viernes, 27 de marzo de 2009

Refugio

Me he venido a un refugio antiatómico a esperar a que mi tobillo y sus tejidos se terminen de tensar. El esguince provoca, al parecer, que el muelle de nuestros tobillos pierda temporalmente su flexibilidad y, como los bolígrafos retráctiles, el botoncito que se aprieta para sacar la punta quede hundido incapaz de cumplir su función. Los anti-inflamatorios (y los consiguientes Omeoprazoles) no impiden que de vez en cuando sienta un hormigueo bisbiseante, como una microscópica actividad de reconstrucción. Paso la mañana como un jubilado más, apoyado en mis muletas como en una valla, sin hacer otra cosa que mirar cómo avanza esta obra silenciosa y monumental bajo un sol que no calienta.

Mis amigos de siempre, la incertidumbre y el desasosiego, tartamudean y gruñen como dos periquitos enjaulados y dóciles en apariencia, contentos con su ración de semillas tiernas y su poquito de agua. Son curiosos estos animales. Durante el día resultan hasta desagradables, sobre todo cuando la luz les da en la cara y se sienten expansivos y terratenientes; producen sonidos insoportables, como de una hormigonera oxidada, se pelean o esperan no se sabe muy bien qué, como policías de paisano o agentes secretos en alerta, entrecerrando sus ojillos y ahuecando las plumas. Por las noches, antes de dormirse, o quizá en el principio de los sueños, murmuran un gorjeo infantil y enternecedor que inspira acariciarles, casi acunarles con una nana. Pero son animales violentos y agresivos, pequeños dinosaurios que apechugan con su tamaño, como el hermano enano de una familia de gigantes, esperando el momento propicio para echarse al cuello de sus víctimas y picotearles el lóbulo de las orejas o matarlos a grito limpio.

Mi refugio es una casa limpia y ordenada que huele a control y seguridad. Son unas vacaciones en un mundo ideal en las que espero cauterizar algo más que mi esguince, un abismo, el de siempre, cierto vértigo, el que se va acumulando de tanto andar por la cuerda floja. Mi gente me riñe y me dice que soy un flojo. Tienen razón. El flojo soy yo y no la cuerda en que habito. Ésta es tensa y robusta, si te resbalas te corta el cuello en tu caída libre. La vida de los otros es la respiración contenida de un público que espera mi éxito o mi caída, el grito colectivo que llega hasta mis oídos cuando doy un paso en falso y parece que me voy al suelo. Porque no hay red y si la hay es como éste refugio, temporal y brillante, cómodo y breve, un anti-inflamatorio de mis vanas ambiciones que, a veces, se hinchan de aire y me hacen volar.

Debería escribir y no escribo. Debería gestionar mi empresa y me obceco en ser mi propio empleado. Pienso en un anciano al que le se le van cayendo los dientes mientras lee un periódico atrasado por la mañana. Pienso en la inmensa pena que me produjo el Mr. Chance de Peter Sellers en la película de Hal Ashby. Pienso en los proyectos que comen a sus proyectistas, en la mano del zoólogo cercenada por la fiera, en la ingratitud y el victimismo, en la montaña rusa de mi ingravidez, en todas las veces que he podido intentar algo, en los frutos mermados de mi cosecha, en el estado de mis candidaturas (recibido/recibido/rechazado), en cómo de tanto auscultar la música no siendo músico me ha contagiado su abstracción y su inercia disipadora, en volverse humo antes de los 40, en perder la virginidad de las ilusiones, en los morrazos contra las farolas de la calle al ir leyendo cabizbajo, en los autónomos y sus manifestaciones, en la crisis, Marta del Castillo, Kosovo, la especulación inmobiliaria, Supervivientes...

