martes, 25 de mayo de 2010

Reflex

La felicidad. Por si fuera poco, la abuela de contracciones. Como si faltaran cadenas, la felicidad. Bien observadas, las personas que aparentan disfrutarla tampoco es que parezcan merecerla. Qué cosa más simple, en realidad, para el que no la tiene. Nunca fortaleza alguna mereció tantos y tan esforzados asaltos. Cuántas voluntades han desfallecido en su enceguecida consecución. Creo que tan noblota señorona debe la fama a su naturaleza ambigua y quisquillosa. Si la felicidad fuera un funcionariado, un modelo 037 o una anémona mensual (¿dije nómina?) no existiría la literatura de desdicha. Todo ser humano se limitaría a las oposiciones, un mero trámite nítido y pautado, al final de cuya ordalía ingresaría en ese paraíso terrenal donde descansan las ranas cloroformizadas. El paraíso no es un puesto fijo, un continente clavado, es una morrena que se desliza. Y así, el opositado, con puntos y toda la pesca, se dejaría arrastrar felizmente hasta la muerte y la disección, como se escurren los jesuitas crucificados hasta la pletórica cascada. Al cruzarme ante el espejo de la entrada se me ha ocurrido esta reflexión, después o quizá medio segundo antes de mirarme. No sé muy bien a santo de qué, a lo peor sólo responde al deseo de rellenar estas páginas resbaladizas y planas. He imaginado que el amor es sólo una chaqueta que sienta muy bien. La felicidad no puede reducirse a una cuestión de indumentaria. Y sin embargo es algo tan simple como una capita de barniz que potencia o enaltece la calidad de la madera, le da su pincelada de brillo, una apariencia bruñida, lustrosilla, pero no altera la esencia, ni puede metabolizarse con sus encimas, pasar a la corriente sanguínea de la savia. Alimenta, sí, pero porque tendemos a comer con los ojos. Yo pierdo la felicidad como los i-pods, en cuanto me descuido y me voy al baño del Badulake, alivio el cojinete y ¡zas! La felicidad. Un rectángulo de luz que no se puede eternizar, que obliga a ir desplazándose por la plaza, a arrastrar las sillas y las mesas de la terraza a conveniencia, siguiendo su declive, inexorable, hasta el alba, y pásame la chaqueta que cuando se va Lorenzo, por favor la cuenta y tú, que me pases la chaqueta. ¿Por qué este empeño en conservarla? Se irá pero ahora la tengo, o ya volverá y arreando que es gerundio. La felicidad, bah, lo difícil es la constancia. Además, que yo sepa, en la Trinity Church (episcopal y espiritualizada de afiladas crestas) de Broadway con Wall Street, se lee una leyenda que dice “bienvenidos los errantes y los desertores”. Llegar allí feliz y contento sería como entrar con pantalones cortos. Además, lo contrario de la felicidad no es la tristeza sino la expectación. La felicidad es el amodorramiento después de la comida, el coñac y su puro, por resumirlo. La felicidad (esa felicidad) equivale a salirse del juego, a ingresar en una embajada, la de los seres fluorescentes, ígneos, irradiantes, lorenzanos, aparrillados como el Santo, orondos de budismo segregante, condenados a la sobredosis de Almax®. La constancia de llegar a tu casa y pautar el hueco que te separa de la cama, almidonar las camisas, ensiliconar las grietas de la pared, lorenizar las agendas (un guiño, bella), ver la tele (en Intereconomía TV hay un programa patrocinado por Revidox J, producto que aseguran elimina el 50% de los radicales libres: hay cosas que dan miedo), catalogar las palabras que no entiendo de las novelas de Aub, ahuyentar moscones adelantados a la torridez del verano (hoy en día vuela cualquiera), profundizar en la alianza de las civilizaciones con Samu, el camarero chino de la esquina, pegarse el hostión PADRE contra el programa ídem (todos somos Paciencia), no sé, mil cosas que van hilando las costuras de la constancia. La felicidad (ésa, porque hay otras): qué ordinariez dominguera, de centro comercial, de paja (docu)mental. Las chaquetas me quedan grandes o cortas, las camisas me timan, soy, además de indiferente, no sé si transparente o reflectante como una capa de ozono, por qué empeñarse, para qué rociarse de laca en busca del agujero, el butrón por el que dejarse robar, oh, alevosa nocturnidad, mejor colgar el cartel de completo que dejarse olvidado el cartel sin encender a la espera de Janet Leigh y su cargamento herrmanniano. ¡Qué críptica, qué pesada me está saliendo esta sopa de letras! Termino. La felicidad es un zarpazo, al principio la sientes, luego te deja una raya roja en la mano. Hay rayas que se infectan. Hay salteadores de caminos. Hay barcos que se enmarzan sin avisar. Hay desilusiones, como fotos mal enfocadas, y hay sorpresas. Dicen que hay crisis. Ya no hay más LOST, a dios gracias y hasta la vista.

