martes, 31 de agosto de 2010

The Spirit of America (Diario de Boston. 12-15 de agosto)

Sobrevuelas el Atlántico y retrasas los relojes. Comes a las once y media de la mañana un menú plastificado y rico, a las cuatro te mueres de hambre pero ya estás en un autobús destartalado (hay un trozo de techo desprendido pegado con celo) rumbo a Boston, atravesando las calles y avenidas de Manhattan como los caballos sobre el tablero de ajedrez, atisbando trozos de Central Park, insinuaciones del Hudson, pálpitos que tendrán que esperar. Los rascacielos quedan a nuestras espaldas, nos rodean casas chatas con escaleras de incendios, una densidad baja y constante de personas que no respetan los semáforos, la lluvia que se evapora casi antes de llegar al suelo, y este frío abrumador del aire acondicionado saliendo a chorros homicidas por una rendija entre el cristal de la ventana y la butaca. (Hemos salido del metro en la 8ª avenida a la altura de Chelsea, caminamos varias manzanas antes de mirarnos a los ojos y sonreír, ya estamos aquí, esto es Nueva York, no hemos llegado en barco, no hemos agitado nuestros sombreros al avistar la estatua de la Libertad, ni hemos tenido que experimentar el purgatorio de Ellis Island, el agente de aduanas apenas me ha dedicado dos miradas antes de estampar su sello en la primera página de mi pasaporte que le ha venido en gana, después con mi hermano se ha hecho el duro, le ha preguntado si tenía algún familiar en los Estados Unidos y él, señalándome al otro lado, ha contestado con una media sonrisa “sí, mi hermano”, pero esta gente no tiene humor, no es momento para chistes, cojamos nuestras maletas y salgamos a fumarnos Manhattan). El Bronx y después la autopista que atraviesa estados y bordea la costa de Connecticut, una ciudad de centros comerciales y barrios residenciales llamada Springfield. Atascos monumentales. Un viaje interminable, agotador, de tres horas que se convierten en seis, con este frío himalayo, irracional, soñando con dormirte y despertarte en Boston, pero sólo acaba ocurriendo después de seis, ocho intentos frustrados en los que tus ojos se encuentran con la misma carretera de seis pistas, tres de ida y otras tantas de vuelta, separadas por una mediana de proporciones norteamericanas y esos bosques de árboles mesozoicos, desproporcionados, de un verdor lozano y ofuscado por el cielo nuboso, plomizo y tristón, pregón del countryside entre coqueto y desaforado de Massachussets. Finalmente, Boston, un cuenco de luces y moles de rascacielos formando península. Se vislumbran los edificios de ladrillo y confort, fachada ondulada y ventanas iluminadas de naranja, rojo pálido, dólares. Lo primero que hacemos en la habitación del hotel es apagar el aire acondicionado.

En la calle hace frío, sopla un viento húmedo, esto parece San Sebastián en agosto. Las calles son una amalgama de estilo victoriano y ultramoderno, plazas anchas, avenidas y callejuelas, palpable e invisible el trajín portuario, como un salitre histórico, las rutas para turistas recorriendo los hitos de la construcción nacional. Cenamos como náufragos sin horario en un restaurante italiano recomendado ya no recuerdo si por El País o por Jesús Encinar. Pruebo la Sam Adams. Damos un primer paseo por el downtown, la zona financiera, hasta Chinatown y la parte alta de Beacon Hill y sus farolillos encendidos, guardianes de sueños inalcanzables. La calle Charles y sus tiendas, aceras londinenses, una paz contagiosa que ni siquiera estorban los pocos bares que encontramos abiertos. Entramos en uno repleto de universitarios y fornidos camareros que no nos dan un vaso de leche de milagro. Torcemos hacia North Station y pasamos por delante de un puesto de bomberos en cuya puerta veo a uno que sobrepasa los cincuenta pero aparenta apagar fuegos con tan solo mirarlos.

La cama es de una esponjosidad vergonzante, responde al concepto más infantil de comodidad, doble colchón, seis almohadas con las que no sé muy bien qué hacer, la televisión, anuncios y debates, ni una mala película de Bob Hope. A las cuatro de la mañana nos despierta un estruendo de apocalipsis, un pitido enloquecedor. Veo a mi hermano levantado junto a la puerta, no entiendo nada, sólo acierto a taparme los oídos. Es la alarma de incendios. Mi hermano cree por un momento que el edificio se queja por haber apagado el aire acondicionado y su primera reacción es volver a encenderlo. Miro por el pasillo y hay familias dirigiéndose a paso lento hacia la escalera de incendios. ¿Está ocurriendo realmente? Me lo acabo de creer cuando me veo en pantalón corto y camiseta de tiras en plena calle, rodeado de un centenar de personas, mientras se escucha llegar a los bomberos con su alarma dilatada por el silencio y la cercanía del mar. Me da vergüenza la pésima selección de cosas imprescindibles que he hecho antes de salir corriendo. He dejado todos los dólares en el neceser, a merced de las llamas. La alarma sigue sonando, brutal, hiriente, sobre los grupos de personas somnolientas, divertidas, bostezando, con muy poca ropa. Llegan los bomberos. Ese mal guionista que parece esconderse detrás de la vida hace que uno de ellos sea el mismo que vimos antes apoyado en la puerta de su parque. A la media hora estamos todos de vuelta en nuestras camas, ha sido una falsa alarma, un cortocircuito caprichoso.

