lunes, 29 de junio de 2009

El efecto mariposa


Me comunican que el trabajo de Málaga no sale adelante y justo se muere Michael Jackson. Uno tiende al pensamiento racional y trata de ahuyentar las tentaciones de lo esotérico en la medida de lo posible, pero a veces no hay más remedio que creer, como bien sabe mi amigo John Locke. El efecto mariposa. Al fin y al cabo ha muerto un ejemplar rarísimo de polilla, un rey de la metamorfosis que bien pensado vivió demasiado. Michael fue un niño dicen que explotado y torturado por un padre que vió en él la posibilidad de resarcirse de su mediocridad, de hacer realidad sus sueños de oropel, lujo y rentas. De un gusano sale otro, y el pobre Michael cruzó la infancia, un vagón de metro el lunes por la mañana, arrastrando su talento para el baile y el canto, un poco como el mono amaestrado de un charlatán de feria. Veinteañero y angelical, negro tipo cortao descafeinado, se puso un esmoquin y unos pantalones que le quedaban cortos y sacó un disco que era un aviso a navegantes, un decir "aquí vengo yo", un primer paso hacia su transformación, hacia la mariposa de espectacular fulgencia que finalmente explotó, vía QJ, con "Thriller". No estoy diciendo nada nuevo, esto no vale ni como obituario. Pero sigamos. La mariposa mantuvo el vuelo, cambió de aspecto, se puso nuevos trajes, probó mayores alturas, allá donde las corrientes de aire empiezan a ser traicioneras. Vino Scorsese y le hizo el video de "Bad", revolucionó los efectos digitales adelantándose a "Parque Jurásico" con aquella canción que decía "I'm not going to spend my life being a color" (la mariposa filósofa que rapea su verdad) y después vino el trayecto hacia la luz que más alumbra, el viaje definitivo hasta la cremación, el Holocausto del insecto que jugó a doblegar la Naturaleza, a torcer sus leyes. Michael Jackson murió cuando había decidido volver a la crisálida, como quien devuelve el casco vacío a la embotelladora, darse un tiempo para una nueva metamorfosis, ya imposible. Se fue cubriendo de savia, flujos y enzimas, como se van haciendo las escayolas, capa a capa, sin percatarse de que lo que estaba haciendo era tejer su propia mortaja. Jackson tenía piel de faraón, suave y debil, no hecha al tacto. Lamió demasiado sus heridas, destensó la tela inconsútil de sus alas y se le jodió la cometa. No pudo salir del cocoon donde pretendía reconstruirse. Y ahora se ha muerto y todo el mundo repasa sus videos en el youtube.

Pierdo el trabajo (que nunca llegué a tener) y una conmoción viaja a través de la atmósfera como la electricidad de una caricia planetaria. Muere Michael Jackson y una réplica de su terremoto llega hasta mí. Me meto en una crisálida a ver qué pasa. A ver en qué mariposa me convierto. Desearía ser una mariposa con efecto. De esas que se lanzan a la derecha y resulta que van a la izquierda. De las que se cruzan por delante de los bienaventurados siendo blancas, como dibujando nerviosamente los contornos de su destino, recortando un trozo de espacio, demarcando una posibilidad.

domingo, 21 de junio de 2009

Lo mejor de lo peor


Lo mejor de lo peor
es que lo peor de mi
es lo que sabe mejor
aunque lo quiera ocultar
siempre me vuelve a salir.
Lo más duro de entender
es por qué no soy capaz
de tirar de mí yo sola
cuando veo que no estás
y sale lo peor de mi.

Y las torres son tan altas
y tan grandes los gigantes
que me asusto y me estremezco
al verme yo tan pequeña
y tan fácil de pisar.
Me convierto en una sombra
que no la reclama nadie
es más por miedo que por frío
cuando veo que no estás
sale lo peor de mi.

Lo mejor de lo peor
es que lo peor de mi
es tan negro y tan absurdo
que me mata la vergüenza
el saber que sigue ahí.
Me grita como un poseso
para hacerse notar
pero sólo lo consigue
cuando sabe que no estás
y sale lo peor de mi

Y las torres son tan altas
y tan grandes los gigantes
que me asusto y me estremezco
al verme yo tan pequeña
y tan fácil de pisar.
Me convierto en una sombra
que no la reclama nadie
es más por miedo que por frío
cuando veo que no estás
sale lo peor de mi.