P.D.: Yo también vi y recordé cosas, flashbacks de muchas temporadas, allí quedaron, como el pie de la estatua, cuatro dedos al viento y un humo negro que tampoco era para tanto.

viernes, 14 de mayo de 2010

Un segundo


Duraste un segundo y en seguida empecé a olvidarte, fuiste breve, una imagen tan elocuente, tan palpable, como si mi mano te hubiera recuperado de una ciénaga ciega, enteramente, con tu peso y tu esfera, un recuerdo completo, pentasensual, refulgiste con la intensidad de los relámpagos y en el rayo me vi tal cual era, en un entonces inubicable con exactitud, como una foto extraviada, condenada a la eternidad sin contexto de los cajones, al compás del trueno iniciaste el rito de tu apagado, como si el sol que te prestaba luz accionara al caer el izado del más pulcro de los puñales, o tal vez fue el corazón el que hipó una burbuja que subió y subió hasta colapsar las neuronas del recuerdo, ese órgano de iglesia desvencijado que toco a veces, cuando hay niebla (por los barcos), y surgiste de un cortocircuito como surgen las más bellas palabras, sin sentido, cuando unos dedos torpes mecanopercuten varias teclas al mismo tiempo y el folio se ve de pronto sitiado por un furibundo ejército radial de lanzas negras. Un segundo duró el recuerdo, la imagen, pero una imagen con estratos, densa y opaca de dimensiones, mi lengua supo a entonces durante un segundo, sin magdalena previa ni alucinógenos proyectiles, llegaste rauda, sorpresiva, con pies de felpa, como los gatos, te posaste en algún punto entre el televisor y yo, tan etérea como una sombra pero más negra, negra y sin embargo brillante como los charcos o las heridas, ese segundo, cuando fuiste la transcripción fiel de un yo sin fotografías, el yo de un tiempo que no ha dejado fósiles, por desidia o simple indiferencia, o por no tener una cámara a mano, un tiempo delgado y escurridizo como un pez pequeño, repentinamente recordado por una imagen, una simple imagen que duró un segundo, o quizá dos, durante los cuales respiré con otros pulmones, me manejaba con otras manos, mi sangre era amarga todavía, como rubio era el pelo, las pestañas y la mirada que de ellas trampolineaba, rubia indiferencia de niño de seis años con katiuskas de plástico azul marino, demasiado anchas por los lados (siempre he sido de tobillos finos), pantaloncitos de pana, las manos sobre las rodillas, uñas mordidas, jersey pasado de moda (herencias que ayudaban a mi hermano a hacerse mayor), la camisa de botones cerrada hasta la garganta, el flequillo circular ahumando el techo de mis visiones, un diente partido o sin nacer dibujando un punto negro en el friso dentífrico, enmarcado por la consabida desproporción labial y un tic nervioso que me hacía parpadear exageradamente. Me vi así, mirando al frente, me vi mirando y vi lo que miraba, al mismo tiempo, como un cuadro cubista que se salta los ejes, una alucinación umbilical que me unía a esas paredes enmoquetadas, una salita de espera, la lámpara de grandes cornamentas titilante y apagada, la alfombra, demasiado grande, que se elevaba como una ola rompiente ante las patas del sofá, balanceando los pies, enfadado o triste o aterrorizado, un dentista, quizá un pediatra de gafas de montura gruesa y bata y máquina de rayos equis, donde nos miraba el aliento y nos sentíamos criaturas extrañas, conscientes de una maquinaria interior, un laboratorio de película, con tubos de cristal interminablemente retorcidos en tirabuzones científicos, líquidos efervescentes y probetas multicolores, y nos oíamos el respirar, crepitante como la rueda de un inmenso molino encerrado en el cuerpo de un niño, de los que balancean los pies porque no llegan al suelo sentado como estaba en la butaca de cuero, avergonzado de los más ligeros movimientos, escandalosamente magnificados