*

Mientras mi hermano se hace sus kilómetros de footing, me levanto para desayunar. Pregunto en recepción por el bar y las dos señoras que allí atienden me miran sorprendidas y visiblemente alarmadas. “A bar?”. Sí, coño, para el desayuno. “You mean the restaurant”. Bueno, pues, the restaurant. En mi país, les digo, lo primero que necesito por las mañanas es un café, no un diccionario. No les hace gracia el comentario. Esta gente es muy seria, pienso, pero una chica negra, trabajadora del hotel, se ofrece a indicarme el lugar y acaba acompañándome literalmente hasta la puerta del restaurant, situado en otro edificio, aduciendo que le apetece mucho caminar porque hace una mañana estupenda. Es cierto, la temperatura es tibia y agradable, el cielo de un azul inocente y pletórico. Mientras caminamos me explica la diferencia entre bar y restaurante y me hago cargo de que, al verme con este careto de quien ha dormido poco y en cama desconocida, han debido de pensar que era una especie de alcohólico en plena crisis. Me contesta con un escueto “sure”. Yo, por decir algo, le comento la aventura de la madrugada. Se ríe y me dice que no es la primera vez que ocurre. Sin duda, como actividad de ocio es original, mucho mejor que la conga. “Do you know the conga?”. Definitivamente no, no tienen sentido del humor. El tan cacareado restaurante resulta ser una tienda alojada en el patio interior de un edificio de oficinas donde escoges lo que quieres comer y lo pagas antes de salir. Desayuno poco y mal por tan sólo cinco dólares, pero esto no se volverá a repetir. En los EEUU a uno le da por comer y beber constantemente. Casi comprende los avisos que la administración despliega por las calles advirtiendo a los ciudadanos de las consecuencias de una dieta desequilibrada en grasas y azúcares. Las calles son una tentación constante y el paseante condenado a transitarlas durante todo el día acaba mordiendo el anzuelo por muchas promesas de comedimiento que se haya hecho previamente. La gente va de un sitio a otro con la rapidez y vehemencia que requiere la mínima exposición al poder fascinador del consumismo. Tomarte la tarde libre y con tranquilidad supone, sobre todo en Nueva York, amenazar muy seriamente tus ahorros. Estoy contento porque he vuelto siendo adicto sólo al “ice-coffee” de primera hora de la tarde, una bañera de, en ocasiones, excelente sabor que nos permitía seguir caminando.

Es viernes y tenemos un día entero para conocer Boston. Optamos por utilizar el Freedom Trail, uno de los recorridos turísticos preestablecidos que ofrece la ciudad, como columna vertebral de nuestro deambular, aunque sabiendo que lo acabaremos abandonando como y cuando nos venga en gana. El camino está marcado en el suelo por una franja de color rojo y de haberlo seguido religiosamente hubiéramos conocido todos los puntos de interés histórico relacionados con la gestación del independentismo norteamericano. Comenzamos en el Feneuil Market (también conocido como Quincy Market), tinglado bullicioso pero poco impresionante de tiendas y puestos de comida al que llegamos en ferry desde nuestro barrio al otro lado del río Charles, atravesando la bahía frente a la vista panorámica del skyline del North End y la zona oportunamente llamada Waterfront, espectaculares bloques de pisos con embarcaderos que suscitan nuestras primeras exclamaciones de asombro y envidia. La esbelta pequeñez de la Old State House, hoy una estación de metro, encajada entre fantásticas moles de cristal, da una impresión exacta del gusto acumulativo de los norteamericanos dedicados a repensar las ciudades: reconstruyen lo que haga falta, limpian y pulen el pasado, rodeándolo de los logros del progreso, y lo exponen con orgullo y soltura.

Me da la impresión de que para ellos la Historia es aquello que les explica, no tanto sólo lo que los precede; todo aquí está matizado por una mentalidad utilitarista, y el pasado, con sus datos, sus procesos, sus hitos y sus contradicciones, importa en tanto en cuanto explica el presente y así lo canalizan. En Europa uno ve y siente las grandes injusticias, los desequilibrios, las revoluciones y las involuciones en constante lucha, el desequilibrio de una diacronía dramática, errabunda, a veces incluso circular, un peso acumulativo del que uno está tentado de huir y por tanto de entenderse a sí mismo y a su mundo inmediato como una solución a esa trayectoria, una posibilidad de redención, menos que una inalterable consecuencia. En Boston respiré el aire de un pueblo orgulloso, lo cual no significa que ingenuo, que sabe lo que tiene y lo defiende. Por supuesto que, entre los ciudadanos sentados ahora mismo en los jardines del Boston Common, ante nosotros, deben ser muy pocos los que estén pensando con la irisación del orgullo impresa en sus rostros en que éste es el primer parque público de los Estados Unidos. Pero en esta ciudad se evidencia, de alguna manera, un equilibrio entre tradición y futuro, la noción de que las cosas positivas, reales, cuestan lo que valen, han supuesto un precio y exigen un cuidado. Quizá todo son suposiciones mías, pero me da la impresión de que en la soltura con que un bostoniano afloja la pasta cuando pide la cuenta, como en el exquisito equilibrio espiritual que inspira la horizontalidad de los listones de madera con los que están fabricadas las casas de los Berkshires, en el extremo oeste del estado de Massachussets, puede vislumbrarse su grado de consciencia de la enormidad del tinglado político, económico y moral que sustenta todo este esplendoroso edificio.

