viernes, 15 de octubre de 2010

Agua


Me piden mis principios (y un amigo) que os hable hoy del agua porque es el tema elegido para que todos los blogeros del mundo abandonemos por un día nuestra irresistible deriva al egocentrismo y tratemos de aportar el consabido granito de arena (sigo buscando una metáfora con la que reemplazar este cliché playero) a la concienciación planetaria sobre esta importante cuestión. Me doy cuenta de la envergadura de la tarea y soy consciente de mi incapacidad para la elaboración de un breve pero contundente ensayo moral que sirva para ilustrar el objeto analizado tanto como para mostrar mi personal posicionamiento, con la equilibrada dosificación de información, reflexión y poética humanista transumbilical que es requerida en estas ocasiones. Pero ocurre que aún no ha llegado el frío y tras la ventana se despereza una mañana orgullosa de sus músculos y hay algo extraordinariamente vertiginoso en el sabor de mi café con leche que me tienta a la espeleología, a sumergirme de nuevo en mis irritadas interioridades, y debo liarme otro cigarrillo y apartar el pelo de mi frente cómodamente apoyado en el respaldo de mi butaca para retomar la perspectiva pertinente, situando el reflejo ahumado de mi busto exactamente equidistante a los límites de la pantalla.

El agua, leo en la red, “es el 85 por ciento de la sangre, el 75 por ciento del cerebro, el 70 por ciento de los músculos y hasta el 22 por ciento de la osamenta”. Siempre he sido malo en matemáticas (de maldad, no de torpeza) y reconozco que la operación más sencilla y básica para mí es la suma, por eso no tengo el más mínimo problema en sostener que, si lo dicho es cierto, somos un 252% agua. Como dato no debería suscitar ni mayor ni menor credibilidad que cualquiera de las cifras que se publican en los periódicos y que deben su prestigio simple y llanamente al hecho de ir parapetados detrás de ese escudo un tanto trabajoso de arrastrar sobre su única y débil rueda, con su plancha metálica inclinada eficaz sólo para los ataques de descreimiento que sobrevengan a ras de suelo pero absolutamente insuficiente en una hipotética ofensiva aérea a cargo de los temibles pero ya escasísimos batallones del escepticismo. 252 es, además, una cifra capicúa y, por si fuera poco, atractiva, de aspecto bonachón, que inspira una inexplicable confianza, como algunas personas cuando saben girarse hacia uno y valorar las proporciones exactas del apretón de manos con el que quieren declararte su absoluta disponibilidad al mutuo conocimiento. Y siendo en tan gran medida agua no acabo de explicarme por qué me cuesta tanto pensar en ella, escribir sobre ella, enfocar mis pensamientos, cercarlos, embridarlos y evitar que revoloteen en torno a sus líquidas cualidades como ciegos espermatozoides desdentados que no saben distinguir si la esponjosa textura contra la que chocan pertenece a la corteza palpitante de vida que espera a ser hollada o a la mampara de aséptico látex puesta expresamente para su contención y posterior genocidio. Sí, lo sé, me desvío del agua pero sabed que lucho denodadamente por no justificarme con la evocación de su resbaladiza naturaleza y esta mañana cretina de tan luminosa, marea de muchedumbre apenas contenida por los cuadrantes (seis) de cristal rugoso que desfigura sólo para mí los balcones de enfrente y las señoras que fuman acodadas y los ladrillos ondulados.

Fue bañándonos como te conocí, la vez que tus rodillas no pudieron contener que te volcaras totalmente en una sola sonrisa, el pelo vencido por el agua sobre tu frente marcando el límite de una orilla, tú y el frío en la espalda, como una lengua muy vieja y sabia, y una radio encendida que emitía canciones nominadas para ser la nuestra, demasiado jóvenes para intuir que siempre hay un desagüe en algún lugar, a veces muy cerca de los muslos, succionando la piel en su estrepitosa fuga como besos de peces hambrientos. Qué irreparable la asociación entre agua y sumidero, quizá porque no existe o no tengo una idea estática del agua, toda agua quieta es agua muerta, dicen, lo he leído, agua enferma, ensimismada; pensar en el agua, tratar de escribir sobre ella, es siempre un poco viajar sobre una canoa o ser un pelo olvidado en la bañera que inicia la larga y desconocida aventura a través de tuberías y canales hasta quién sabe qué recodo, qué ensenada, qué Tajo, qué delta, es volverse terrón de azúcar y desprenderse tu cuerpo en millones de átomos dulzones, el agua con azúcar que, tras la jornada atlética, centrifugaba con delectación de alquimista y una cucharilla hasta crear en el vaso una ventisca invernal de azúcar azotando esa única torre metálica que avizoraba la superficie y esperar hasta que el terrón desmembrado volviera a reunirse como un manto cuajado de nieve, sepultando la punta convexa hasta la mitad, tantas tardes, Rose-bud.

