan las jóvenes camadas de dedos inexpertos, y su reverso, la sequedad de los besos de madrugada, cuando las lenguas son dos escobas enfundadas incapaces de segregar dulzura. Un vaso de agua entre copa y copa es mi secreto para una mañana sin agujas, mientras me pregunto qué porcentaje de agua habrá en el amor y sus metástasis.

El agua es inodora e insípida, pero tiene un matiz azul, y cubre las tres cuartas partes de la superficie de la Tierra. Al agua, a veces, se le ve venir, como una franja nacarada sujeta por manchas boscosas en remotos horizontes de expectación. Otras juega al escondite y goza como un niño detrás de una puerta la espera de siglos bajo estratos de dura piedra hospitalaria para brotar de pronto como un puño ensortijado de espuma y vaho a grandes temperaturas, creando cálidas piscinas naturales donde hacen flotar sus desdichas los más pálidos turistas y algún que otro joven ruso de equívoca trayectoria. El agua que ofrecen los desconocidos siempre en vasos de dudosa higiene pero que de igual modo apoyamos en nuestro labio inferior volcando su contenido hacia la garganta en un acto de maravillosa violación permitida, aquella tarde en que nos perdimos buscando la estación. El agua que se concede al sediento o la saliva que uno se deja olvidada en un pezón cuando todo cambia de pronto y el objetivo prioritario vuelve a ser la llamada insistente en los labios, el goloso demorarse en las depresiones del mentón, el levísimo aletear como de folio de los párpados, o la desnuda inconsistencia de las palabras que pronunciabas (apenas una cadena de mortecinas consonantes unidas por simulacros de vocales de hilo fino y precario) cuando yo o quién sabe qué fantasmas hacíamos de tu cuerpo una mesa donde firmar documentos, una cancha de tenis, un minifundio de tierra revuelta y humeante. Tu imagen, ese parpadeo de paralelogramos que riela en la superficie del líquido fijador en mi memoria oscura (la bombilla roja encendida), es inodora e insípida, pero a pesar de su matiz azul, ya sea sólida, líquida o gaseosa, no consigo que sea indolora, ni que fluya hasta un destino lejano y salado donde acabe mezclándose con manchas de aceite y excrecencias portuarias, adelgazándose de mí.

Qué enorme sinsentido escribir la palabra agua y vivir en este fuego crepitante o abrir finalmente las ventanas y dejar que este sol arrogante apague su sed de escrutinio lamiendo cada centímetro de mi habitación, y en efecto el sol entra (trae a una prima tonta, la brisa, y ecos de coches reunidos para cambiar cromos e impresiones) y repite el rito de cada mañana, olisqueando cada uno de los objetos que olvidé devolver a su lugar, dando a luz sombras que durante un segundo parecen recortes de la noche interminable y ahora resultan ecos de la presencia real de cosas como el tabique, yo o la mesa, el colchón con su aspecto de ballena destripada, una zapatilla de andar por casa (la otra, nadie sabe por qué, está en mitad del pasillo). El agua era una presencia diaria en mi infancia, esas mañanas oscuras en las que el desayuno y el noticiero nos reunía en la cocina, cuando uno no sabía aún el tiempo que hacía más allá de las persianas y llegaba la madre con el calzado adecuado para deshacer la incertidumbre, katiuskas de plástico, zapatillas ajadas o ese par de botines azul marino que siempre ahuyentaban lo que de mar pudiera tener el cielo. Ahora la lluvia es un objeto preciado en esta capital de la sed, desde donde escribo, enviado especial, sobre el agua y todas las aguas que me han empapado.

Comiste un bocado irregular y te atragantaste. Pero yo me levanté a tiempo y llené un vaso con esa agua que corría como todas las demás, y mientras parpadeabas y mantenías la cabeza ligeramente agachada, deposité un espejo cúbico de oxígeno e hidrógeno junto a tu plato, de forma que cuando te incorporaras, creyendo haber pasado el mal rato o esperando la oportunidad para volver a respirar, te lo encontraras allí, a mano, como tienen que ser las cosas. Era, sin saberlo, una forma de despedida, inodora e insípida, ligerísimamente azul.

Por evidente que sea su siempre idéntica repetición, cada mañana me sorprende la manera en que, instantes después de verterse por la estancia el caudal de luz o la parte contratante de sol que me es destinada, la jornada pierde su virginidad y todo su potencial de eternidad y de tregua. De igual forma, es decir, inevitablemente, acuso una tendencia a bucear en los extremos de la cosa de la que pretenda escribir, si el agua, de la sed o la inundación, nunca el sabio término medio o la cosa en sí sino en mí, lo siento, amigo, por no haber sabido escribir sobre el agua, por no haber ni siquiera intentado describirla como lo hace un químico, no tengo probetas ni microscopios, solo este cable rizado y el auricular por el que me empeño en mantener largas conversaciones intermitentes, teléfono rojo de intestinos, visceral soliloquio. El agua, un último recuerdo: su imprevista, sardónica, humillante manifestación en forma de cerco húmedo bajo el pijama, calando las sábanas hasta el protector plástico que resonó en las noches de mi infancia y primera juventud como un recordatorio siseante de la elasticidad inmadura de mi cuerpo, de la inconsistencia sobre la que forjaba ya mis sueños, brotado de la noche sobre un charco nutricio de lo que sobraba en mí a raudales y del que se iba alimentando un arbusto frágil pero tenaz que nunca llegó a crecer demasiado y en cuyo intrincado ramaje, si te acercas lo bastante, verás nudos de hilo de jersey, membranas, gotas de sangre y pedazos de nudillos, todo lo que, en fin, he ido dejando en la pelea. Irremediablemente, soy un 252% agua.