Junto al Boston Common está el más coqueto y ajardinado Boston Public Garden, una mezcla de parque con estanque y puentecitos y jardín botánico. Tardamos unos cuantos minutos en encontrar lo que me había empeñado en buscar: el joven metasequoia plantado por la Doctora Shiu-Ying Hu a mediados de los años 40 que inspirara a John Williams la pieza “TreeSong”. Sorteando ardillas y familias sentadas en la hierba o jugando a la pelota, fuimos leyendo los letreros con los nombres de las especies hasta que finalmente dimos con el ejemplar: robusto, firmemente sujeto a la tierra por raíces como venas gordas de picapedrero, chato e infantil en comparación con sus prehistóricos hermanos mayores, toqué su espeluznante corteza, tarareé mentalmente unas frases de violín y saqué fotos. Hay bellas mujeres dejándose tatuar por el follaje reticulado de los árboles, bebiendo a sorbos su café o comiendo de vez en cuando un bocado de su sándwich de media mañana, como si de pronto recordaran la incómoda necesidad de alimentarse, y atléticos oficinistas subiendo a saltos las escaleras hacia la calle Beacon, arranque de uno de los barrios residenciales más elegantes y envidiables de la ciudad, cerca de donde se encuentra el bar “Cheers” original, el que inspiró la serie y al que no quise entrar por la excesiva aglomeración de turistas que se concentraba ya sólo en su entrada. Beacon Hill y sus casas estrechas de tres pisos de ladrillo entre rojo y marrón, fachadas ondulantes, suntuosas entradas porticadas, interiores de aspecto deshabitado, de tan somnoliento, todo ello bañado en una calma umbría y sazonado del verdor de enredaderas y jardines, dan una impresión de calidad de vida estratosférica, una comunidad equilibrada de pijos y pijas de encantadora sencillez y espléndidos abogados. Recorriendo los alrededores de la calle Newbury, meollo de tiendas exclusivas y restaurantes del no menos distinguido barrio de Back Bay, llegamos hasta el Prudential Tower, un edificio monstruoso coronando un complejo de tiendas y oficinas que es lo más parecido en Boston al Rockefeller Center. Sin duda merece la pena pagar para subirse al enmoquetado y acristalado piso cincuenta y pico (con bufanda, a ser posible, se ve que hay un apartado de marisco congelado que deben custodiar por lo del anisaki), desde donde se contempla una imagen panorámica completa de la ciudad, muy útil para hacerse una idea cabal de su modelo de construcción, su estructura, una alfombra sin límites ganada al mar, y la impresionante distinción arquitectónica de sus diferentes barrios (más allá de Cambridge, el río Mystic, arteria que sin duda alimenta una ciudad muy distinta, menos centrada en los placeres de la vida y el abono anual para la temporada de la Boston Symphony Orchestra). Comemos en la barra de Joe’s (Newbury St.) un par de hamburguesas excelentes regadas por la mejor Diet Coke que he probado en mi vida (refilling a chorro), hablando un poco con el encantador camarero y hojeando el estrechito Boston Globe.

Quizá el barrio que más nos gustó, por su carácter cercano, o no sé muy bien por qué, fue el South End. El modelo de viviendas no se diferencia demasiado del de Beacon Hill, si bien se nota que son dos niveles de vida muy distintos. Aquí hay una mayor promiscuidad de edificios, organizados en torno a amplísimos patios interiores que sirven de backyard limitado por altas empalizadas para los pisos bajos y de aparcamiento para el vecindario. Decenas de cables de teléfono y electricidad surcan el espacio entre las casas, todas ellas con balcones bien pertrechados para los atardeceres de las estaciones cálidas, un poco como se ve al comienzo de “Mystic River”. Son viviendas sencillas, diríamos que humildes, pero que no por eso renuncian a los pórticos señoriales o a un cuidadísimo diseño de interiores. Pequeños bares y cafeterías, tiendas de libros e iglesias, enfiladas a lo largo de calles cuadriculadas con ocasionales triángulos ajardinados honrando escuetamente a padres de la patria.

Cambridge es en realidad una ciudad independiente, perfectamente separada de Boston por el río Charles, una aglomeración enorme que mezcla casitas de ensueño y bloques de pisos ordinarios con edificios industriales, oficinas y laboratorios relacionados con la Universidad de Harvard y el Massachussets Institute of Technology, fábrica de donde han salido productos como el radar, el PC (personal computer) o Noam Chomsky. En nuestro larguísimo paseo a través de su rosario de plazas (Porter, Harvard, Kendall, Charles y Central), la ciudad universitaria nos mostró un mundo lleno de bullicio y actividad nocturna, restaurantes y locales donde picar algo y beber, música en directo, tiendas y librerías, iglesias que daban especialmente la bienvenida a gays y lesbianas, croquetas de cangrejo y muchísimos asiáticos jóvenes con cara de estar libando las mieles de la ex-potencia mundial ante una inminente toma de testigo. No pude dejar de pensar, mientras caminábamos por los jardines que rodean las facultades y las residencias de estudiantes en la oscuridad del anochecer apenas paliada por las débiles fosforescencias de intermitentes farolas más decorativas que prácticas, en una mezcla de referencias cinematográficas que iban desde “El buen pastor” y los ritos de iniciación masónicos (aunque ocurriera en la Universidad de Yale) y escenas sueltas de “Porkys” o películas pornográficas que ramificaban en el informe Kinsey y sus importantes conclusiones acerca de la búsqueda de nuevas experiencias del universitario medio norteamericano.