El ciclo del agua, beber, mear, sudar, llorar, empaparse bajo la lluvia, bañarse en mitad de la noche, incomodidades a las que sucumbimos por puro romanticismo alguna vez en la vida. Porque recuerdo haber caminado bajo la lluvia, mi rostro azotado por sus ráfagas de arañazos, secretamente extasiado por la exactitud con la que el anticuado modelo del desdichado no correspondido se hacía realidad allí y entonces, en la manera en que la lluvia, catapultada por el viento como una prima dona por la orquesta, se confundía con mis lágrimas borrando el rastro de su procedencia, pero a la vez avergonzadamente preocupado de que el maquillaje borrascoso impidiera identificar correctamente mi propia producción de tristeza desde la posición de los espectadores con los que me cruzaba, y por ello tentado de subrayar el efecto con temblores de quijada, seísmos de labios y auxiliares pero elocuentísimos frotamientos de la superficie arrasada empleando la muñeca de la mano izquierda torpe, lánguida, arrítmicamente. Y el sudor de los placeres mórbidos abrillantando el tobogán de las espaldas por el que se deslizan las jóvenes camadas de dedos inexpertos, y su reverso, la sequedad de los besos de madrugada, cuando las lenguas son dos escobas enfundadas incapaces de segregar dulzura. Un vaso de agua entre copa y copa es mi secreto para una mañana sin agujas, mientras me pregunto qué porcentaje de agua habrá en el amor y sus metástasis.

El agua es inodora e insípida, pero tiene un matiz azul, y cubre las tres cuartas partes de la superficie de la Tierra. Al agua, a veces, se le ve venir, como una franja nacarada sujeta por manchas boscosas en remotos horizontes de expectación. Otras juega al escondite y goza como un niño detrás de una puerta la espera de siglos bajo estratos de dura piedra hospitalaria para brotar de pronto como un puño ensortijado de espuma y vaho a grandes temperaturas, creando cálidas piscinas naturales donde hacen flotar sus desdichas los más pálidos turistas y algún que otro joven ruso de equívoca trayectoria. El agua que ofrecen los desconocidos siempre en vasos de dudosa higiene pero que de igual modo apoyamos en nuestro labio inferior volcando su contenido hacia la garganta en un acto de maravillosa violación permitida, aquella tarde en que nos perdimos buscando la estación. El agua que se concede al sediento o la saliva que uno se deja olvidada en un pezón cuando todo cambia de pronto y el objetivo prioritario vuelve a ser la llamada insistente en los labios, el goloso demorarse en las depresiones del mentón, el levísimo aletear como de folio de los párpados, o la desnuda inconsistencia de las palabras que pronunciabas (apenas una cadena de mortecinas consonantes unidas por simulacros de vocales de hilo fino y precario) cuando yo o quién sabe qué fantasmas hacíamos de tu cuerpo una mesa donde firmar documentos, una cancha de tenis, un minifundio de tierra revuelta y humeante. Tu imagen, ese parpadeo de paralelogramos que riela en la superficie del líquido fijador en mi memoria oscura (la bombilla roja encendida), es inodora e insípida, pero a pesar de su matiz azul, ya sea sólida, líquida o gaseosa, no consigo que sea indolora, ni que fluya hasta un destino lejano y salado donde acabe mezclándose con manchas de aceite y excrecencias portuarias, adelgazándose de mí.

Qué enorme sinsentido escribir la palabra agua y vivir en este fuego crepitante o abrir finalmente las ventanas y dejar que este sol arrogante apague su sed de escrutinio lamiendo cada centímetro de mi habitación, y en efecto el sol entra (trae a una prima tonta, la brisa, y ecos de coches reunidos para cambiar cromos e impresiones) y repite el rito de cada mañana, olisqueando cada uno de los objetos que olvidé devolver a su lugar, dando a luz sombras que durante un segundo parecen recortes de la noche interminable y ahora resultan ecos de la presencia real de cosas como el tabique, yo o la mesa, el colchón con su aspecto de ballena destripada, una zapatilla de andar por casa (la otra, nadie sabe por qué, está en mitad del pasillo). El agua era una presencia diaria en mi infancia, esas mañanas oscuras en las que el desayuno y el noticiero nos reunía en la cocina, cuando uno no sabía aún el tiempo que hacía más allá de las persianas y llegaba la madre con el calzado adecuado para deshacer la incertidumbre, katiuskas de plástico, zapatillas ajadas o ese par de botines azul marino que siempre ahuyentaban lo que de mar pudiera tener el cielo. Ahora la lluvia es un objeto preciado en esta capital de la sed, desde donde escribo, enviado especial, sobre el agua y todas las aguas que me han empapado.