sábado, 2 de octubre de 2010

Tarde

No saber por qué, no querer averiguarlo. Por qué la manilla de la puerta, por qué la manta de lana multicolor, la lámpara de la mesilla, por qué la intermitencia de los coches, por qué hasta el sosiego de una siesta, de repente, puede volverse un veneno tan amargo, abismal, como un cuchillo que de pronto te pide la bolsa o la vida en mitad del pasillo, un eclipse de baldosas, sofás, ventanas, pinzas para la ropa, una casa que se vuelve cueva. La tarde era un proyecto dulce, una espera líquida y pacífica, pero mis pies han caminado dos pasos de más y siento un frío nuevo y sus adjetivos, ese nuevo imposible, dulce y testarudo, como un muro neutro y total, mi cabeza rebotando contra el cemento tenaz, que apenas logra arañar, y una mano que sale de mi pecho y aprieta botones, abre escotillas, aplica torniquetes, busca válvulas, palpando las paredes, metrónomos, diapasones, en la cesta de la ropa, el grifo de la ducha, la ceniza esparcida sobre el teclado, las horas que faltan hasta el próximo alivio, la dosis de mentira, la ficción necesaria de la que viven mis pulmones. Por qué el oxígeno se vuelve áspero, como una cuenta pendiente. Allá afuera hay ruidos, acertijos, misiones, pero de pronto soy el hueco entre dos escalones, un niño que teme al bosque, la sombra inmensa de una ola muda, rompiente por necesidad. Soy ese instante eternizado antes de chocar contra el suelo, por qué, si antes sabía a qué venía a la cocina, por qué había abierto el libro, cuántos metros cuadrados tenía mi vida. No quiero quedar atrapado entre estas paredes, en este tiempo muerto de distancias, huyo por instinto, salto, trepo hasta la última esquina de la habitación, soy un animal encerrado, doy vueltas y más vueltas a un regocijo que empieza a resquebrajarse bajo mi peso, lamiendo el tuétano de un esqueleto, mi alimento, lo único que me dejaste para llevarme a la boca, esa boca que se desdibuja en píxeles y que nunca sabe qué decir salvo cuando repite las formas de una ausencia, el sabor hipócrita del cemento, la escarcha que te envuelve y nos encierra, que convierte mi mundo en una selva sin horas ni mercados ni farmacias de guardia, un caos de alfileres que me hacen correr de un lado para otro, buscando no sé qué, una tijera, sí, una tijera grande que corte este cordón umbilical, este parto con dolor no deseado, que interrumpa este carnaval de espejos en el que me han dejado seis o siete palabras y esa luz escasa pero radiante que vi encenderse y no quise temer. No encuentro el significado de los cajones, el nombre de las cosas que valían la pena, el ritmo de la costumbre, respiro para asfixiarme, me doy cuenta, te das cuenta. Qué tarde más interminable, qué noche inimaginable detrás de la esquina. La tarde me da miedo, me mira desde los balcones y apunta entre mis cejas por su mirilla. Me va a disparar un vacío tan grande, tan lleno de ese ruido que oigo ahora cuando todo se ha desconectado, cuando lo recién nacido empieza a suicidarse hasta mañana, tan cargado de mí que no lo soporto, como una gota que al deslizarse por el cristal encuentra a otra y la hace suya, la absorbe, soy una gota cada vez más gorda en este cristal tan pequeño, o es un espejo, un espejo recalcitrante, quisiera romperlo, tragármelo, fundirlo en gotas de mercurio que se dispersaran por el suelo como cucarachas cobardes. El mechero me lleva a donde no quiero ir y un simple pantalón me acusa con el dedo. Quisiera verle las costuras a esta tarde rota, saber que todo es teatro, que conservo un nombre y dos apellidos, más allá de la calle arbolada, quisiera no temer al silencio ni a las almohadas, quisiera tantas cosas que no me dais, relojes, bolígrafos, tenedores, agendas, quisiera llenar de gritos y susurros cada minuto, de flores, de mirillas, de pequeñas explosiones, quisiera perderme en laberintos y encontrar el oasis donde descansar, pero por qué, por qué, quisiera no estrellarme más contra esas dos palabras, que me han hecho suyo tan fácilmente, a los que me he entregado sin recelo, por qué, no saber por qué, no querer contestar.