Un pinchazo en el tobillo me ha despertado de una catalogación tan inútil como aburrida. Oigo a mis periquitos en la cocina. Los oigo siempre.

martes, 24 de marzo de 2009

Aubagne. The Movie


Creo que esta entrada va a ser la más inverosímil de cuantas voy a escribir en el blog. Pero juro que todo es tan cierto como el esguince que me tiene inmovilizado en casa. El jueves pasado viajaba yo en avión a Aubagne, vía Marsella, para asistir a un festival internacional de cine en el que competíamos con “Yo sólo miro”. Este festival tiene de especial el hecho de que sus protagonistas no son sólo los directores sino también los compositores y diseñadores de sonido, un detalle que me decidió a hacer el esfuerzo de costearme el viajecito. Aubagne es una pequeña ciudad de aspecto agradable y tranquilo, con un casco viejo empinado y coqueto de calles estrechas, que da la curiosa sensación de ser un pueblo pesquero. Mi primer contacto con sus indígenas fue inmejorable: buscando el hotel Suleia, pregunté a una mujer joven y me pidió que la acompañara; anduvimos por calles y cuestas mientras ella se iba encontrando con amigas y saludaba a los vecinos un poco como Roy Scheider al comienzo de “Tiburón”, al tiempo que me iba contagiando de una irresistible ilusión por los buenos ratos que aparentemente me iba a deparar mi pequeña aventura provenzana. Una de las características más pintorescas del festival es que el invitado que viaja solo debe compartir habitación con un desconocido en la misma situación. A los pocos minutos de llegar a la 216 la puerta se abrió y apareció un muchacho de 23 años llamado Dan Levy Dagerman, norteamericano dicharachero y divertidísimo con el que me fue fácil congeniar. Nos hicimos inseparables. Cenamos juntos aquella noche, yo unos exquisitos macarrones con foie y champiñones que tardé tres días en digerir. Aquella noche conocí al compositor de su cortometraje, Marlon Bishop, otro neoyorquino expansivo y agradabilísimo, que estaba acompañado por su guapísima novia, Irina. Los cuatro, bebimos y charlamos contemplando la ciudad desde la altura de una iglesia que coronaba el casco viejo. La resaca de la mañana siguiente fue monumental.

Todo siguió sin percance alguno hasta la noche de la clausura. Sorprendentemente me hice con el premio al mejor cortometraje de ficción, y allá que salí, más muerto que vivo, atravesando la platea de un teatro con algo de la discoteca leather o sado-masoquista que aparecía en “After Hours” y subiendo al escenario en pleno ataque de taquicardia. Agradecí al pueblo de Aubagne su hospitalidad, porque uno es así de cumplidor y fue entonces, quizá, cuando firmé mi condena. A la clausura le siguió una fiesta muy divertida con excelentes actuaciones en directo de grupos de música, un buffet libre de comida y bebida que se agotó por completo a los cinco minutos (literalmente), con medio pueblo atropellándose a codazo limpio, devastando las mesas como una plaga de langostas. Hubo una mujer que elegía los trozos de comida con un método braille de selección alimenticia, a tacto limpio, acercándoselos un poco al hocico y devolviendo con desprecio a la bandeja los que por su aspecto, peso o textura no le acababan de satisfacer. Grupos de dos o tres personas se ayudaban para extraer hasta la última gota de vino volcando los barriles de maderita que habían colocado. Yo lo miraba todo estupefacto pensando en la fama de educados pluscuamperfectos que tienen los hijos de esta gran nación de naciones. Por suerte, Dan y yo habíamos comprado una botella de ron y otra de coca cola (zero), y eso nos evitó desembocar en conflictos internacionales.