Comiste un bocado irregular y te atragantaste. Pero yo me levanté a tiempo y llené un vaso con esa agua que corría como todas las demás, y mientras parpadeabas y mantenías la cabeza ligeramente agachada, deposité un espejo cúbico de oxígeno e hidrógeno junto a tu plato, de forma que cuando te incorporaras, creyendo haber pasado el mal rato o esperando la oportunidad para volver a respirar, te lo encontraras allí, a mano, como tienen que ser las cosas. Era, sin saberlo, una forma de despedida, inodora e insípida, ligerísimamente azul.

Por evidente que sea su siempre idéntica repetición, cada mañana me sorprende la manera en que, instantes después de verterse por la estancia el caudal de luz o la parte contratante de sol que me es destinada, la jornada pierde su virginidad y todo su potencial de eternidad y de tregua. De igual forma, es decir, inevitablemente, acuso una tendencia a bucear en los extremos de la cosa de la que pretenda escribir, si el agua, de la sed o la inundación, nunca el sabio término medio o la cosa en sí sino en mí, lo siento, amigo, por no haber sabido escribir sobre el agua, por no haber ni siquiera intentado describirla como lo hace un químico, no tengo probetas ni microscopios, solo este cable rizado y el auricular por el que me empeño en mantener largas conversaciones intermitentes, teléfono rojo de intestinos, visceral soliloquio. El agua, un último recuerdo: su imprevista, sardónica, humillante manifestación en forma de cerco húmedo bajo el pijama, calando las sábanas hasta el protector plástico que resonó en las noches de mi infancia y primera juventud como un recordatorio siseante de la elasticidad inmadura de mi cuerpo, de la inconsistencia sobre la que forjaba ya mis sueños, brotado de la noche sobre un charco nutricio de lo que sobraba en mí a raudales y del que se iba alimentando un arbusto frágil pero tenaz que nunca llegó a crecer demasiado y en cuyo intrincado ramaje, si te acercas lo bastante, verás nudos de hilo de jersey, membranas, gotas de sangre y pedazos de nudillos, todo lo que, en fin, he ido dejando en la pelea. Irremediablemente, soy un 252% agua.

sábado, 2 de octubre de 2010

Tarde

No saber por qué, no querer averiguarlo. Por qué la manilla de la puerta, por qué la manta de lana multicolor, la lámpara de la mesilla, por qué la intermitencia de los coches, por qué hasta el sosiego de una siesta, de repente, puede volverse un veneno tan amargo, abismal, como un cuchillo que de pronto te pide la bolsa o la vida en mitad del pasillo, un eclipse de baldosas, sofás, ventanas, pinzas para la ropa, una casa que se vuelve cueva. La tarde era un proyecto dulce, una espera líquida y pacífica, pero mis pies han caminado dos pasos de más y siento un frío nuevo y sus adjetivos, ese nuevo imposible, dulce y testarudo, como un muro neutro y total, mi cabeza rebotando contra el cemento tenaz, que apenas logra arañar, y una mano que sale de mi pecho y aprieta botones, abre escotillas, aplica torniquetes, busca válvulas, palpando las paredes, metrónomos, diapasones, en la cesta de la ropa, el grifo de la ducha, la ceniza esparcida sobre el teclado, las horas que faltan hasta el próximo alivio, la dosis de mentira, la ficción necesaria de la que viven mis pulmones. Por qué el oxígeno se vuelve áspero, como una cuenta pendiente. Allá afuera hay ruidos, acertijos, misiones, pero de pronto soy el hueco entre dos escalones, un niño que teme al bosque, la sombra inmensa de una ola muda, rompiente por necesidad. Soy ese instante eternizado antes de chocar contra el suelo, por qué, si antes sabía a qué venía a la cocina, por qué había abierto el libro, cuántos metros cuadrados tenía mi vida. No quiero quedar atrapado entre estas paredes, en este tiempo muerto de distancias, huyo por instinto, salto, trepo hasta la última esquina de la habitación, soy un animal encerrado, doy vueltas y más vueltas a un regocijo que empieza a resquebrajarse bajo mi peso, lamiendo el tuétano de un esqueleto, mi alimento, lo único que me dejaste para llevarme a la boca, esa boca que se desdibuja en píxeles y que nunca sabe qué decir salvo cuando repite las formas de una ausencia, el sabor hipócrita del cemento, la escarcha que te envuelve y nos encierra, que convierte mi mundo en una selva sin horas ni mercados ni farmacias de guardia, un caos de alfileres que me hacen correr de un lado para otro, buscando no sé qué, una tijera, sí, una tijera grande que corte este cordón umbilical, este parto con dolor no deseado, que interrumpa este carnaval de espejos en el que me han dejado seis o siete palabras y esa luz escasa pero radiante que vi encenderse y no quise temer. No encuentro el significado de los cajones, el nombre de las cosas que valían la pena, el ritmo de la costumbre, respiro para asfixiarme, me doy cuenta, te das cuenta. Qué tarde más interminable, qué noche inimaginable detrás de la esquina. La tarde me da miedo, me mira desde los balcones y apunta entre mis cejas por su mirilla. Me va a disparar un vacío tan grande, tan lleno de ese ruido que oigo ahora cuando todo se ha desconectado, cuando lo recién nacido empieza a suicidarse hasta mañana, tan cargado de mí que no lo soporto, como una gota que al deslizarse por el cristal encuentra a otra y la hace suya, la absorbe, soy una gota cada vez más gorda en este cristal tan pequeño, o es un espejo, un espejo recalcitrante, quisiera romperlo, tragármelo, fundirlo en gotas de mercurio que se dispersaran por el suelo como cucarachas cobardes. El mechero me lleva a donde no quiero ir y un simple pantalón me acusa con el dedo. Quisiera verle las costuras a esta tarde rota, saber que todo es teatro, que conservo un nombre y dos apellidos, más allá de la calle arbolada, quisiera no temer al silencio ni a las almohadas, quisiera tantas cosas que no me dais, relojes, bolígrafos, tenedores, agendas, quisiera llenar de gritos y susurros cada minuto, de flores, de mirillas, de pequeñas explosiones, quisiera perderme en laberintos y encontrar el oasis donde descansar, pero por qué, por qué, quisiera no estrellarme más contra esas dos palabras, que me han hecho suyo tan fácilmente, a los que me he entregado sin recelo, por qué, no saber por qué, no querer contestar.