por sonidos de confusa naturaleza, en ese estadio del aburrimiento en el que ya no valen los tebeos o las palabras dichas al oído de la madre, comentarios insultantes quizá sobre alguno de los pacientes que esperan, como nosotros, un tiempo sordo y alfombrado, una tarde oscura y húmeda, en el quinto o sexto piso de una casa tan céntrica como antigua. Miraba a la señora que ojeaba una revista y a la niña que jugaba con una pinza de pelo y pensaba en la merienda prometida después del médico. Lo que me lleva a la penumbra, al deseo, al libro, al teclado, a la mirilla y a las lianas de los sueños, se fraguaba entonces, a cocción lenta y amorosa, entre aquellas sienes que palpitaban bajo el cabello, suaves promontorios defensivos de una tierra supurante, cálida, nutricia, que ya cultivaba zarzales, rododendros y albahacas, vegetaciones de jardín de infante, selvas de egebé. Lo que me llaman mis pecados, lo que me dicta la conciencia, lo que medito, lo que escarbo, lo que me evita y lo que evito, lo que desplazo para siempre cuando nado, se iba mezclando íntima, promiscua, calladamente, cuando preguntaba a mi madre cuánto tardarían en llamarnos o si la poca iluminación de la casa se debía a que el médico no pagaba las facturas. Entre ese niño y yo sólo hay facturas y un mundo cada vez más menguante, un mundo que empequeñece inmensamente, colchones de tiempo entre los que se había perdido este segundo, esta imagen, esta huella de dinosaurio que sólo a mí me dice algo, que sólo yo sé lo que contiene, la magnitud del calambrazo cuando mi pie de ahora encajó en el hueco del de entonces y atravesé el espejo y fui Alicia, sólo un segundo. Corro a escribir lo que he visto, lo que he recordado, pero es una escritura inútil, a contrarreloj de una muerte, la de la imagen que se apaga, se pierde, se confunde con versiones apócrifas de mi deseo consciente, parodias del original huidizo, sobremaquilladas de aderezos y frivolidades (porque la consciencia cree que la riqueza de detalles es síntoma de verosimilitud) y las páginas se van manchando de palabras en dolorosa carrera contra la oscuridad que va ahogando aquél pálpito, aquel segundo, cada vez más y más mudo en el vacío. Me has dejado una inercia en los dedos y un sabor de boca, y el fantasma de tus contornos volando en mi cabeza, como las luciérnagas de después del flash. Se pueden ver las ideas, pensaba yo en algún entonces parecido. Si se deja la mirada quieta sobre un fondo luminoso o totalmente oscuro, se ven pasar por la capa líquida de los ojos batallones de renacuajos enloquecidos girando sobre sí mismos y desplazándose en desquiciadas trayectorias. Son las ideas, las buenas y las malas, indiferenciables. Y como tú, niño de seis o siete años que frotas tus nudillos contra la pana un poco raída de las rodillas, tantos otros que fueron y han sido hasta hoy, tantas otras fotografías sin álbum, retratos con relieve, humedad y prisa, que vagáis juntas y confundidas a la espera del momento para saltar como salmones contra la corriente del tiempo y llegar hasta mí y sorprenderme con lo lejanas que os habéis vuelto, la de tiempos estancados en los que me he ido vertiendo, formando mi propio molde, que reiterado y modificado, se multiplican pegados a mi espalda, como un ramillete de siluetas o la cola de cometa que se forma con el juego de dos espejos. No son los recuerdos escaneables, compartidos, documentados, son los episodios olvidados, los intermedios en los que no ocurría nada, nada salvo el crujir lánguido, profundo, geológico, del crecer de los cardos y las flores y los palos de ese bosque abrumado entre dos sienes, de ese pensar en cinemascope, de ese ir gestando una a una las líneas rectas y las dobleces de lo que queda ahí, vivo, incluso cuando hace tiempo que he cerrado los ojos.