Hacia las tres y media de la madrugada decidimos volver al hotel. A la mañana siguiente un coche nos esperaba a las 10:30 para llevarnos al aeropuerto (no fuimos entonces capaces de entender que era una hora de recogida equivocada, teniendo en cuenta que nuestros aviones salían en torno a las 12:00). Una calle perpendicular a la avenida principal nos llevaba directamente a la plaza donde estaba nuestro hotel. Caminando por ella distraídos, oímos a nuestras espaldas el motor de un coche. Al rato sonó el claxon como si nos estuvieran llamando. Miramos al coche y vimos que lo ocupaban cuatro personas a las que apenas se les distinguía. Seguimos adelante y el coche apagó sus luces mientras seguía en marcha detrás nuestro. Dan me dice: “Creo que nos están siguiendo”. En efecto, eso parecía. Nos asustamos pero tácitamente decidimos no evidenciarlo. Al final de la calle unos pivotes obstaculizaban el paso de los coches a la plaza y su carretera circundante. “No te preocupes, Dan, porque no pueden seguir más adelante”, sentencié quizá de forma excesivamente jactanciosa. Salimos a la plaza y cuál no sería nuestra sorpresa cuando vemos que el coche se sube a la calzada, esquiva los pivotes y, acelerando sonoramente, comienza a dar la vuelta por la plaza para tomar la carretera en el sentido correcto de su circulación. Estuvo claro que querían interceptarnos al otro lado de la plaza, antes de que llegáramos al hotel, que brillaba ya en la lejanía como un arca de Noé o la muralla de una ciudadela. Cuando sentimos el aullar del motor, Dan y yo echamos a correr. Hubo que saltar un murete de un metro escaso de altura y fue entonces cuando caí en mala posición y me torcí el tobillo. De pronto me vi en el suelo de la carretera por la que se aproximaba ya el coche a toda velocidad. Me levanté como pude, sintiendo ya un dolor enorme en el pie izquierdo, y eché a correr cojeando. Nos salvó el caprichoso diseño de la carretera que bordeaba la plaza porque, al ir diagonalmente y no siguiendo su curso cuadriculado, llegamos a la puerta del hotel más rápidamente que el coche. Una vez dentro del hall, el coche se paró en seco y se quedó frente a la puerta. Al recepcionista todo aquello le debió de parecer absolutamente normal, porque no dijo ni hizo nada cuando le explicamos lo que había pasado. Yo me retorcía de dolor, subí en el ascensor y me tiré en la cama de la habitación a maldecir a todos y cada uno de los habitantes de aquella ciudad fronteriza, cuyo nombre, Aubagne, supe ya después que significaba “vieja prisión”. ¿Qué se podía esperar realmente de una población afincada sobre los cimientos de una penitenciaría medieval?

Aquella noche empecé a pagar el precio de mi premio. A la mañana siguiente sentí que entre el aeropuerto y yo se extendía una distancia imposible de salvar humanamente. Sólo Dan y Santos, otro cortometrajista que había conocido aquellos días, encantador y solícito, me prestaron su ayuda. El conductor del festival me seguía a poca distancia mirándome con aspecto de estar disfrutando de mi representación mientras yo arrastraba mi maleta y conseguía ir desde el hall hasta el coche saltando a la pata coja. Claro que a cada saltito yo iba cagándome en voz alta en la pedazo de guarra de su madre y toda la constelación de angélicos malnacidos a los que él consideraba familiares, quizá una reacción injusta y desproporcionada por mi parte, pero que gracias a su absoluta indiferencia y la ausencia de la más mínima voluntad de comprender un idioma no tan impenetrable como el español me permitía desahogar el dolor y el cabreo que ya por entonces salía por mi cabeza como el vapor de una olla express desvencijada.

Llegué al aeropuerto media hora antes de la salida de mi avión. Anduve por los pasillos a Dios gracias no demasiado grandes del aeropuerto buscando el mostrador de Ryanair, arrastrando mi pie moribundo exactamente igual que Kaiser Söze y con la misma expresión en el rostro. Los empleados de Ryanair me negaron cualquier tipo de ayuda pretextando que ya era demasiado tarde. No supe qué término utilizar y, recordando la novela de Victor Hugo que llevaba en la mochila, les llamé miserables. Me cobraron diez euros por humillarme y pude emprender el camino hasta el control policial. Una mujer me negó la posibilidad de entrar por una puerta directa y me obligó a caminar por la fila laberíntica de tipo intestinal que suele preceder a los detectores de metales. Por suerte tampoco ellos comprendían el español. Cuando llegué a la puerta de embarque todos los pasajeros de mi vuelo estaban aún esperando, por tanto no era tan tarde como me habían dicho. Una andaluza que llegó después de mí me compadeció con la mirada pero no hizo nada por ayudarme a arrastrar la maleta. Salí a la pista de aterrizaje y alcancé la escalerilla del avión como pude, casi al borde del colapso. La ascensión hasta la cabina del avión la tuve que hacer de la siguiente manera: levantaba la maleta y la subía tres escalones, después me apoyaba en las barandillas y me impulsaba escalón por escalón. Todo esto bajo la atenta mirada de una azafata teñida de rubio que debió de pasárselo bomba viéndome sufrir para llegar hasta ella, posiblemente la única vez que un hombre haya hecho tal cosa en toda su puñetera vida. Ya en la cabina pedí sentarme en la primera fila para poder estirar la pierna pero nadie quiso cambiarme el sitio, ni siquiera la recién llegada andaluza de antes, que me miraba recién sentadita con ojos de creerse tan bella como Vicky Martín Berrocal, cuando en realidad se parecía más a un experimento de hibridación entre María del Monte y Carlos Herrera. De pronto, la misma azafata que había atestiguado mi via crucis, me dice de sopetón que no hay sitio en la cabina para mi equipaje de mano y que deberán llevarlo en la tripa del avión con el resto de maletas facturadas. Le deseé una muerte dulce, devorada por especies en peligro de extinción.