De vuelta al hotel nos cruzamos con dos personas en media hora de caminata. Los dos iban completamente borrachos pero intentando aparentar normalidad y dominio. Dedujimos que cerca de nuestro barrio portuario debía existir un buen lugar donde experimentar la elegante y sugestiva noche bostoniana. Pero la visión de una fragata de la Marina colmó de alguna forma nuestra avidez y dimos la noche por terminada. A la una de la madrugada me despertaron unos picores como nunca los he sentido. Creía estar infestado de chinches. Corrí al lavabo y me vi convertido en el Hombre Elefante, todo el cuerpo salpicado de círculos blanquecinos como habones de Sanabria. Es la segunda vez que el marisco me produce una reacción alérgica. La única forma de aliviar el mal rato es ducharme con agua fría. Hora y media más tarde consigo dormirme. Nota sanitaria: no volver a comer cangrejo en los Estados Unidos.

*

Para aprovechar el tiempo hasta la hora de recogida del coche de alquiler nos vamos al Museo de Bellas Artes, uno de los más importantes de los Estados Unidos según todas las referencias. Un antiquísimo tren metropolitano (el primero en construirse en los Estados Unidos) nos lleva hasta la explanada de estilo berlinés donde cae el edificio, monumental y de regusto neoclásico, al que se le está terminando de construir una espléndida ampliación destinada exclusivamente a la colección de pintura norteamericana. Esta información no nos termina de prevenir lo suficiente sobre el primer episodio de lo que será uno de los más tristes leit-motivs del viaje. Escueta y selectiva colección de arte europeo del siglo XX con impecables ejemplos de Gauguin, Matisse, Monet, Cezanne, Pissarro, Sisley, Millet, Van Gogh, Max Bechman, Alberto Giacometti, Kirchner, Kokoschka. En mitad de un pasillo con cuadros de Constable, Degas e impersonales paisajes franceses, una sala a la derecha te retrotrae al medievo más estricto. Al fondo, escondido, se abre una pequeña estancia que nos deja con la boca abierta: ante nosotros, traído Dios sabe cómo, se halla el altar de la capilla de Santa María del Mur (Pirineos catalanes) con impresionantes frescos anónimos fechados entre 1150 y 1200. Sorprendidos, impresionados por la capacidad ejecutiva del dólar manejado por los grandes mecenas del arte y secretamente regocijados con tan sólo imaginar la cara que deben de poner aquí los retrasados mentales del Tripartito, sieguimos por los pasillos para encontrarnos con Van der Weyden, Cranach el Viejo, el Bosco, Rembrandt, Ruysdael, Luca Giordano, El Greco, Velazquez, Tintoretto y Zurbarán. Pero, ¿y la pintura norteamericana? ¿Y los Winslow Homer, John Singer Sargent, Childe Hassam, Frank Weston Benson, Thomas Eakins, Edward Hopper? Claro. En el ala de pintura norteamericana que se inaugurará en noviembre y que ahora está cerrada por reinstalación. Masticamos la derrota parcial y olvido con facilidad todo agravio con sólo pensar en lo que nos depara la jornada.

El viaje a bordo de nuestro flamante coche automático nos aleja de la ciudad siguiendo en línea recta la Massachussets Turnpike (o MassPike) que es un brazo de 200 kilómetros que conectaría en ángulo recto con otro idéntico que extendiéramos desde Nueva York en dirección norte. En ese punto equidistante de ambas metrópolis se encuentra aproximadamente el paraje conocido como Tanglewood, hogar de verano de la Boston Symphony Orchestra y lugar donde esta noche podremos ver y escuchar, seguramente por última vez, a John Williams. Las indicaciones recibidas para llegar hasta este punto del condado de los Berkshires no pueden ser más fáciles. Abandonamos la MassPike en la salida número 2 (Lenox) y una vez dentro de la red de carreteras secundarias hacemos un mini-tour por rincones cercanos como Stockbridge, hogar del célebre pintor Norman Rockwell (cuya casa-museo no conseguimos ubicar). Todo aquí rezuma lujo, paz y sabiduría. Las casas responden al tópico que fraguaron en mi cabeza los cuadros de Hopper ambientados en Nueva Inglaterra, algo intermedio entre la suntuosidad y la sencillez del sosiego campestre, con porches que te hacen salivar de envidia, pajares y granjas adyacentes, buzones de correos junto a las carreteras, como para evitar la molesta intromisión incluso del cartero en las proximidades más inmediatas a los hogares, mágicamente aislados detrás de muros de árboles y selváticas maraña de celosías, imposible de fotografiar desde el coche en marcha. La carretera se desliza subiendo y bajando gibosos montículos, atravesando ferrocarriles que parecen olvidados como surcos fosilizados de diligencias, campos de golf y praderas infinitas que palpitan de chicharras bajo un sol picante y esplendoroso. Aparcamos en mitad de una calle cualquiera de Lenox, el pueblo más cercano a Tanglewood, donde se provee de comida y bebida para sus picnics parte del público de los conciertos. Entramos en una tienda repleta de gente y compramos frutos secos, queso, que nos lo parten y empaquetan en cómodos recipientes de plástico, y vino: nada más y nada menos que un Francis Coppola del 2008 (Cabernet Sauvignon). La fila de coches que se dirigen ya hacia el lugar del concierto es inmensa, absolutamente desproporcionada con respecto al tamaño de las carreteras de esta comarca, incapaces de asimilar una densidad semejante. La policía e innumerables voluntarios van distribuyendo los coches en diferentes campas convertidas en aparcamientos. Aún faltan casi tres horas para el concierto y la excitación me chorrea por las orejas.