jueves, 13 de mayo de 2010

Pla


Madrid, 1921. Un dietario.

"He salido de casa dispuesto a contemplar el espectáculo más enardecedor que le es dado presenciar al ciudadano de este país que paga impuestos: el espectáculo de la entrada de los burócratas y funcionarios en las oficinas de la Administración central. (...) En cierta manera, este espectáculo entristece considerablemente el frescor matutino de Madrid. De diez a doce, en efecto, hora de ir a la oficina, Madrid es un funeral. ¡Qué caras más largas y terribles! ¡Qué pupilas más lívidas y cloradas! ¡Qué mandíbulas más apretadas se ven pasar! (...) Se levantan echando chispas. Es entonces cuando se ve el servicio que presta en los usos nacionales la existencia de un profuso santoral pasivo y resignado del que se puede no dejar títere con cabeza. A punto está el chocolate desleído que purga, o el café con leche que sabe mal. Una ojeada al periódico con una cara tan atravesada que más vale no decir palabra. El primer cigarrillo: el único oasis en este desierto circuido por una perspectiva de papel sellado. Salen presurosos a la calle porque casi siempre se les hace tarde. Ya pueden cantar los pájaros; ya puede ser azul el cielo; ya pueden manar las fuentes municipales. La oficina es una obsesión, el olor de papel de barba les retuerce el estómago como quien hace girar una llave. Caminan enervados, ausentes, desesperados. Poco servimos, francamente, para trabajar para los demás -ni, naturalmente, cobrando. (...) El despertar de un comerciante, de un banquero, de un industrial, es joven y animado, y, por lo tanto, el despertar de una ciudad en la que tengan preponderancia estos estamentos tiene que ser por fuerza optimista y brillante. El despertar de un burócrata malhumorado es, en cambio, un espectáculo subversivo (...). Una solución sería obligar a los burócratas a pasar por calles poco céntricas y colocar, de trecho en trecho, unas mesas bien dispuestas y, sobre ellas, unos revólveres cargados por si algún burócrata o empleado quisiera, antes de llegar a la oficina, suicidarse".

"Hoy, en la calle de Alcalá, me han presentado al señor A. C., un caballero todo movimiento, con una capa. Después, pregunto:
- ¿Quién es este señor?
- Este señor es una importante celebridad. Es aquel empleado del Estado que un día puso en la puerta de su despacho oficial: Horas de oficina: de una a una y media".

"La policía se mueve mucho, a causa del asesinato [de Eduardo Dato, presidente del Gobierno, 8 de marzo de 1921], naturalmente. Se dice que los asesinos son catalanes y que detienen a todo el que habla con acento catalán. En la tertulia del Regina cuentan que un señor fue a la estación de Barcelona a despedir a una persona de su familia.
- ¿A dónde va? - preguntó la policía.
- A despedir a un pariente.
- Pase. Su acento es satisfactorio.
Camba me dice, a modo de conclusión:
- Amigo Pla, no conseguirá usted escapar...
Es notorio que tengo un acento terrible, escandaloso.
- Lo único que me salvará, amigo Camba, es que, si bien tengo un acento verdaderamente raspado, en cambio construyo discretamente. La fonética me perderá, pero me salvará la sintaxis.
(...) ¿Qué hacer? Decido hablar lo menos posible. No queda más remedio. En el quiosco de periódicos, cuando quiero "El Sol" apunto al astro del día; cuando quiero "La Voz" me pongo el dedo en la boca; "El Imparcial" me lo procuro haciendo el gesto de lavarme las manos. La vendedora me comprende y me facilita las transacciones. La gente se cree que soy mudo, y a los mudos no se les dice nada, aunque sean catalanes".