Al llegar a Barajas, tardé quince minutos en cojear hasta la sala de recogida de equipajes. Entonces no me di cuenta, pero al llegar a casa, después de pasar por el hospital 12 de octubre, donde me diagnosticaron un esguince, una subida de leche y una mala suerte providencial, me di cuenta de que habían forzado la maleta y robado mi cámara de fotos recién comprada. Para entonces mi capacidad de sorpresa hacía tiempo que se había agotado. Me encendí un cigarrillo y sopesé cuidadosamente a qué tipo de activismo paramilitar podía dedicar el resto de mi vida.
El premio al mejor cortometraje de ficción me había costado vivir el argumento de un mucho mejor cortometraje de realidad inverosímil. Toda una lección de cine.

(Foto de Santos Hevia. La única que se conserva de mi serie de catastróficas desdichas en tierras francesas)

miércoles, 11 de marzo de 2009

Cagadas


Y con perdón. Pero es que me he encontrado esta noticia en un blog y no puedo dejar de compartirlo. Acoqui:

"En una iglesia perdida y vacía de Halberstadt (Alemania) tiene lugar, mientras lees estas líneas, un concierto eterno. O casi. Comenzó en 2001 y terminará en 2639. Lo tocan unas pesas sobre un órgano. La composición es de John Cage. Se trata de un concierto de tiempo.

Cage, el hombre que envasó el silencio, consigue ahora atrapar, metafóricamente y postmortem, el tiempo. El tipo compuso 'As slow as possible', que así se llama la pieza, en 1985. Se estrenó entonces, y duró 10 minutos. Un año después Cage la rehizo para órgano, y pasó a durar 20 minutos. ¿Cómo demonios acabó durando la cosa 639 años? Pues porque cuando murió Cage, en 1992, su 'secta' quiso homenajearle haciendo real la anotación que titula la pieza: 'Lo más lento posible'. En alocado delirio, los 'cagemanos' organizaron incluso congresos para decidir cuánto debía durar el tema. Y llegaron a una aún más loca conclusión: tanto como el órgano más longevo que encontraran (es evidente que esta gente se droga). Se hicieron con uno que data de 1361, y decidieron en un arrebato poético que al menos debía durar otros 639 años más (es decir, le ordenaron al órgano, que se cae a cachos, durar eso). Compraron una iglesia abandonada en Alemania oriental, metieron el chisme allí, calcularon cuántos años (o décadas) debía durar cada nota, y hala.


De 2001 a 2003 sólo hubo silencio, porque un pequeño silencio antecede a la pieza de Cage. Hasta julio de 2004 sonó un acorde de sol sostenido y si. La fundación que monta esta genial locura vende localidades especiales para cada cambio de acordes. El próximo es en 2013."