Dejamos el coche y le saco una foto a la matrícula por si luego no sabemos encontrarlo. No puedo evitar andar más rápido que mi hermano, tengo que adelantarme además para recoger las entradas. Me atiende Morgan Freeman o alguien que era más Morgan Freeman que Morgan Freeman. Me hace entrega de las entradas con el boato de un título nobiliario. Es entonces cuando miro a mi alrededor. Las colas son inmensas y diversas. En ellas la gente está agrupada en núcleos variopintos que van de familias de cinco miembros a verdaderas cofradías de veinte. Todos ellos pertrechados como para una semana de acampada: sillas desplegables, mesas, todo tipo de platos, vasos y cubiertos, comida y bebida para alimentar a un barco de emigrantes. Sobrellevan la espera brindando y probando pastas y tartas, queso y frutos secos, ensaladas, patatas, carnes. Es lo que me figuraba pero aún mucho más. Al saber que los conciertos en Tanglewood, al menos los de John Williams con la Boston Pops, sus célebres “Film Nights”, eran en el Koussevitzky Music Shed, un auditorio techado pero sin paredes que permite a la gente elegir entre dos tipos de entrada, los que dan derecho a un asiento bajo el techo y los que permiten ubicarse en los campos circundantes, imaginé con cierto espanto que lo que yo consideraba y deseaba que fuera un concierto sinfónico iba a estar indefectiblemente mezclado por un espíritu de super-bowl, irrespetuoso, chabacano, de gente comiendo y haciendo ruido, aplaudiendo y vitoreando las melodías más populares, tal y como había visto en muchos videos amateurs de youtube. Al ver a las miles de personas que esperaban a que dieran las 6 para entrar en el espacio acotado de Tanglewood me sentía por un lado aterrorizado pero por otro me sorprendía el respeto, la educación con la que se comportaban. Si hubiéramos puesto a otros tantos españoles haciendo cola, aparejados con los mismos elementos de atrezzo sólido y líquido, no sé muy bien qué es lo que hubiera pasado, sin duda no se celebrarían cosas como este concierto, desde luego no de la forma impecable, ordenada, casi sobrecogedoramente limpia en que transcurrió y transcurren siempre. Las colas, por otra parte, eran demoledoras para alguien que, como yo, tenía la imperiosa necesidad de entrar. Había algo más: sabíamos que por haber comprado entradas con asiento teníamos derecho a un pre-concierto en el auditorio Seiji Ozawa. Mi hermano, que hacía cola en una línea alternativa alejada de la entrada principal, dio con la clave al acercarse a una voluntaria y preguntarle si podíamos evitar las colas para poder entrar al pre-concierto. Nos dijo que efectivamente teníamos ese derecho y que nos bastaba con subirnos a un cochecito como los que suele haber en los campos de golf para que éste nos llevara gratuitamente hasta el auditorio Ozawa. Pensando entonces en las indicaciones que me había dado Morgan Freeman tuve que estar de acuerdo con mi hermano en la reflexión de que esta gente contesta sólo a lo que les preguntas: cuando inquirí si con nuestras entradas podíamos entrar por la puerta principal y evitar así las colas subalternas, el hombre me contestó que sí. No me dijo que podía saltarme cualquier cola, simplemente contestó afirmativamente a mi pregunta. No era incorrecta la respuesta sino inapropiada o insuficiente la pregunta.