miércoles, 17 de junio de 2009

Tributando


Madrid suena a taconazos con prisas, a sálvese quien pueda, a mujeres con el rimmel corrido de tanto transbordar. Hay como una urgencia por dejarlo todo atado y bien atado y con la mano puesta como visera corretean y se persiguen oteando el horizonte inminente de las vacaciones. En las oficinas de la Agencia Tributaria se respira una lujuria como de playa, una humanidad con poca ropa que se roza y se tapa las desnudeces con impresos y se abanica con Modelos 037, mujeres que suben al primer piso y se encuentran con la vecina, estudiantes de la vida que entran por primera vez y quedan varios segundos noqueados por la profusión de carteles orientativos incapaces de orientar, letreros que no aclaran pero dirigen, y de pronto comienzan a andar, pero en círculos, para que no parezca que no saben qué hacer, para dárselas de hombre resuelto, y hay autónomos que se las saben todas y dependientes que lloran acurrucados su desconsuelo, hay miradas lanzadas por desesperación como flechas con cuerda y el hall de entrada es una selva de paneles y lianas, de tarzanes acobardados por el rugido de la burocracia, a salvo allá adentro, detrás de las paredes de conglomerado, por los que paseas la vista en busca de algún Mr. Increíble de Pontevedra, por ejemplo, un alma cándida que se apiade de ti y de tu irregular situación tributaria y te ayuda verdaderamente a sortear los pantanos de fango en los que yacen atrapados cientos de madrileños con sandalias.

Hay pues playeros y gallegas, funcionarios y funcionarias, las hay con buen humor (son las del fondo, las que toman café) y las hay jodidas, que están así a lo mejor porque no pueden estar al fondo, tomando café. Alguien tendrá que atender. Pues ellas, las del mal humor. Lo primero que me llama la atención es su mirada, la ausencia de conmiseración que hay en ella. De pronto, la mujer que te atiende por hacer algo que no sea pensar en por qué se ha puesto ese vestido esta mañana si ya es de día a esas horas y a una ya no le vale la excusa de que está oscuro y no veo lo que elijo, esta mujer tan sencilla por otra parte, se le presenta a uno como un castillo inexpugnable o un complejo órgano de iglesia, con miles de tubos y varios teclados y pedales, como el que tenían que tocar "Los Goonies" para escapar de los Fratelli y su madre (a la que por cierto se parece esta mujer), y uno sabe que está perdido, que no acertará nunca con la tecla, que no hay nada dentro de su cabeza que pueda siquiera entender el significado de las palabras aisladas que está diciendo, no ya el sentido de su yuxtaposición y/o subordinación. A uno sólo le empiezan a caer unos goterones de la frente, se intenta secar con disimulo utilizando el envés de la muñeca, como un Nadal sin patrocinador, a pelo, y las gotas pasan a la mano y se multiplican al caer por los dedos, hasta morir aplastadas como nenúfares contra la blanca explanada de algún impreso. La mujer no escucha mis respuestas, no parece tener que prestarles atención, se limita a leerme los labios y a imaginar una contrarréplica definitiva. Su ordenador tampoco le quiere. Comprendes que no va a tomar café con las demás porque nadie en la oficina la soporta. Pero te equivocas porque cuando te estás yendo, te giras para saber si aún te sigue con la mirada, si le has calado hondo y te recordará dentro de una hora, y descubres que se ha levantado y anda de cháchara risueña con sus amigas de cuchitril. Es una mujer sociable, quizá hasta tolerable en el mundo real, ahí fuera, bueno un poco más allá, porque la calle Montalbán no se parece mucho al mundo real.

Subes un piso y consigues dos números para dos colas distintas. Sueñas con que te llaman para una y justo cuando hayas terminado esa consulta te toque en la otra cola. Pero no ocurre así nunca. Están perfectamente coordinadas. Cuando empezaron a trabajar lo hacían rápido y de puta madre, pero años más tarde dieron con ese desajuste, comprobaron sus efectos y desde entonces, aunque parezca que son lentas o inoperantes, en realidad lo que hacen es respetar ese desfase, lo llevan a rajatabla, nunca lo alteran, son unas máquinas las tías. Lo cual te lleva a volver a sacar números. Después, en casa, me ha extrañado mucho cuando me ha apetecido un café y a los treinta segundos ya me lo estaba tomando. Hay gente sentada, yo diría que derrumbada física y moralmente, tratando de encontrar un nuevo sentido rector de sus vidas, un motivo para bajar las escaleras y salir a la calle. Van vestidos como náufragos y hacen tiempo buscando nuevas utilidades prácticas a un clip, ya desfigurado de tantas vueltas sobre sí mismo. La puerta no deja de meter gente y va sacando sólo a los decididos, a los que, de ser verdad la teoría de la evolución, formarán una nueva especie aunque para ello tengan que perder los dedos de los pies, son los seres que ya han terminado, iluminados, tocados por la mano de Dios, hombres y mujeres que son dueñas de sus vidas y nunca esclavas de sus devengos.