"En estos países tostados y blancos es mucho más interesante ver los ojos que pone la gente al comprar y vender colchones usados que leer los libros de filosofía trascendental".

"Los habitantes del País Vasco tienen en Madrid dos monopolios: la banca y los restaurantes. (...) Un castellano eminente, acendrado representante de las grandes virtudes castellanas, Francisco de Cossío, me ha explicado muchas veces, con cierta melancolía, que en Castilla la cocina ciertamente existe, pero que es algo difícil de encontrar. Según los historiadores, parece que esto tiene su origen en la Reconquista, que aquí fue muy larga. La vida puramente militar que llevó este pueblo durante tantos siglos impuso forzosamente una cocina sumaria. La cocina castellana es a base de asados, de paso rápido por el fuego, una cocina para darse prisa y dejarse de historias. (...) Este asado tiene que ser sumario: tiene que hacerse de modo que se advierta en la carne la preocupación de que surjan, detrás de unas encinas, unas lanzas y armaduras, a ser posible almorávides. El castellano no guisa ni se entretiene cocinando. Todas esas diversas combinaciones empíricas de la salsa bien ligada son casi desconocidas aquí.

(...) ¿Por qué hay en Madrid tanta cocina vasca? A mi entender, porque el vasco, que tiene una cocina basada en los pescados y pescaditos de las aguas, prepara precisamente los platos en que el castellano, hombre de interior, sueña, por contraste, con más afán. (...) La cosa más curiosa de la cocina vasca son las angulas, que se sirven en una cazuelita de barro, nadando en un baño de aceite hirviendo, una guindilla y un diente de ajo. La angula es la anguila minúscula que sale del golfo de México, cruza todo el Atlántico, a remolque de la corriente del golfo, y va a criar en las rías del golfo de Vizcaya, tomando este golfo en su acepción más vasta. Pese a sus dimensiones insignificantes, la angula, pues, surca todo el océano para terminar recreando el paladar de la gente vasca. De la larga navegación guarda el pescadito un sabor cósmico, de una calidad blanda y monstruosa, que enlaza admirablemente con la tendencia a la glotonería - contrapeso de la castidad -, que parece ser el pecado capital más notorio de la raza vasca.

No se puede negar que en el terreno culinario, como en el terreno bancario, los vascos ejercen una verdadera hegemonía sobre Madrid. En cambio, la hegemonía de las ideas políticas catalanas - en este momento - es un hecho igualmente indudable. A través de las formas de su hegemonía - estómago y bolsillo - los vascos representan en España un elemento indudable de consolidación. En cambio, las formas de la hegemonía catalana mantienen al país en un estado de agitación constante, y a menudo de un energumenismo insoportable. El castellano, pobrecito, sufre por todos lados. De un lado, Cataluña le pone la cabeza como un bombo, y no le deja respirar de inquietud y de tósigo problemático. El vasco, en cambio, tira por otro lado, prometiendo un nirvana bancario y culinario. Puesto en esa disyuntiva, el castellano sale con las manos en la cabeza y casi nunca sabe por dónde anda".

"Quería ir al Ateneo (...) No he ido. A los veinte años la primavera desbarata todos los planes. Uno se siente como una larva trémula y desorientada. ¡Qué cosa más seca, más ingenua, más triste, más insatisfactoria resultan la cultura y todos los libros del mundo y el arte y tantas otras cosas ante un hecho de vida elemental! (...) En este tiempo es cuando se ve con más claridad que hay que escoger: o vivir fuera de uno mismo, dejarse arrastrar por el torbellino de este mundo y ser feliz, o meterse en sí mismo, a medias naufragado en el secreto lago de la melancolía personal".