Montamos pues en el cochecito antes de que lo hiciera un matrimonio de avanzada edad que nos dedicó un gesto muy elegante pero indudablemente irónico, completamos el aforo del vehículo (solo cuatro ocupantes además de la conductora) y allá que empezamos a atravesar los campos y las hileras interminables de personas. En este país tienes la empírica sensación de que nadie que no tenga derecho a montarse en este cacharro intentará jamás hacerlo. Tanglewood fue entonces mostrándose en toda su extensión: millas y millas de campos verdes, montañas de suave pendiente limitadas por sombras boscosas, casitas de madera de apabullante belleza coronando algunos de los claros, y diseminados por doquier los edificios dedicados a conciertos y ensayos de los músicos. El Seiji Ozawa Hall resultó ser una mole como un barco pirata situado en el extremo de un declive irreal de espléndida hierba fluorescente dorada por el sol declinante de la tarde. Nos sentamos en la fila de bancos de madera a la espera de que empezara el pre-concierto pero de pronto unos operarios fueron abriendo la pared trasera empujando las secciones abatibles que la formaban y dejando un hueco inmenso para que la música fuera también escuchada por quienes quisieran sentarse en la hierba. No nos hicimos de rogar. Desplegamos nuestros periódicos (la gente iba con mantas descomunales, con libros y mesitas donde colocar sus copas de vino), inventariamos nuestra frugal cena y abrimos la botella del Francis Coppola que nos supo a gloria divina. Progresivamente borracho y pletórico de felicidad, estiré las piernas e incluso llegué a tumbarme y a cerrar los ojos, escuchando dos aburridísimas sonatas de Schumann que sonaron a cantos celestiales por el simple hecho de estar allí. No dejaba de mirar a mi alrededor, a la gente allí congregada: familias nucleares de padre, madre y dos hijos, cuadrillas de matrimonios, mujeres solas, novios jóvenes, japoneses sacando fotos a la placa conmemorativa que atestiguaba el nombre del auditorio. Poco a poco me fue ganando una sensación como de caerme del guindo: todas las veces que había oído hablar de los norteamericanos en un sentido global, considerándolos poco menos que analfabetos embotados de glucosa y televisión, volvían a presentarse ahora como ignominiosos ejemplos de la típica suficiencia europea, caduca y obsoleta. Cierto, claro está, que los Estados Unidos no son esta pradera de Massachussets (a veinte millas Wilco estaba a punto de empezar un concierto). Pero tenía que reconocer que la imagen que me había hecho del público norteamericano se hizo añicos rápidamente: allí no había ni rastro del esnobismo de mis queridos donostiarras cuando asisten a un concierto de la Quincena Musical o del Jazzaldi (lo mismo que a una película subtitulada del Zinemaldi), esa manera de levantar la nariz y cruzar los brazos atisbando al vecino en la fila de butacas con más interés que al solista o al cantante, esa forma de declamar ante los conocidos, al día siguiente, que estuvieron en tal o cual concierto y que, bueno, estuvo muy bien, ese profundo desdén hacia las formas no elitistas de consumir arte o cultura; aquí no había ni rastro de esa presunción de inteligencia por el hecho de acudir a un concierto de música clásica; había gentes sencillas, familias, abuelos de edad cocoonica, que escogían llevar a los suyos a un concierto al aire libre y compartir una noche estrellada en buena compañía; nada más alejado a los tumultos de las playas de Benidorm, a la chabacanería de un Marina D’Or, al escándalo de los merenderos españoles, todo ese universo bullanguero, estrepitoso, del que no saben escapar a no ser a golpe de talonario y poniendo vallas de por medio. Por supuesto que aquí, la música adquiere una noción digamos que decorativa, preciosista, típicamente burguesa. ¿y qué? No hay nada, absolutamente nada de hipocresía. Es el simple y al mismo tiempo laborioso resultado del esfuerzo de una serie de personas que hicieron todo lo posible por acercar la música orquestal a las sensibilidades populares: gentes como Leonard Bernstein, Arthur Fiedler o el mismo John Williams, cuyo convencimiento les ha hecho venir aquí, cada verano, al frente de una orquesta y rodeados de 16.000 personas que sí, de acuerdo, vitorean la marcha de Indiana Jones como si se tratara del auténtico himno nacional, pero que bien mirado dan un ejemplo al que no creo que lleguemos nunca. Eso es Tanglewood: el éxito de una democratización del Arte, el golpe de estado que le arrebata temporalmente la mayúscula, sin el mal gusto y la chapuza (estética y organizativa) con la que viene aparejada en otras latitudes. Eso sí, para fumar tuve que salirme del recinto y apartarme de la puerta de entrada sus buenos cinco metros. Más tarde me di cuenta de que también dentro había lugares destinados a fumadores (apenas tres metros cuadrados, aunque perfectamente cubiertos por una lona), con lo cual volvía a repetirse lo de las preguntas y las respuestas: en la “calle” se podía fumar; pero “dentro” también.

*

En las matrículas del estado de Massachussets se lee la leyenda “The Spirit of America”. Lejos de ser un mensaje egocéntrico o una bilbainada, o además de eso, hay detrás una verdad que nos pareció entrever estos tres días que pasamos en Boston y sus lejanías. De alguna manera, en este Estado uno puede atisbar la actual musculatura de esa cosa tan ridiculizada por parte de la super-izquierda europea al rescate, eso que se llama el “american way of life” y que, por supuesto, sólo unos pocos alcanzan. El espíritu de América, en un sentido no ya actual sino histórico, es lo que desprenden las casas de campo, los barrios ordenados y pulcros de Boston, sus parques, sus estatuas, sus iglesias, sus heladerías, sus tiendas de pósters, sus camareros siempre en busca de una propina justificada. Por supuesto que en Boston hay desigualdades, hay injusticias, todo un universo, populoso, mayoritario, por debajo de esa línea de flotación. Pero salta a la vista que, de alguna manera, Boston y sus comarcas circundantes, así como representan retroactivamente el origen de una nación multicultural e inmensamente poderosa, hoy por hoy también representan algo, algo real, palpable, un destino, un objetivo deseado: alcanzar ese nivel de vida, de equilibrio, de civilización que destilan sus calles. Supondrá esconder la mierda, pasar página, tragar hiel, o lavarse las manos cada noche en la jofaina de Poncio Pilatos. Pero ya nunca veré a los norteamericanos (al menos a éstos) como un pueblo ingenuo que no sabe de qué va la vida, que ignora en qué mundo vive. Vaya si lo saben. Lo saben, apuestan por ello y pagan sus consecuencias. Aunque éstas no se vean a plena luz del día.

