martes, 5 de enero de 2010

Liliput


Atravieso dos veces la Gran Vía a la altura de Callao, con más de media hora de intervalo, y en ambas ocasiones está como vacía, que no muerta, apenas seis coches en sentidos opuestos, como extras insuficientes que delataran el limitado presupuesto. Pero todo está iluminado, con sus mejores galas, los musicales, las bocas de metro, los pies de calle y sus zapaterías, los kebab y los donuts, los pitufos asistiendo al tráfico, el tropel de piernas paseando sus compras, los pasos de cebra y las marquesinas. Aun y todo, cuando cruzo la Gran Vía hay como una ausencia, como si anduviera por un río seco, la carretera es un poco nuestra, de los peatones, caminas más despacio, contemplando los edificios, grabándolo en la memoria. Y es que es noche de reyes. Hay carrozas en lontananza: la de Melchor, la de Gaspar, la de Baltasar y la de la Familia. Las tres primeras tirarán caramelos, la cuarta no sé muy bien qué, hijos, brazos de gitano, bautismos. ¿Quién o qué irá subido a ella? Una familia modelo o un modelo de familia, una escena de su vida familiar, una obra de teatro costumbrista en constante actuación, como la del pobre comiendo en la mesa del oficinista en la cabalgata de "Plácido", un tableau vivant (toma ya, creía que nunca lo utilizaría) edificante, pedagógico, instructivo. Era cuestión de tiempo. Ha llegado un punto en que de nada sirve sacar a paseo las imágenes santas, porque el público no atiende, no busca en ellas la historia edificante, les ha dado la espalda y retoza o ensaya revoluciones o prueba nuevas drogas y viejas religiones menos gravosas. Lo que hay que hacer es sacar el paso de la familia perfecta, del espectador ideal, formar conciencia, decir "miren, así deben volver a ser ustedes", y luego ya, cuando el mensaje haya calado, retomar las tradiciones tal y como eran. Hoy los niños van a decir que la cuarta carroza es lógica, que cómo van a poder llevar si no todos los regalos, no van a entender la imagen, el significado. Y los que sí, sin duda por tener adecuados intérpretes cerca, tampoco le harán demasiado caso, retorcerán sus cuellecitos para seguir viendo desde lejos la espalda de Baltasar en la gimnasia de los saludos y el lanzamiento de caramelos. Qué de niños por todas partes, madre mía. Uno se queda perplejo ante el afán fornicador con fines (o resultados) reproductivos y agradece que haya preservativos e invertidos, de lo contrario uno no podría salir a la calle. No alcanzo en absoluto los límites kinderfóbicos de mi admirado W (Niños Gratis), porque en el trato directo y a ser posible individualizado no sólo encuentro placer, diversión y las dosis exactas (o sea, imprevisibles) de ternura, sino que además creo tener una habilidad especial para ganarme su favor, pero lo cierto es que en masa y con sus padres de la mano los encuentro simple y llanamente insoportables. Estoy ultimando mi escapada de Madrid para esta noche. Hay que buscarse una cueva a prueba de niños. Aunque aprueben la ley fascista del tabaco y finalmente no se pueda fumar en ningún establecimiento, deberían dejar que en algunos sitios concretos se pudiera e incluso se debiera, sobre todo para garantizarnos un lugar al que nunca irán los niños ni ciertos adultos.

A este respecto copio unas frases de "Los viajes de Gulliver" de Jonathan Swift (¡¡¡publicada en 1726!!!):

"Sus ideas acerca de los deberes de padres e hijos difieren en extremo de las nuestras. Pues, dado que la unión de macho y hembra se funda en la gran Ley de la Naturaleza, con objeto de propagar y continuar la especie, los liliputienses entienden forzosamente que hombres y mujeres se ayuntan como hacen otros animales, movidos por la concupiscencia; y que el cariño hacia su prole procede del mismo principio natural; razón por la cual jamás concederán que un niño esté obligado a su padre por haberlo engendrado, ni a su madre por haberlo traído al mundo; lo cual, teniendo en cuenta las miserias de la vida humana, no fue un beneficio en sí mismo, ni ésa fue la intención de sus padres, cuyos pensamientos durante sus encuentros amorosos estaban empleados en cosas bien distintas. Por estos y similares razonamientos, es su opinión que los padres son los últimos a quienes se debe confiar la educación de sus propios hijos (...)".

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