domingo, 9 de mayo de 2010

Gusto

Me gustan muchas cosas. Anoche apenas dormí pensando en que la imagen que ofrezco de mí en este foro puede llevar a pensar que soy un amargado que sólo sabe despotricar. Y no. Aunque creo que cuando uno es más feliz es cuando lleva la contraria o censura a alguien, transijo en parte con el lugar común según el cual uno es más guay cuantas más cosas le gusten. Y, coño, gustar, como acto, es más positivo, añade, suma, no sé, odiar o no tolerar no es más que restar o parar el contador. Además, gustar es la forma más barata de poseer y todos necesitamos poseer cosas; y también ser poseídos, dicho sea de paso, pero sobre todo poseer, tener, tocar, estrenar, desembalar, hacer que nuevas cosas comiencen, darle un poco de sorpresa a la vida. Si te gusta algo te vas ensanchando, se te mete dentro y ya forma parte de ti, hasta que te guste otra cosa, o quizá la conserves, como Wall-E, y vas haciendo el museo de las banalidades, cuyo tesauro te define irremediablemente. Cuanto más banal es el detalle más profundo es el relieve.

Me gusta mi habitación, verla desde la cama, cómo es posible que el crudo, el negro y el marrón no quiten sino añadan luminosidad al conjunto. Me gusta llegar un poco tarde (llevo muchos años llegando pronto a los sitios -pero odio cuando estás haciendo tiempo para entrar al cine y al final se te pasa la hora, o cuando, haciendo tiempo también, enrollas la entrada como un tubito y te la vas pasando distraídamente por la boca hasta desmigarla y tirarla al suelo-). Me gusta cuando de repente te das cuenta de que ha pasado un tiempo que crees largo, miras el reloj y sólo han sido quince minutos. No me gusta llevar reloj. Me gusta el momento entre 2:54 y 3:22 de “Beauty” de Linda Thompson (vía Rufus), cuando las cuerdas se vuelven tan honda, insoportablemente tristes, primero un poco (entre 3:01 y 3:02), luego todo lo demás (más en 3:15 que en 3:16). Me gusta Nicanor cuando desentona con los colores de los sitios por donde camina y me gusta, por encima de todo, la forma en que camina Nicanor por los sitios donde desentona. Y cuando lo pierdes un poco de vista, lo buscas y lo encuentras absolutamente quieto, dócil, como una porcelana expectante. Me gusta también cuando duerme parcialmente soleado, cuando ha desistido de ser gato y se desmadeja en posturas inimitables. Ojalá supiera pintar. Pintaría bocetos de Nicanor echado, cientos, como esas pruebas de manos con que acompañan las exposiciones importantes, como los bocetos de Hopper practicando posibilidades en el espacio que luego acaban magnificados, perpetuados en el óleo. Me gusta Hopper. Me gusta saber qué libro voy a leer después del que me estoy terminando. Me gustan las ensaladas bien aceitadas. Me gustan las miradas de complicidad con un desconocido cuando vas en el metro y hay un borracho haciendo una escenita o una mujer desquiciada criticando al gobierno usando madrileñismos que ya casi han desaparecido. Me gusta pensar en estar tumbado en la playa pero luego cuando voy recuerdo que no me gusta la playa, que es incómoda, aburrida, sucia (llevamos doscientos años intentando adaptarnos al terreno y está comprobado que no lo conseguimos, pero seguimos empeñados, y es porque nos gusta pensar en estar tumbados en la playa). Me gusta madrugar los domingos, robarle horas a una ciudad de millones de habitantes, durmientes, recogidos, leyendo el periódico y disfrutando de su desayuno, las casas se hinchan y deshinchan al ritmo de una respiración sosegada, las palomas y los gorriones muestran su desconcierto, los semáforos pautan urgencias indiferentes. Me gustan los libros de segunda mano que hayan triunfado sobre el paso del tiempo pero no soporto los libros nuevos con el más mínimo defecto. Me gustan las manos grandes y los dedos autónomos de los pianistas, dar la mano antes de los besos, los bajitos que llevan bien su pequeñez, los bocadillos de tortilla de patata con pimientos verdes del bar de la esquina Ponzano con Espronceda, los conciertos sinfónicos por 9 euros y los cubatas en vaso ancho. Me