sábado, 9 de enero de 2010

El hipo


Año de avatares. Nada más volver, Lara me informa de una inquietante novedad en la casa: de vez en cuando se oye un extraño silbido proveniente de algún lugar. ¿Un silbido, cómo un silbido? Lara intenta reproducirme el ruidito y muestra su congoja ante la posibilidad de que se nos haya colado un ente, una presencia, a saber si benigna o maligna, por el momento silbante a secas. Cuando se marcha de fin de semana me deja el encargo de fijarme por si lo oigo. Cabe la posibilidad de que ella, a 800 kilómetros de aquí, continúe oyéndolo; en ese caso estaríamos hablando de otro problema. Lo primero que hago, lógicamente, es interrogar al gato. No tiene noticia de nuevas incorporaciones a la población flotante de este piso (en realidad, una sala de pasajeros en tránsito, una extensión de la T4). Por cierto que el gato está muy raro. Comenté con Lara la pertinencia de hacer un pequeño documental sobre la vida íntima de este animal. Tiene horas de una abulia sin esperanza y definitiva, ovillado sobre las sábanas de mi cama todavía caliente, con medio cuerpo dentro de un rectángulo de sol feroz, los ojos convertidos en dos líquidas heridas. Después, reaccionando a algún imperceptible sonido, se levanta y trota con el culo en pompa hasta la cocina, observa la colocación de las sillas y se decide por masticar unas pocas de esas piedrecitas de colores con olor a cheetos. Como vigorizado automáticamente, realiza un corto paseo por las inmediaciones del salón, valorando las opciones de atravesar una puerta u otra, la del baño, la de mi cuarto o ninguna, y cuando nadie se lo espera, se lanza como un desesperado escaleras arriba, recoloca algunos de los muebles nuevos de Lara, se hace el interesante y desciende de nuevo como un sputnik directo hasta mi cama (a veces ha intentado saltar directamente al tejado atravesando la ventana que, para su desgracia, no estaba abierta), mata imaginarias lombrices rojas en el mismísimo edredón, se lame la asexuada entrepierna y, víctima de otro brote psicótico avanzado, gime y se retuerce electrizado antes de echar a correr en alguna dirección. Después de estos ejercicios físicos, generalmente opta por el esparcimiento exterior; es cuando socializa con sus amigos de tejado y viene a ser como su hora del vermú. Luego vuelve a entrarle la angustia existencial y acude al diván del salón a exorcizar sus demonios interiores, nuevamente ovillado, escéptico, con una apatía tan convincente que si lo miras en esa actitud justo antes de salir de casa es muy posible que acabes por no salir, contagiado de su nihilismo para con los afanes de la vida moderna. Tiene momentos en los que sólo se expresa mordiendo, otros en los que parece cantar letanías flamencas; por las noches se vuelve o bien violento o bien de una sedosidad reconfortante, y es entonces cuando agacha la cabeza buscándote la palma de la mano solicitándote una caricia, como si necesitara regresar a su condición de gato doméstico a base de cariños que rápidamente ignora, instalado en la primera fila de tu atención. Pero yo me pregunto, le pregunto, ¿cómo puedes pasarte el día aquí encerrado, Benjamino? ¿Cómo lo haces? A mí hay veces en que estas paredes me asfixian, necesito salir a la calle, aunque estén azotadas por el viento más gélido y cortante, llenar mi tiempo. Y sé que he de acostumbrarme a estar solo, a no necesitar de nadie, como haces tú, bonito mío, con esa soltura y sí, de acuerdo, algún que otro patinazo irracional, pero es que la soledad conlleva un puntito de locura. Tenemos que acostumbrarnos a vivir solos, Benjamino (déjame incluirte en esto), a estructurar nuestros días sin citas ni reuniones de una manera adulta, racional, beneficiosa. Es como aguantar la respiración cuando se tiene hipo. No se puede ir por la vida hipando. Hay que pararse, coger un vaso de agua y dar doce o viente pequeños sorbos mientras se aguanta la respiración, hacerlo lentamente, con sus intervalos, y al final, expulsar el aire muy despacio, como se va desinflando un globo. El gato me mira y sé que me comprende, está habituado a convivir con seres en transformación, como el perro de "Gremlins", que por cierto volví a ver ayer, de madrugada, en mi particular instalación de Home Cinema (el ordenador encima de una silla muy cerquita de mi cama). Y de repente, cuando menos lo esperaba, fluu, fluu, el silbido. Me incorporo como un busto mecánico, los ojos fijos en seis puntos consecutivos del espacio circundante. Salgo de la habitación, a oscuras (siempre he querido protagonizar una película de miedo), mientras el gato me observa desde la cama con una mirada a la que solo le falta el "cariño, ¿vas a tardar mucho?". Caminando con cautela, para no espantar al fantasma (tiene cojones la cosa) busco el centro físico del piso y espero a que vuelva a sonar. Cuando empiezo a notar cierto cansancio en las piernas, debido a la tensión de los músculos preparados para salir corriendo escaleras arriba (hacia la habitación de Lara) o abajo (hacia la calle, Avenida de América, San Sebastián), vuelvo a escucharlo, fiuu, fiuu (suena más cerca, suena en el baño, qué coño es esto). Entro en el cuarto de baño y me doy una hostia con el tenderete de la ropa húmeda, estrépito al que finalmente acude el gato, divertido con mi repentino ataque de intrepidez nocturna. Con el culo apoyado en el lavabo y decidiéndome entre el cepillo de dientes eléctrico y el bolígrafo de insulina como arma defensiva, espero a que reaparezca el silbido. A los pocos minutos el gato decide abandonarme a mi suerte y vuelve a la cama. Media hora más tarde hago lo mismo con perplejidad y cansancio. Cuando comento con Benjamino el suceso, éste me mira con expresión de no comprender nada en absoluto, como si me dijera "¿será posible tanta candidez?". ¿Acaso el gato conocía la existencia de esta presencia antes que nosotros? Duermo intranquilo y al despertarme siento un frío helador en la habitación. Inmediatamente recuerdo que el frío es el primer síntoma de una inminente presencia fantasmagórica, o al menos así se definía el protocolo en "El sexto sentido". Salgo de debajo de todas las capas con las que cubro mi pírrica desnudez y al incorporarme descubro que la ventana ha sido abierta en algún momento de la noche. Inmediatamente después capto con el rabillo del ojo un extraño movimiento en el suelo del salón. Girar la cabeza hacia ese punto y ver salir en estampida a un gato gris y gordo ha sido todo uno. El amigo de Benjamino. Éste me mira desde el salón con patética superioridad. ¿Qué está pasando en esta casa? ¿Por qué me siento como si fuera yo el animal de compañía en un mundo impenetrable de reuniones nocturnas, silbidos fantasmales y glaciaciones? Ya sólo me faltaba tener que aguantar a fantasmas. La soledad es un hipo extraño. Habrá que aguantar la respiración y contar hasta veinte. Uno, dos, tres, cuatro, mierda. Uno, dos, tres...

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