lunes, 6 de septiembre de 2010

Asimilando


Uno ya no sabe si la indiferencia con la que la gente parece haber acogido la última declaración de alto el fuego de ETA se debe a las pocas esperanzas que realmente inspira o a un acto de emulación de la cautela académica y oficial con la que han reaccionado los políticos. No es que me sorprenda pero al menos sí que esperaba oír comentarios durante el desayuno. La gente está ocupada con otras cosas. No es de extrañar que esto, como todo lo relacionado con los mártires vascos, produzca hartazgo y hasta rechazo. Pero una cosa es no querer pecar de un exceso de optimismo y otra muy distinta pasar por alto la importancia real de este acontecimiento. Después de leer el comunicado que ayer se difundió a través de la cadena BBC y en virtud a una exclusiva concedida a un célebre periodista inglés que se precia de conocer en profundidad el conflicto, no he podido resistir la tentación de comentar algunos de sus aspectos así como de compartir con los posibles lectores de este lunático rincón virtual ciertos fragmentos que, no por conocidos deberían dejar de llamar la atención. Todo español ha podido tener acceso al comunicado al menos a través del periódico EL PAIS, que publica hoy íntegramente la traducción al castellano que a su vez facilitó ayer el diario afín GARA. El texto, que llama la atención en primer lugar por estar muy mal escrito, revelando una pobreza gramatical y semántica notoria y muy significativa, no deja de ser un ejemplo más de esa literatura política que altera la realidad de forma directa y desvergonzada, demostrando que la mejor o quizá única manera de hacer creer a los demás la existencia de algo inverosímil es obviar la propia inverosimilitud. Pero además de lo previsible encontramos una serie de referencias o ideas, pobremente expresadas, que no pueden pasarse por alto sin suscitar al menos una breve reflexión en todo ciudadano que se preocupe mínimamente por la colectividad en la que vive y sus circunstancias, es decir, este país al que estamos indefectiblemente condenados y cuyo destino no puede estar más en juego. El pasaje que en concreto más me ha impactado es el siguiente. Insto a sopesar el significado y el propósito del empleo de todas y cada una de sus palabras:

"Ha transcurrido ya medio siglo desde que ETA organizara a los ciudadanos frente a la estrategia salvaje de negación y aniquilación del pueblo vasco y, con las armas en la mano, se empeñara en la lucha en favor de la libertad. Desde entonces, son cientos los hombres y mujeres que han traído a esta organización su ilusión y pasión, lo mejor de ellos mismos. Ciudadanos comunes que generación tras generación se han unido desde diferentes procedencias tras un mismo objetivo: el País Vasco y la libertad. La lucha a favor de la libertad del pueblo vasco ha guiado siempre la actuación de ETA y, pese a todas las dificultades, seguimos manteniendo esa responsabilidad. Con humildad pero con determinación, con la ambición de ganar. El pueblo vasco lo merece".

