sábado, 10 de julio de 2010

Suelos


Hay noches azules como hay noches blancas. Azules de inmensidad, de mar calmo, de lejanas campanas que suenan para nadie. Azules porque es el color de las distancias. El barrio está aletargado, rendido como un gato que busca el frescor de las losas, lamiéndose las heridas de rugidos de moto que flagelan las verticales de los edificios, rebotan en las cornisas y se pierden sin ser vistos. Los cuerpos buscan el húmedo aliento de esos diálogos que se cruzan entre las ventanas del patio y las de la calle, apagan las luces y nadan en iridiscencias azuladas que parpadean lanzando tímidos mensajes de auxilio. Hay un bar que echa el cierre como quien tira la toalla, y radios con música y ladridos y estornudos, un pentagrama de sonidos absurdamente cercanos, amplificados por este calor que nos hace sudar y nos embrutece, nos arrastra pasillo adentro hacia veleidades de poeta en umbríos rincones insospechados y estrenamos pupitre sentados en esquinas inéditas, tumbados en encrucijadas recién fregadas, palpando el braille de las paredes o mirando las formas de las cosas desde la perspectiva de las monedas caídas. Somos miles los que consumimos este mismo oxígeno difícil y arrugado, los que compartimos toxinas, frutería y cartero, que ahora respiramos en la oscuridad de nuestras casas, para pasar inadvertidos de los insectos y de las miradas fronteras, a las que observo buscándome a la altura acostumbrada sin percatarse de que los espío desde el suelo, boca abajo, a través de los barrotes del balcón, como anhelando un cielo distinto a este cielo de cemento, una lluvia o un bautismo. La noche es azul por el color del mar y por el sueño que se va formando en cada uno de los nichos apagados; poco importa que el mar esté lejos, la esperanza a veces también, y aun y todo el cielo reverbera de océanos y el hombre del quinto zurce el calcetín cotidiano de las cuentas y los deseos y las miserias y las pequeñas sorpresas y los desvanes del tiempo y el chirrido afelpado del mundo menguando. Es la hora de los conciertos, cuando todo, hasta lo más pequeño, suena; la hora de la carcoma en las paredes lentas y seniles, en las comisuras de las baldosas, en la hoguera de mi almohada; es el momento de las gotas de agua que esperan a la noche para suicidarse dramáticamente, sin posibilidad de solidarias impertinencias; es la ocasión de escuchar lo que sea que canten las llaves, los botones, las pinzas y los cables, la chancla sin pareja y el cajón que no cierra, los abrigos de invierno, el envés de los cuadros, la tensión tectónica de los libros, el rumor de las solapas, las mudas blancas y las teclas que nadie toca. Hay canales de televisión que enseñan muslos y lametones, hay un silencio negro en la Antártida de croquetas del congelador, toco el lomo dormido de los radiadores, he conseguido deshacerme del trozo de uña que martirizaba mi pie derecho, vuelvo al balcón, dos caladas y otra vez el bisbiseo de los árboles, la luz de luna de los escaparates, el tormentoso arrancar de un coche que se va sin despedirse, el calor, este calor, como una noche azul de algodón azul, como una víspera de algo o un tiempo regalado que nadie quería y lo han dejado al pie de mi ventana, berreando segundos y corcheas. Paso el día sentado frente a una pantalla y ahora es la hora de los suelos, estiro brazos y piernas en esta piscina improvisada, mi nuca anhela el beso imposible, la horizontal perfecta, todo es grande y lejano desde aquí abajo, la lámpara, bamboleante, un planeta solemne y muerto de miedo; soy un arroyo pertinaz que ha horadado el granito de los armarios, una lombriz reptando kilómetros imperceptibles de espesuras; bailo al son de mis caprichos, soy libre desmadejado, pelele, desnudo y sin alfombras, bañándome en secreto en un monólogo azul y automático, a espaldas de una calle abierta al cielo, a la estrella que engaña, como una televisión encendida en el más allá de los astrólogos, a la platea de testigos que me buscan y no me encuentran, al domingo de continuidad y el lunes de pasión, al sol, que se regocija en su guarida y que volverá para matar esta noche azul, azul mar, en el que no se está nada mal, nadando de espaldas, chapoteando feliz, muerto y sudoroso, hacia el horizonte ciego donde suelo y pared me prometen densas, líquidas tinieblas.


Foto: Chema Madoz

lunes, 5 de julio de 2010

Primo


La lectura de la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi está siendo borrascosa, como era de prever. El primer libro, "Si esto es un hombre", se centra en las experiencias pero más concretamente en las reflexiones de Levi durante su estremecedora cautividad en el Lager o "campo de trabajo" de Morowitz, a siete kilómetros de Auschwitz, el centro de la maquinaria aniquiladora nazi en Polonia. Comparto aquí una serie de extractos por lo que tienen de abrumadores testimonios de una serie de cuestiones morales que van mucho más allá del catálogo de horrores y escenas monstruosas que muchos ya conocemos, y otros dicen saber y estar cansados de escuchar. Siempre tiemblo un poco ante este "cansancio" que dicen sentir algunos, como si les pareciera más pertinente recalcar cierta sospecha de victimismo que tratar de encarar la falla espiritual y humana que aún hoy, no precisamente faltos de horrores en el mundo, considero imprescindible conocer. Iba a decir también comprender. Pero estoy con Primo en que comprender es imposible.

“Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no vuelven”.

“Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno y otro estado límite son los de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza, y en el otro, incertidumbre”.

“No hay dónde mirarse, pero tenemos delante nuestra propia imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos vislumbrado anoche”.

“La muerte empieza por los zapatos”.

“Heme aquí, por consiguiente, llegado al fondo. A borrar con una esponja el pasado, el futuro se aprende pronto si os obliga la necesidad. Quince días después del ingreso tengo ya el hambre reglamentaria, un hambre crónica desconocida por los hombres libres, que por la noche nos hace soñar y se instala en todos los miembros del cuerpo; he aprendido ya a no dejarme robar, y si encuentro una cuchara, una cuerda, un botón del que puedo apropiarme sin peligro de ser castigado me lo meto en el bolsillo y lo considero mío de pleno derecho. Ya me han salido, en el dorso de los pies, las llagas que no se curan. Empujo carretillas, trabajo con la pala, me fatigo con la lluvia, tiemblo ante el viento; ya mi propio cuerpo no es mío: tengo el vientre hinchado y las extremidades rígidas, la cara hinchada por la mañana y hundida por la noche; algunos de nosotros tienen la piel amarilla, otros gris: cuando no nos vemos durante tres o cuatro días nos reconocemos con dificultad. Habíamos decidido reunirnos los italianos todos los domingos en un rincón del Lager: pero pronto lo hemos dejado de hacer porque era demasiado triste contarnos y ver que cada vez éramos menos, y más deformes, y más escuálidos. Y era tan cansado andar aquel corto camino: y además, al encontrarnos, recordábamos y pensábamos, y mejor era no hacerlo”.

“[…] que precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir. Estas cosas me dijo Steinlauf, hombre de buena voluntad: cosas extrañas para mi oído desacostumbrado, entendidas y aceptadas sólo en parte, y mitigadas por una doctrina más fácil, dúctil y blanda, la que hace siglos que se respira más acá de los Alpes y según la cual, entre otras cosas, no hay vanidad mayor que esforzarse en tragarse enteros los sistemas morales elaborados por los demás, bajo otros cielos. No, la prudencia y la virtud de Steinlauf, ciertamente buenas para él, no me bastan. Frente a este complicado mundo inferior mis ideas están confusas: ¿será realmente necesario establecer un sistema y practicarlo? ¿No será más saludable tomar conciencia de no tener sistema?”

“La facultad humana de hacerse un hueco, de segregar una corteza, de levantarse alrededor de una frágil barrera defensiva, aun en circunstancias que parecen desesperadas, es asombrosa”.

“¿Por qué el dolor de cada día se traduce en nuestros sueños tan constantemente en la escena repetida de la narración que se hace y nadie escucha?”

“Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los Muselmänner, los hundidos, los cimientos del campo, ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla. Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería ésta: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento”.

“Los civiles, más o menos explícitamente y con todos los matices que hay entre el desprecio y la conmiseración, piensan que por haber sido condenados a esta vida nuestra, por estar reducidos a esta condición nuestra, debemos estar manchados por alguna misteriosa y gravísima culpa. Nos oyen hablar en muchas lenguas diferentes que no comprenden y que suenan a sus oídos grotescas como voces de animales; nos ven innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor y sin nombre, golpeados a diario, más abyectos cada día, y nunca descubren en nuestros ojos una chispa de rebeldía, de paz ni de fe. Nos saben ladrones e indignos de confianza, enfangados, andrajosos y hambrientos y, confundiendo el efecto con la causa, nos juzgan dignos de nuestra abyección”.

“Si el año pasado en esta época nos hubiesen dicho que íbamos a ver otro invierno en el Lager, nos habríamos dirigido a tocar el tendido eléctrico; y también lo haríamos ahora si fuésemos lógicos, si no fuera por este insensato y loco residuo de inconfesable esperanza”.

“Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido. Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca? Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn”.

“Es una suerte que hoy no sople el viento. Es extraño, de alguna manera se tiene siempre la impresión de tener suerte, de que cualquier circunstancia, tal vez infinitesimal, nos sujeta junto al abismo de la desesperación y nos permite vivir. Llueve, pero no sopla el viento. O tal vez llueve y sopla el viento: pero sabes que esta tarde te toca a ti el suplemento de potaje y, entonces, también hoy encuentras fuerzas para superar la tarde. O incluso tienes lluvia, viento y el hambre cotidiana, y entonces piensas que si no te quedase otro remedio, si no sintieses en el corazón más que sufrimiento y tedio, como a veces sucede, que te parece en verdad yacer en el fondo, pues bien, aun entonces, pensamos que si queremos, en cualquier momento, siempre podemos llegarnos hasta la alambrada eléctrica y tocarla o arrojarnos bajo los trenes que maniobran, y entonces dejaría de llover”.

“El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún modo en la revuelta [de insurrectos en el campo de Birkenau]. […] Morirá hoy bajo nuestras miradas; y quizás los alemanes no comprendan que la muerte solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá de gloria y no de infamia. […] todos oyeron el grito del moribundo, éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión, golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros:

- Kamaraden, ich bin der Letze! (¡Compañeros, yo soy el último!)

Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento. Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo. Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya; ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera. Destruir al hombre el difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue”.

“En el Lager pensar es inútil, porque los acontecimientos se desarrollan las más de las veces de manera imprevisible; y es perjudicial, porque mantiene viva una sensibilidad que es fuente de dolor”.