lunes, 18 de enero de 2010

Vencidos


La última película de los Coen termina con un amenazante tornado aproximándose a gran velocidad hacia un grupo de escolares. El viento arrastra hojas, ramas y plásticos hacia el furibundo cono, que suspende con su fragor todas las tensiones, todos los afanes del día a día adolescente y va engordando su negra turbiedad, extendiendo el perímetro de su arrebato. Como ante la interrupción súbita de una música inadvertida, los chavales, que hasta entonces tomaban casi a broma el suceso (al fin y al cabo el tornado supone suspender las clases, correr a cobijarse en el búnker subterráneo), pierden las ganas de sonreír y se enderezan oteando el horizonte que se aproxima, porque vislumbran un significado, una metáfora terrible centrifugando ira en la espesura de los cielos.

Con recalcitrante asiduidad solemos recurrir a los fenómenos atmosféricos y a las fuerzas de la Naturaleza para representar lo que de imponderable, arbitrario e injusto tiene a veces la vida. Triquiñuelas de dramaturgos que sólo aparentemente han superado la noción de un Dios vengativo y la travisten de borrascas impetuosas, ciegas tormentas, inmisericordes cataclismos que castigan nuestro egoísmo de especie, nuestra genética altivez, recordándonos cíclicamente la insignificancia de toda esa gran fábrica de cristales que es la civilización, siempre a un tris de explotar por el lado menos pensado. Y cuando ocurren estas desgracias, cuando nos desayunamos con miles de muertos sepultados bajo escombros, o con cientos de desconocidos acribillados de metralla en un mercado, es difícil resistir a la tentación de buscar un significado, un oscuro propósito a la loca irracionalidad de lo inútil, a la inservible falta de propósito de lo incontrolable. Porque hoy, un terremoto o un coche bomba, un huracán o un avión incrustado contra un rascacielos, son sólo ejemplos de lo mismo, fuerzas de la naturaleza de las cosas que nada ni nadie puede alterar.

El gobierno haitiano ha reclutado camiones para desescombrar Puerto Príncipe. Cargan sus espaciosas espaldas con toneladas de piedras y hierros que van volcando sobre fosas abiertas en descampados. Las imágenes recorren los telediarios. Las trampillas traseras de los contenedores ceden al peso de la amalgama de deshechos cuando un brazo hidráulico los eleva sobre el cuadriculado abismo practicado en la tierra. Es una imagen habitual en los vertederos de basura de todo el mundo. Pero aquí, entre los bloques de cemento, yeso y piedra, surgen de pronto otras formas de color ceniciento, el ojo se estremece al detectar entre dos parpadeos texturas blandas que nos cortan la respiración por su distinta forma de caer, semiocultas entre el polvo, abrazadas a los materiales de derribo, difícilmente recobrables a su previa condición humana. Y Nadal y Federer hacen el payaso divirtiendo a un público visiblemente entregado con la intención de recaudar un dinero que al parecer exige previamente de un espectáculo para poder ser contabilizado. Y las ayudas internacionales se pierden en aéreos triángulos de las Bermudas. Y las réplicas del seismo esparcen sus ondas en forma de epidemias, hambre, sed y rapiñas de hombres y mujeres convertidos en buitres por lo imponderable, los caprichos de esa columna vertebral que recorre los continentes y los océanos, y como un mal enfermo que no para quieto se sacude las capas de vida que lo cubren y lo embozan y asesina naciones con la facilidad con la que un estremecimiento recorre mi espalda en las frías mañanas de los helados días de enero, ya entibiado, ya olvidado.

Sean cien o doscientos mil, o seis millones de trillones, al desayuno siguiente los vivos olvidan a los muertos, los vencedores a los vencidos, el café con leche nos mancha los dedos al sumergir las galletas y masticamos y fumamos y cogemos autobuses y encontramos piso y empleamos mil disculpas y algún poema para cortar los lazos del pasado que creíamos tan triste, y ofuscados, confundidos, añoramos la primavera, las terrazas, los viajes y la carnosidad del melón de temporada y planeamos requiebros y admiramos la infinita sabiduría de las yemas de los dedos dibujando nuestra ausencia en nuevas almohadas y perdemos entradas y confundimos finales con principios y acallamos la conciencia con textos demagógicos y alentamos mundos mejores, incumplimos plazos, pagamos roscones, nos damos premios, compartimos sueños con virus, ilusiones gangrenadas, e intuimos, detrás de las zapatillas nuevas, de los discos viejos, cuando se abren los telones y se apagan las luces, que hay un mundo peor, porque lo dice Haneke o la CNN, que nos puede alcanzar como una caña de pescar puede invitarnos al anzuelo inadvertido, al mordisco fulminante, pero qué rápido se va, calla, qué bien se corre, sigue, qué rico que entra, dame, qué pronto se olvida, no pares, qué fácil se borra la sangre del vencido.

1 comentario:

  1. No se que ha hecho que se saltaran las lágrimas más. Si las imágenes de los informativos o esto que acaba de publicar en su blog. La verdad molesta, inquieta y duele.

    Saludos desde algún lugar de Latinoamérica.

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