Mañana cogemos el autobús de vuelta a Nueva York. Otras tres (¿o más?) horas de aire acondicionado asesino y delirante.

martes, 3 de agosto de 2010

Animalismos



Lo confieso: soy un asesino. No he matado nunca a nadie, pero soy un asesino, un sanguinario aniquilador de vidas. Disfruto matando por persona interpuesta, porque además de asesino soy un cobarde. No merezco vivir en sociedad, al menos en una tan avanzada y progresista como la catalana y pronto la española, la de la cara lavada. Mis manos están manchadas de esa pestilente savia caliente, negruzca y mezclada con arena, la sangre de los toros bravos que han muerto torturados por esos ridículos representantes del macho latino y el gladiador de pandereta, analfabetos jaleados por los vítores y aplausos de millares de cómplices sedientos de muerte y de dolor, con la que nutren sus células tanto como sus votos en tiempos de elecciones. En realidad el bicho de mayor tamaño que he matado es, creo, una salamanquesa, y digo creo porque la tiré por la ventana antes de comprobar sus constantes vitales, pero no importa porque soy culpable de un genocidio de toros, soy un ser repugnante y retrógrado que disfruta con el sufrimiento ajeno, y como tal merezco la condena de los vigías de la moral y la corrección, quién sabe si el destierro oficial lejos del perímetro de la Modernidad o incluso la castración química. Se lo preguntaré al primer catalán antitaurino que me encuentre por las calles, todavía libres, de Madrid.


Vaya por delante que he estado en los toros a lo sumo cuatro veces en mi vida y que tengo para con la Fiesta una mezcla de pavor y respeto. Pavor porque, quiera o no, formo parte de una generación débil que ha crecido en el bienestar (lo suyo les costó a nuestros padres) y cuyo contacto con los hechos trascendentales de la vida, y en especial con la muerte, ha sido sistemáticamente minimizado por la sensibilidad adocenada de una sociedad hipócrita y disneyana. Pavor porque mis ojos no pueden evitar cerrarse ante las imágenes más cruentas que proporciona la tauromaquia. Me pasa lo mismo cuando veo, en una película o en la vida real, una jeringuilla hipodérmica penetrando en una vena. A nadie se le ocurriría prohibir las extracciones de sangre o siquiera criticarlas por desagradables, pues todo el mundo comprende que son base fundamental de la medicina. Esto no significa que mi razonamiento vaya a declarar los toros como fundamento de nada, sin embargo creo que en este ejemplo se concreta uno de los aspectos más importantes de todo este tremendo debate, como siempre mal encaminado y convenientemente trufado de idioteces por los mismos de siempre. Nuestra sensibilidad no acepta ver ciertas cosas y prohíbe las que puede prohibir o esconde las que son indispensables. Uno de nuestros mayores tabúes es la muerte, la destrucción: comprendemos que exista, sabemos de su inevitabilidad, pero su presencia cercana, su intromisión en nuestros asuntos, vuelve absurda esa necesaria ficción encadenada que llamamos vida, nos plantea preguntas, nos vuelve escépticos, o sea peligrosos desde un punto de vista mercadotécnico. Dios los quiere temerosos, nunca preguntones. 


Recuerdo nítidamente mis reflexiones infantiles acerca de la muerte, motivadas quizá por el fallecimiento de algún conocido de la familia o vecino. La muerte era difícil de entender porque, en primer lugar, era de una irreversibilidad única, sin parangón. Tu madre te decía que no ibas a volver a ver a tal señor y, coño, era verdad, no volvías a verlo nunca más. No se andaba con tonterías la muerte, no te preguntaba tu parecer, venía y punto. Esta idea me arrastraba a adivinar cómo sería la vida del muerto después de haber dejado de vivir: uno empezaba a imaginar oscuridades nunca lo suficientemente oscuras, espirales de vacío que permitían extrañas levitaciones (un cortocircuito mental entre los escasos conocimientos teológicos y las muchas películas vistas) y esa suspensión del tiempo, la eternidad, la nada, se cernía sobre mi cabeza como un garrote asfixiante por incomprensible, de la que generalmente trataba de escaparme a fuerza de piernas; era por eso, ama, que aparecía de repente en tu habitación con palpitaciones y llantos que nunca me atreví a explicar, era por eso que corría por el pasillo en busca de algo, luces en las ventanas de la calle dormida, libros, pósters de ET, el tacto de mis primeras bandas sonoras, objetos palpables, reales, ideas para mañana, proyectos de niño, lo que sea que fuera de aquí y de ahora, que me alejara de esas tinieblas dolorosas y atemorizantes. 