La ordalía continúa. He de volver a bajar a hacer cola frente a la mujer terrible. La chica del mostrador del primer piso me ha dicho que abajo me lo tienen que explicar claramente y que si yo se lo pido así lo harán. Hubiera querido besarla como despedida, pero me ha parecido más viril cerrar mi carpeta haciendo mucho ruido con las dos gomas, como marcando con un elemento sonoro la fortaleza recuperada, sonreírle humildemente y partir escaleras abajo. Llegas a la cola temida y como tienes que esperar empiezas a dar vueltas como un toro en un toril, no escarbas arena porque no la hay, pero miras fijamente a la distancia a la mujer terrible, que está escarbando en el alma de otro pobre infeliz en esos momentos. Quieres la venganza. Pero te hacen esperar, ay, demasiado, y para cuando te toca ya te has vuelto cobarde otra vez, se te han ido los humos con los que bajaste, la confianza que te dió la chica de arriba. A decir verdad puede que me toque una mesa distinta, pero a estas alturas ya no creo en la bondad ni en la suerte. Sin embargo me toca una mesa distinta y voy a ella casi saltando. Tras mis primeros balbuceos, la mujer, Mujer 2, más delgada, más leída, más humana, decide ayudarme. Se abre el cielo. ¿Es música esto que estoy oyendo? En diez minutos la mujer me ha solucionado mis problemas. Sólo he tenido que gastar otra hora y media en cumplir las últimas diligencias necesarias para mi regularización. Al salir he vuelto a pensar en que en Madrid huele a puerto, a los últimos preparativos antes de la marcha, a un éxodo en gestación, toda murmullos, pisotones, fechas estampadas en impresos, sellazos que van marcando los segundos, el fru-frú de los pantalones y las faldas, que no sé lo que es pero siempre he querido usarlo, el calor de las esquinas y ese sol venga a sacarte fotografías en cuanto te despistas un rato y sales de la sombra.

Me voy. Dejo un hogar habitado, una luz encendida, una planta con sed y un cuaderno de asuntos ya gestionados.

lunes, 1 de junio de 2009

La novela involuntaria

Suenan musas en el aire, silban mares, estruendos, una cascada de explosiones horizontales hasta mi oído, es una música que conozco, pero por mucho que lo intento no consigo saber qué es. Me vienen amigos, ciudades, mis manos siempre ahí, pequeñas, colegios y fiestas, veo días y noches y muchas tardes, ¿por qué todo lo hacíamos por las tardes?, pero no doy con el nombre. Me veo escuchando estas notas en algún momento o lugar de mi vida. Corro a escribirlo mientras me viene el nombre, quiero escribir una novela esta noche, espero que me de tiempo. Se empieza con un desnudo frontal del autor. Eso es algo que he aprendido, o no, no lo sé, quizá sólo sea una buena frase. Tampoco sé cómo se desnuda un autor, si en pocas palabras, con un abrupto abrir de abrigo, como siempre se ha dicho que hacen los exhibicionistas. Yo no soy exhibicionista pero quiero ser sincero. Y hoy ser sincero es ser un poco exhibicionista. Ya la oigo de nuevo. Esto es como lo de la memoria involuntaria de Proust, pero con el oído. Creo que el oído es más pequeño que todas las membranas olfativas juntas, por eso opino, no lo sé tampoco (qué poco sé), que lo que es capaz de hacer la pituitaria lo debe multiplicar el oído, ese molusco que llevamos incrustado, la quisquilla que sondeamos con los alfileres de algodón para lavarla, asearla un poco, quitarle el polvo. A veces me ha pasado que tengo que ir a una fiesta o a algo solemne, me visto y me sublimo hasta donde me es dado, y cuando voy a dar el primer paso en la calle, alguien me dice, no sé, la portera, el chico lírico que atiende en la droguería o la agente de la OTA que se toma chatos a escondidas, “llevas las orejas finas”. Y meto un dedo, que es como sustituir el alfiler por un bastón, y marco un cero en esa cabina de teléfonos vieja, recorriendo el circuito peraltado de la fórmula uno de los sonidos, el velódromo del aire y las palabras, miro el dedo y tiene un rastro como de polvo blanco, que siempre pienso que son células muertas, la edad en definitiva. Pero no, detrás de la edad y los disgustos, de esa raspa de cera fría, están los candelabros incendiados, las gotas de vida amarilla. Y toda mi estatua para ir de fiesta se viene abajo. Quiero decir con esto que no atendemos a lo que nos dicen los oídos, no les hacemos ni puñetero caso. Curiosamente cuando queremos oír algo bien pedimos “un poco más alto” señalando invariablemente a nuestras orejas, o “dímelo mejor al oído” para que lo pueda recordar. Lo cercano, lo que va a ser íntimo, incluso lo más doloroso, el sí prenupcial y el no póstumo del amor lo pedimos oír a escasos milímetros de nuestro oído supurante. Que a lo mejor tiene un cáncer y no nos enteramos. Porque vamos por la vida con la nariz muy alta y los oídos congestionados, semi-cerrados de cansancio, de cera, de ipod o de gorro de invierno.