Palabras a mi modo de ver duras, terribles, que me llevan a pensar en el hipotético panorama de un futuro ciertamente posible, lo que no significa inmediato ni seguro, en el que la rama política del independentismo esté sentada en las instituciones participando activamente, mano a mano, del juego constitucional, con el único objetivo de dinamitar esas mismas bases constitucionales de forma similar a como lo están haciendo los catalanes. No podemos olvidar que, de seguir las cosas por el camino que parecen estar tomando, puede llegar el día en que estos señores estén sentados en el gobierno autonómico: señores que han dedicado toda "su ilusión y su pasión" en la aniquilación física del adversario político. Las ganas que compartimos casi todos de que, empleando los espléndidos eufemismos de los periodistas y políticos, "cese la violencia" y ETA "abandone las armas", no debería engañarnos sobre las características del futuro que nos espera. Ciertamente es peor una bomba o un tiro en la nuca que un Pacto del Tinell, por poner un ejemplo, pero peor en un sentido moral y humano (o humanista), no sé si político. Quiero decir que cuando ETA haya entregado las pistolas, bajo la supervisión de algún cura irlandés, el peligro no habrá desaparecido; menudearán los atentados silenciosos, los atentados políticos, que está visto serán asimilados, aceptados, tragados por la mayoría de los ciudadanos, a cambio de no regresar a los tiempos oscuros. Cuando ETA, correctamente maquillada y en connivencia con el independentismo conservador, esté exprimiendo al gobierno español el jugo de los beneficios de los cincuenta años de fascismo e intoxicación, corremos el peligro de tener la partida irremediablemente perdida por el simple hecho de que todos preferiremos que nos metan el dedo hasta lo más profundo del culo antes de que vuelvan las descargas de pólvora y la metralla.

¿Quién habrá ganado la batalla? Ya hay gente encantada con que en las calles de San Sebastián no se vean pancartas y carteles proetarras (no pongo en duda la importancia de este hecho feliz: la situación en Euskadi es tan terrible que algo tan superficial como que finalmente se esté aplicando la ley eliminando de las calles todo rastro de apoyo propagandístico es casi un milagro). Ahora uno puede pasearse por lo viejo y constatar que lo único que puede producir arcadas es el olor a orina. Poco menos que la Arcadia en vías de cristalización. Ya sólo falta la ausencia de asesinatos. Entonces todo será perfecto. La gente vivirá en armonía y los turistas llenarán los hoteles, Bob Dylan volverá a dar (sin saberlo) un concierto a favor de la paz en la playa de la Zurriola, habrá fuegos artificiales y helados, Euskal Jaiak en septiembre, regatas en la Concha, sidrerías de a 100 euros el cubierto y excelentes quesos de oveja latxa y hasta es posible que el cambio climático aporte su granito de arena y en el País Vasco deje de llover. ¿Quién osará levantar queja ante semejante paraíso terrenal? El energúmeno, el carca, el fatxa que no haya sabido o no haya querido adaptarse a los tiempos y persista en su guerracivilismo con la intención de profundizar "en la división y la desmembración del País Vasco" (palabras del comunicado). Ser anti-nacionalista habrá perdido la justificación que hoy todavía se le concede, mientras existe la "violencia". ¡Qué miedo da pensar que en la cabeza de muchos se conciben perspectivas en las que no existe "la violencia"! Para olvidar todo recuerdo de la existencia de los vertederos al ciudadano medio le basta con que el concejal de turno desvíe la ruta del camión de la basura.

No soy optimista, pero no porque no crea en la voluntad de "pacificación" de unos y otros, sino precisamente porque creo en esa voluntad, y en que los tiempos están demostrando que se puede conseguir mucho más de forma civilizada y "democrática" que a la manera revolucionaria. ¿Qué sentido tiene perpetuar el pasamontañas cuando bastan las gafas de pasta de montura divertida? Los que ahora no somos bienvenidos por nuestras opiniones tampoco lo seremos en ese futuro posible, no sé si inmediato, pero ciertamente visible ya en lontananza.

martes, 31 de agosto de 2010

The Spirit of America (Diario de Boston. 12-15 de agosto)