Me pregunto si los niños de ahora piensan en la muerte en estos términos o en otros. Sé que cuando mi padre era niño la muerte no le hacía correr por los pasillos (de haberlos tenido). La muerte se le presentó quizá por primera vez cuando murió su padre, él todavía era un niño. La muerte rondaba las casas de los vecinos, seleccionaba animales o se contaba en prosas brumosas con nombres y apellidos y estruendos de bombas. Y luego estaban los toros, a los que ningún niño dejaba de ir, como tampoco se perdían las sesiones dobles de los miércoles en el cine de la ciudad. No sé si mi padre vio alguna vez morir a algún torero (cuántas cosas no sé de ti), pero sí vio la sangre de muchos toros que, indefectiblemente, acabaron muriendo ante sus ojos. La lectura que hacía cualquier niño, hasta el más bobo, era que por ahí delante había pasado la muerte danzante y puñetera, acariciando las ingles del torero, haciéndole carantoñas de puta fina desde el burladero, posponiendo su cita amorosa, el momento en que ambos se fundirían en un orgasmo definitivo y sepulcral. Ante un niño se celebraba un espectáculo que trascendía ese nombre porque era real, pues lo que estaba en juego no era la malla del actor ni la garganta de la casta diva, el niño contemplaba alucinado una dramatización de la vida, ni más ni menos, ese minué absurdo, terrible, mitad luz, mitad sombra (la plaza más antigua de España, aita, la de vuestro Castañar), esa lucha entre la inteligencia y la irracionalidad, entre el Hombre y la Bestia, aquí un mero símbolo de la muerte, del dolor y los hachazos que nos van menguando la sonrisa pura y la horizontalidad del niño, el porque sí que te dejaba sin vecino, sin padre, sin compañero de pupitre, cuando la vida era algo más que cojines y no había necesidad de videojuegos que os la hicieran más excitante.

Los toros no son algo de nuestra época, en eso habrá que estar de acuerdo con los adalides de la modernidad en que se han convertido los catalanes. Son algo carpetovetónico, brutal, de una fisicidad impresionante y arcaica a la que no están acostumbrados los ojos que sí se han acostumbrado a las secuelas de “Saw”. Mientras sea dentro de la ficción, o de la representación, o al menos de la imagen, podemos merendar un bocata o dividir el último gramo frente a las más terribles atrocidades sin que nuestra sensibilidad se inmute apenas. El problema llega cuando es real, cuando entre la vida y nuestros ojos se interpone la sangre sin truco, la muerte de largo, como una rata en medio de un callejón. Rápidamente giramos la cabeza y rezamos al Dios del progreso para que se lleve a las brujas y al sacamantecas, para que barra de barro nuestras vidas y nuestras calles, para que se lleve lejos a la muerte, a las residencias o a los hospitales, a las fábricas de hamburguesas o a los telediarios vía satélite. La tauromaquia es, en el fondo, un recordatorio, un memento mori, y por tanto una celebración de la vida, del regocijo que produce la ilusión humana de dominar lo indómito, de sacar a las Parcas de paseo con sus collares y decir “aquí están, comiendo de mi mano”. Por supuesto es un acto de engreimiento, de orgullo, falso porque aspira a una generalización imposible, teatral, nos lo recuerdan los huracanes y los terremotos (¿cuándo te olvidarás de Haití, Forges?), pero como acto humano de exorcismo de los terrores más básicos y profundos no deja de ser de una rotundidad y por tanto de una belleza imponente.

La Cataluña que se suicida, como la España que se muere de envidia por un lifting de leyendas negras, no puede permitir, entre otras cosas, que su mundo de fantasía sea violado por actos reales tan contundentes. Arguyen que somos la vergüenza de Europa, más aún, que medio mundo se lleva las manos a la cabeza ante nuestro salvajismo recalcitrante. Ser considerados unos bestias por quienes inspiraron las nuevas pedagogías escolares, por poner un ejemplo, no es precisamente un insulto que nos deba quitar el sueño. Siempre será preferible vivir en el mundo de Bambi antes que en el de Bin-Laden, yo también sueño con entender los maullidos de Nicanor y he probado a que dos perros de razas diferentes compartan un espagueti, pero hasta la fecha sólo me he encontrado con arañazos, peces grandes que se comen a peces chicos y cometas de trayectorias con mala intención. Detrás de toda la hojarasca nazionanista, aplaudida por gentes que aman a sus perros y se convierten al veganismo para superar crisis sentimentales o contracturas crónicas de trapecio, lo que se esconde no es más que un prurito de querer ser mejores, más humanos, más pacíficos, más cultos, más civilizados, sin comprender que están prohibiendo un culto a la civilización, tan agresivo como el rito de cualquier curandero de esas tribus ignotas que tanto dicen respetar, tan brutal como las cornadas del hambre o los rayos homicidas que abren fosas y tiran allí a tus muertos, hasta hace segundos vivos, sin explicaciones, sin tapujos, tan real que ya no tiene cabida en este mundo irreal gobernado por mentes colmena que son capaces de pedir respeto a culturas que denigran a la mujer, que extirpan sus clítoris incapacitando a las niñas para el placer y que cuando es cuestión de imponer unos ideales, unos principios, apuestan por el relativismo cultural, el respeto mutuo y todas esas masturbaciones con calcetín a cuyo ritmo tronante y funesto ya no hay quien se sustraiga.

Llamadme antiguo, imperdonablemente antiguo. Asesino, bestia o salvaje. Pero a los antitaurinos los toros les importan un pito. Sólo les importa su propia imagen, el sueño dócil de cada noche, la conciencia tranquila y el rumor del mundo apaciguado, por debajo de los niveles del mantra que ejecutan los profetas de la coyonada. Un catalán célebre, además de espléndido artista, Santiago Rusiñol, dijo una vez exponiendo, quizá sin saberlo, algo más que la esencia del futil modernismo: "Los que buscan la verdad merecerían el castigo de encontrarla". Shhhh. Silencio. No despertemos a los grandes hombres y mujeres que velan por nuestro destino. Que sigan durmiendo el sueño multicolor de los paraísos cultos y civilizados.