Pues eso. Que el rey va desnudo y esas cosas, madre mía.

lunes, 9 de marzo de 2009

Saioa


Lo primero que tiene Saioa es honestidad. Le bastan sus manos y su garganta para apoderarse del escenario, silenciar murmullos y someternos al metrónomo de sus latidos. No hay efectismo, no hay pose, sólo su música, directa, híbrida, jugosa de matices como el sedimento de un río viejo de aguas todavía cristalinas. Sus canciones son rotundas, definidas, se dibujan finas y delicadas como una inadvertida tela de araña a la que una luz cenital le sacara brillos de diamante. Y en parte son telas de araña hechas de hielo, frágiles al tacto, catedralicias a la distancia. Sus canciones son un lago congelado por el que Saioa se desliza patinando, hiriendo la superficie de espejo con la sutileza brutal de dos cuchillas de acero, sus palabras, nunca edulcoradas ni afectadas, trapecistas en el abismo del folk autocomplaciente. Hablan de instantes de congelación, de hendiduras de cuchillo que en algún momento detuvieron la sangre de Saioa y helaron sus pulmones dejándolos como árboles de navidad de una serena tuberculosis. Uno imagina a Saioa escribiendo sus letras a bocados, lenta, laboriosamente, como quien modela una selva de estalactitas, témpanos de verbo que estallan en un incendio interno y pintan de rojo las estancias. Porque su música, como el hielo, abrasa, quema. Su forma de jugar con las palabras, su búsqueda de una poética incisa, sus juegos melódicos, el intercambio de registros en su voz, todo en Saioa respira naturalidad, es amoroso y letal como una chimenea, tan sin trampa como el hilo que conecta la muela enferma con el pomo de la puerta. A tirones secos, tensando y destensando esa flor de arrugas que es el puño de un niño, su voz y sus manos flotan, calan, vertebran una historia, una mirada horizontal que tiene mucho de ella misma y casi más de todos, rozando esa melodía eterna que no cesa ni puede cesar. Uno escucha a Saioa y enciende el supercinexín que lleva dentro, las imágenes nacen y mueren al compás de ese tempo de baile, de ese ir y venir de las estrofas, esa seducción de las corcheas y los adjetivos. Allá va Saioa, con sus largas piernas y su cerviz humillada, como un majestuoso flamenco con jersey de lana, flotando sobre un lodazal que cruje y se resquebraja a su paso lento e imperceptible.


Trapezioan
(En el trapecio)

Ez esan, ez, maite zaitut
Ez jolastu hitzekin arren.
Ezpain hoietan hiltzen zaizkizu
Ez dira deus, ez dira deus.
Tren geltokian nahi zaitut
Nik eskatu gabe, tunelari so.
Desiraren beldur, bihotza eskuan,
Hiztegirik gabe, hiztegirik gabe.
Giltzapean duzu arima sutsua
Hitzen armaduratik askatu behar duzu.

(No me digas, no, “te quiero”
No juegues con las palabras, por favor
Se te mueren en esos labios
No son nada, no son nada.
Quiero que estés en la estación del tren,
Sin que yo te lo pida, frenando al túnel
Con miedo al deseo y el corazón en la mano,
Sin diccionarios, sin diccionarios.
Tu alma fogosa está encerrada bajo llave
Debes liberarla de la armadura de las palabras.)

Ahaztu azukredun hitzak
Nahiago dut begitan duzun gazigozoa
Misterioak zuganatzen nau
Eraman nazazu ezbaiko sokara
Trapezioaren beldur nahiz, beldur nahiz,
Baino igo nahi dut, igo nahi dut.
Badakit eror naitekela
Baina berdin dio, berdin dio.
Hegohaize lurrikarak,
Loreak eta arantzak
Egiatasun osoz erakutsi iezaizkidazu.

(Olvida las palabras azucaradas,
Prefiero el agridulce de tus ojos,
El misterio me lleva a ti,
Llévame a la cuerda de la duda.
Tengo miedo del trapecio, tengo miedo,
Pero quiero subir, quiero subir.
Sé que me puedo caer
Pero me da igual, me da igual.
Enséñame de verdad
Los terremotos de viento sur,
Las flores y las espinas.)


Saioa cantando "Trapezioan" en el concierto del Fotomatón (07/03/2009). Sentados en el suelo, my bruda and Peibol:


Saioa cantando su "Matrioska Heart":



http://es.myspace.com/saioasounds