Sobrevuelas el Atlántico y retrasas los relojes. Comes a las once y media de la mañana un menú plastificado y rico, a las cuatro te mueres de hambre pero ya estás en un autobús destartalado (hay un trozo de techo desprendido pegado con celo) rumbo a Boston, atravesando las calles y avenidas de Manhattan como los caballos sobre el tablero de ajedrez, atisbando trozos de Central Park, insinuaciones del Hudson, pálpitos que tendrán que esperar. Los rascacielos quedan a nuestras espaldas, nos rodean casas chatas con escaleras de incendios, una densidad baja y constante de personas que no respetan los semáforos, la lluvia que se evapora casi antes de llegar al suelo, y este frío abrumador del aire acondicionado saliendo a chorros homicidas por una rendija entre el cristal de la ventana y la butaca. (Hemos salido del metro en la 8ª avenida a la altura de Chelsea, caminamos varias manzanas antes de mirarnos a los ojos y sonreír, ya estamos aquí, esto es Nueva York, no hemos llegado en barco, no hemos agitado nuestros sombreros al avistar la estatua de la Libertad, ni hemos tenido que experimentar el purgatorio de Ellis Island, el agente de aduanas apenas me ha dedicado dos miradas antes de estampar su sello en la primera página de mi pasaporte que le ha venido en gana, después con mi hermano se ha hecho el duro, le ha preguntado si tenía algún familiar en los Estados Unidos y él, señalándome al otro lado, ha contestado con una media sonrisa “sí, mi hermano”, pero esta gente no tiene humor, no es momento para chistes, cojamos nuestras maletas y salgamos a fumarnos Manhattan). El Bronx y después la autopista que atraviesa estados y bordea la costa de Connecticut, una ciudad de centros comerciales y barrios residenciales llamada Springfield. Atascos monumentales. Un viaje interminable, agotador, de tres horas que se convierten en seis, con este frío himalayo, irracional, soñando con dormirte y despertarte en Boston, pero sólo acaba ocurriendo después de seis, ocho intentos frustrados en los que tus ojos se encuentran con la misma carretera de seis pistas, tres de ida y otras tantas de vuelta, separadas por una mediana de proporciones norteamericanas y esos bosques de árboles mesozoicos, desproporcionados, de un verdor lozano y ofuscado por el cielo nuboso, plomizo y tristón, pregón del countryside entre coqueto y desaforado de Massachussets. Finalmente, Boston, un cuenco de luces y moles de rascacielos formando península. Se vislumbran los edificios de ladrillo y confort, fachada ondulada y ventanas iluminadas de naranja, rojo pálido, dólares. Lo primero que hacemos en la habitación del hotel es apagar el aire acondicionado.

En la calle hace frío, sopla un viento húmedo, esto parece San Sebastián en agosto. Las calles son una amalgama de estilo victoriano y ultramoderno, plazas anchas, avenidas y callejuelas, palpable e invisible el trajín portuario, como un salitre histórico, las rutas para turistas recorriendo los hitos de la construcción nacional. Cenamos como náufragos sin horario en un restaurante italiano recomendado ya no recuerdo si por El País o por Jesús Encinar. Pruebo la Sam Adams. Damos un primer paseo por el downtown, la zona financiera, hasta Chinatown y la parte alta de Beacon Hill y sus farolillos encendidos, guardianes de sueños inalcanzables. La calle Charles y sus tiendas, aceras londinenses, una paz contagiosa que ni siquiera estorban los pocos bares que encontramos abiertos. Entramos en uno repleto de universitarios y fornidos camareros que no nos dan un vaso de leche de milagro. Torcemos hacia North Station y pasamos por delante de un puesto de bomberos en cuya puerta veo a uno que sobrepasa los cincuenta pero aparenta apagar fuegos con tan solo mirarlos.

La cama es de una esponjosidad vergonzante, responde al concepto más infantil de comodidad, doble colchón, seis almohadas con las que no sé muy bien qué hacer, la televisión, anuncios y debates, ni una mala película de Bob Hope. A las cuatro de la mañana nos despierta un estruendo de apocalipsis, un pitido enloquecedor. Veo a mi hermano levantado junto a la puerta, no entiendo nada, sólo acierto a taparme los oídos. Es la alarma de incendios. Mi hermano cree por un momento que el edificio se queja por haber apagado el aire acondicionado y su primera reacción es volver a encenderlo. Miro por el pasillo y hay familias dirigiéndose a paso lento hacia la escalera de incendios. ¿Está ocurriendo realmente? Me lo acabo de creer cuando me veo en pantalón corto y camiseta de tiras en plena calle, rodeado de un centenar de personas, mientras se escucha llegar a los bomberos con su alarma dilatada por el silencio y la cercanía del mar. Me da vergüenza la pésima selección de cosas imprescindibles que he hecho antes de salir corriendo. He dejado todos los dólares en el neceser, a merced de las llamas. La alarma sigue sonando, brutal, hiriente, sobre los grupos de personas somnolientas, divertidas, bostezando, con muy poca ropa. Llegan los bomberos. Ese mal guionista que parece esconderse detrás de la vida hace que uno de ellos sea el mismo que vimos antes apoyado en la puerta de su parque. A la media hora estamos todos de vuelta en nuestras camas, ha sido una falsa alarma, un cortocircuito caprichoso.