Decía que a menudo recuerdo más cosas sobre mi infancia a través de melodías y cosas que escucho y escuché en su día, que por los olores. No niego el poder de los flashbacks olfativos, existen, los he vivido y son especialmente intensos, aunque se parezcan a esos empujones que te daban para enfrentarse a las cosas, el tío del pueblo, el monitor de natación o el amigo cabroncete, unos empujones como de brío macho, como de venga y palante, que aunque te aproximan al objetivo en realidad te precipitan en un vacío que no sabes muy bien cómo aprovechar ni por dónde tirar. Yo he olido de repente las meriendas de mi infancia, la pasta grumosa que me daba mi abuelo como papilla, sobre todo esta papilla es la que más me ha venido de visita a la actualidad, pero es un acceso de olor que me atormenta porque me inundo de él, lo disfruto unos breves segundos, y después, el flash (siempre una imagen) que me ha alcnazado con el olor, lo que he visto dibujado con increíble precisión, desaparece. No sé qué he visto y al final tampoco sé lo que he olido. Son jugarretas del pasado o cortes de manga que me hace mi nariz, harta ya de ir por la vida olfateando una ciudad que la agrede. Prefiero entonces guiarme por la música, que me arrastra de esa manera que sabe, discursiva, misteriosa, hacia el pasado. La foto no me viene de repente sino que la voy dibujando yo, le voy poniendo las formas y los colores. Y si hay suerte hasta los olores. Esto me pasa, creo yo, porque siempre he comido con ansiedad. El olfato es uno de los sentidos que más me han ayudado a ser feliz mientras como. Comer y oler la comida que comes creo que hace más completa la vida, más equilibrada, pero no por sus calorías y vitaminas, sino porque tenga lo que tenga es un placer cierto, dulce o picante, pero existe, se produce, se obtiene, nunca defrauda (salvo intermediarios inexpertos). Yo comía como un lobo y me hinchaba a grandes atracones de olor, acercando mi nariz a la salsa o mejor metiéndola un poco en ella, para hacer reír a la mesa (siempre hacer reír) pero también un poco porque me gustaba. Me decían “no se huele la comida” y yo pensaba que era la prohibición más tonta de todas. Cuando se tiene gripe o un catarro bien gordo que te obtura la pícara nariz, no se come de igual forma, es como comer con dos dedos en la nariz, como comer la mitad, porque no podemos oler lo que comemos. Desconfiamos de la comida que no huele y de la que huele demasiado. La primera es porque es una comida de mentira, industrial, la segunda porque lo fue y hay que tirarla cuanto antes. Vuelve la música, empiezo a tener claro lo que es. Creo que ya lo sé. Lo importante, lo triste, lo serio del asunto es por qué. Por qué necesito de pronto descifrar la identidad de esta melodía fragmentada. Es como empezar un paisaje por las nubes o los hilos de los postes telefónicos. La duda está en si me llega fragmentada por los machetazos del olvido o si la escuché ya troceada, seleccionada parcialmente por mi sensibilidad de entonces. No hay nada más fascinante que los recuerdos. No por lo que describen o reflejan sino por sí mismos, por su morfología y su electricidad, porque son mensajes en una botella del yo pretérito al yo actual. ¿Qué me quiero decir a mí mismo con este redescubrimiento? ¿Qué mensaje me lancé, que no lo entiendo? Posiblemente esté escrito en otro idioma, el que hablé durante aquel tiempo y que hoy ha desaparecido. Esta noche quería escribir una novela. La novela del sonido que llega del pasado, un sonido norte y acaracolado, un rumor, una brisa, un horizonte que vibra y que no le importa a nadie. Cada vez que me pongo a escribir sobre algo acaba saliéndome un texto sobre nada. Yo quería. Pero se fue. La noche no me da tiempo. No me da tiempo esta noche. Quise desnudarme y me quedé dormido con las manos en los botones de la camisa, como el borracho que cae exhausto a medio desvestir. Técnica, sintaxis, diccionarios CUMBRE de tapas duras. Meriendas improvisadas, tardes de cine, juguetes cenicienta, de ésos que duran sólo unas horas y después vuelven a su condición de objetos útiles, inútiles para la fantasía de las tardes, tardes de exploración de bosques cerca, demasiado cerca de la ciudad, horas hurtadas a las clases de inglés, a los entrenamientos para atleta púber, a los ejercicios de matemática, tardes que se han deshecho como cucuruchos de algodón seco, deshilachado por dedos que no se han lavado antes de llevarlos a la boca, tardes que creía condensadas en una canción, una alarma, la novela que quise escribir y no me ha dado tiempo.