gusta creer que tengo toda la vida por delante. Me gusta viajar por motivos de trabajo. Me gustan las cerezas, las vendedoras que saben envolver para regalo y las llamadas perdidas de amigos en los que, casualmente, acabas de estar pensando. Me gusta que me gusten las cosas que me gustan porque se supone que eso dice mucho de mí. Me gusta París porque he estado varias veces y siempre se me ha mostrado diferente, me gusta pensar en sitios en los que no he estado, me gusta dibujar mapas de las ciudades importantes que visito, necesito llegar y tener coordenadas, ubicarme en el espacio, porque es muy fácil hacerlo y sin embargo tan puñeteramente jodido en la ciudad en la que vives. Me gusta, mucho, sentarme a liarme un cigarrillo en franjas mitad sol mitad sombra de bancos, aceras, promontorios urbanos. Me gusta coleccionar películas por compositores, tener la comida hecha cuando te entra el hambre, los cuadernos personales donde la gente apunta sus ideas o deberes con buen gusto y mejor letra, los reencuentros y las despedidas. Me gusta y llevo años buscando una versión de “Anything Goes” que cantó Ella Fitzgerald en directo pocos años antes de morir y que sólo he podido escuchar una vez, en la radio (Cifu). Me gusta cuando encuentras lo que has estado buscando. Me gustan los conflictos morales de los westerns. Me gustan los discursos de agradecimiento de los premiados y me gusta verlos en youtube y, a veces, llorar como un gilipollas. Me gusta el solo de saxo de “Sorrow” y el ultrarromántico quinteto de piano y cuerda de César Franck y que me descubran canciones y no enterarme de las letras hasta años después y descubrir que la canción te ha seguido a lo largo de los años, como un perrito, a la espera de que descubras qué hay en ella de tuyo, por qué te pertenece. Me gusta ir en coche durante el verano con la música muy alta y el brazo fuera de la ventana. Me gusta el sabor del Primperan y los arreglos de Ricard Miralles en los primeros discos de Serrat, el olor de mi última colonia, el tacto de una piel que yo me sé y sentarme más bien atrás en los cines. Me gusta el formato cuadrado. Me gusta hablar en italiano y robar pequeñas cosas en las tiendas de souvenirs. Me gusta cobrar cheques, todo el ritual, la firma en la parte de atrás, la increíble estupidez de canjear meses de vida por un papel. Me gusta Madrid pero estoy cansado de ella, lo nuestro, a veces, también ha terminado. Me gusta la gente que hace cosas y hacer cosas con la gente, no me gusta la soledad del escritor ni del autónomo trabajador desde casa. Me gusta la paz de los favores más que la de los jardines y me gusta coincidir en algo con alguien y someter a tortura a los progres y escandalizar a los puros y escupir al abismo de los ascensores. Me gusta el otoño en invierno y las botellas de agua de cristal grueso y los tatuajes que se mantienen ocultos justo lo necesario y perder el tiempo en estas tonterías.

Sigo rebuscando en el camión donde acumulo las cosas que me gustan, hay muchísimas más que me da pereza recordar, el polvo se va condensando sobre la superficie de algunas pero llegará un día, o un viento, que me llevará a ellas o me las pondrá más a mano, si supierais cuántas cosas me gustan, bueno, más o menos como a todos, porque de lo que se trata es de que nos gusten las cosas, de que seamos de ésos, de estar abierto al mundo y sus posibilidades, a las bofetadas y las tergiversaciones, al espectáculo del cambio de piel del camaleón, porque ay de quien le gusten pocas cosas o siempre las mismas, ay del que se enroca en sí mismo y reincide y no picotea o no acude a donde no le llaman, ay del Don Cayo que no hincha velas a esos vientos, del iluso que no necesite reafirmarse en cada gusto, erigirse en busto a partir del pedregal, la mano que entra en el río revuelto poblado de peces de cola gruesa y largos bigotes, la mano que escoge un ejemplar sabroso y se lo lleva a la boca y caen los hilos de sangre apelmazada, turquesa, que nos dibujan el rastro de la gula, nos identifica como consumidores, gustadores, coleccionistas.