*

Mientras mi hermano se hace sus kilómetros de footing, me levanto para desayunar. Pregunto en recepción por el bar y las dos señoras que allí atienden me miran sorprendidas y visiblemente alarmadas. “A bar?”. Sí, coño, para el desayuno. “You mean the restaurant”. Bueno, pues, the restaurant. En mi país, les digo, lo primero que necesito por las mañanas es un café, no un diccionario. No les hace gracia el comentario. Esta gente es muy seria, pienso, pero una chica negra, trabajadora del hotel, se ofrece a indicarme el lugar y acaba acompañándome literalmente hasta la puerta del restaurant, situado en otro edificio, aduciendo que le apetece mucho caminar porque hace una mañana estupenda. Es cierto, la temperatura es tibia y agradable, el cielo de un azul inocente y pletórico. Mientras caminamos me explica la diferencia entre bar y restaurante y me hago cargo de que, al verme con este careto de quien ha dormido poco y en cama desconocida, han debido de pensar que era una especie de alcohólico en plena crisis. Me contesta con un escueto “sure”. Yo, por decir algo, le comento la aventura de la madrugada. Se ríe y me dice que no es la primera vez que ocurre. Sin duda, como actividad de ocio es original, mucho mejor que la conga. “Do you know the conga?”. Definitivamente no, no tienen sentido del humor. El tan cacareado restaurante resulta ser una tienda alojada en el patio interior de un edificio de oficinas donde escoges lo que quieres comer y lo pagas antes de salir. Desayuno poco y mal por tan sólo cinco dólares, pero esto no se volverá a repetir. En los EEUU a uno le da por comer y beber constantemente. Casi comprende los avisos que la administración despliega por las calles advirtiendo a los ciudadanos de las consecuencias de una dieta desequilibrada en grasas y azúcares. Las calles son una tentación constante y el paseante condenado a transitarlas durante todo el día acaba mordiendo el anzuelo por muchas promesas de comedimiento que se haya hecho previamente. La gente va de un sitio a otro con la rapidez y vehemencia que requiere la mínima exposición al poder fascinador del consumismo. Tomarte la tarde libre y con tranquilidad supone, sobre todo en Nueva York, amenazar muy seriamente tus ahorros. Estoy contento porque he vuelto siendo adicto sólo al “ice-coffee” de primera hora de la tarde, una bañera de, en ocasiones, excelente sabor que nos permitía seguir caminando.

Es viernes y tenemos un día entero para conocer Boston. Optamos por utilizar el Freedom Trail, uno de los recorridos turísticos preestablecidos que ofrece la ciudad, como columna vertebral de nuestro deambular, aunque sabiendo que lo acabaremos abandonando como y cuando nos venga en gana. El camino está marcado en el suelo por una franja de color rojo y de haberlo seguido religiosamente hubiéramos conocido todos los puntos de interés histórico relacionados con la gestación del independentismo norteamericano. Comenzamos en el Feneuil Market (también conocido como Quincy Market), tinglado bullicioso pero poco impresionante de tiendas y puestos de comida al que llegamos en ferry desde nuestro barrio al otro lado del río Charles, atravesando la bahía frente a la vista panorámica del skyline del North End y la zona oportunamente llamada Waterfront, espectaculares bloques de pisos con embarcaderos que suscitan nuestras primeras exclamaciones de asombro y envidia. La esbelta pequeñez de la Old State House, hoy una estación de metro, encajada entre fantásticas moles de cristal, da una impresión exacta del gusto acumulativo de los norteamericanos dedicados a repensar las ciudades: reconstruyen lo que haga falta, limpian y pulen el pasado, rodeándolo de los logros del progreso, y lo exponen con orgullo y soltura.

Me da la impresión de que para ellos la Historia es aquello que les explica, no tanto sólo lo que los precede; todo aquí está matizado por una mentalidad utilitarista, y el pasado, con sus datos, sus procesos, sus hitos y sus contradicciones, importa en tanto en cuanto explica el presente y así lo canalizan. En Europa uno ve y siente las grandes injusticias, los desequilibrios, las revoluciones y las involuciones en constante lucha, el desequilibrio de una diacronía dramática, errabunda, a veces incluso circular, un peso acumulativo del que uno está tentado de huir y por tanto de entenderse a sí mismo y a su mundo inmediato como una solución a esa trayectoria, una posibilidad de redención, menos que una inalterable consecuencia. En Boston respiré el aire de un pueblo orgulloso, lo cual no significa que ingenuo, que sabe lo que tiene y lo defiende. Por supuesto que, entre los ciudadanos sentados ahora mismo en los jardines del Boston Common, ante nosotros, deben ser muy pocos los que estén pensando con la irisación del orgullo impresa en sus rostros en que éste es el primer parque público de los Estados Unidos. Pero en esta ciudad se evidencia, de alguna manera, un equilibrio entre tradición y futuro, la noción de que las cosas positivas, reales, cuestan lo que valen, han supuesto un precio y exigen un cuidado. Quizá todo son suposiciones mías, pero me da la impresión de que en la soltura con que un bostoniano afloja la pasta cuando pide la cuenta, como en el exquisito equilibrio espiritual que inspira la horizontalidad de los listones de madera con los que están fabricadas las casas de los Berkshires, en el extremo oeste del estado de Massachussets, puede vislumbrarse su grado de consciencia de la enormidad del tinglado político, económico y moral que sustenta todo este esplendoroso edificio.

Junto al Boston Common está el más coqueto y ajardinado Boston Public Garden, una mezcla de parque con estanque y puentecitos y jardín botánico. Tardamos unos cuantos minutos en encontrar lo que me había empeñado en buscar: el joven metasequoia plantado por la Doctora Shiu-Ying Hu a mediados de los años 40 que inspirara a John Williams la pieza “TreeSong”. Sorteando ardillas y familias sentadas en la hierba o jugando a la pelota, fuimos leyendo los letreros con los nombres de las especies hasta que finalmente dimos con el ejemplar: robusto, firmemente sujeto a la tierra por raíces como venas gordas de picapedrero, chato e infantil en comparación con sus prehistóricos hermanos mayores, toqué su espeluznante corteza, tarareé mentalmente unas frases de violín y saqué fotos. Hay bellas mujeres dejándose tatuar por el follaje reticulado de los árboles, bebiendo a sorbos su café o comiendo de vez en cuando un bocado de su sándwich de media mañana, como si de pronto recordaran la incómoda necesidad de alimentarse, y atléticos oficinistas subiendo a saltos las escaleras hacia la calle Beacon, arranque de uno de los barrios residenciales más elegantes y envidiables de la ciudad, cerca de donde se encuentra el bar “Cheers” original, el que inspiró la serie y al que no quise entrar por la excesiva aglomeración de turistas que se concentraba ya sólo en su entrada. Beacon Hill y sus casas estrechas de tres pisos de ladrillo entre rojo y marrón, fachadas ondulantes, suntuosas entradas porticadas, interiores de aspecto deshabitado, de tan somnoliento, todo ello bañado en una calma umbría y sazonado del verdor de enredaderas y jardines, dan una impresión de calidad de vida estratosférica, una comunidad equilibrada de pijos y pijas de encantadora sencillez y espléndidos abogados. Recorriendo los alrededores de la calle Newbury, meollo de tiendas exclusivas y restaurantes del no menos distinguido barrio de Back Bay, llegamos hasta el Prudential Tower, un edificio monstruoso coronando un complejo de tiendas y oficinas que es lo más parecido en Boston al Rockefeller Center. Sin duda merece la pena pagar para subirse al enmoquetado y acristalado piso cincuenta y pico (con bufanda, a ser posible, se ve que hay un apartado de marisco congelado que deben custodiar por lo del anisaki), desde donde se contempla una imagen panorámica completa de la ciudad, muy útil para hacerse una idea cabal de su modelo de construcción, su estructura, una alfombra sin límites ganada al mar, y la impresionante distinción arquitectónica de sus diferentes barrios (más allá de Cambridge, el río Mystic, arteria que sin duda alimenta una ciudad muy distinta, menos centrada en los placeres de la vida y el abono anual para la temporada de la Boston Symphony Orchestra). Comemos en la barra de Joe’s (Newbury St.) un par de hamburguesas excelentes regadas por la mejor Diet Coke que he probado en mi vida (refilling a chorro), hablando un poco con el encantador camarero y hojeando el estrechito Boston Globe.

Quizá el barrio que más nos gustó, por su carácter cercano, o no sé muy bien por qué, fue el South End. El modelo de viviendas no se diferencia demasiado del de Beacon Hill, si bien se nota que son dos niveles de vida muy distintos. Aquí hay una mayor promiscuidad de edificios, organizados en torno a amplísimos patios interiores que sirven de backyard limitado por altas empalizadas para los pisos bajos y de aparcamiento para el vecindario. Decenas de cables de teléfono y electricidad surcan el espacio entre las casas, todas ellas con balcones bien pertrechados para los atardeceres de las estaciones cálidas, un poco como se ve al comienzo de “Mystic River”. Son viviendas sencillas, diríamos que humildes, pero que no por eso renuncian a los pórticos señoriales o a un cuidadísimo diseño de interiores. Pequeños bares y cafeterías, tiendas de libros e iglesias, enfiladas a lo largo de calles cuadriculadas con ocasionales triángulos ajardinados honrando escuetamente a padres de la patria.

Cambridge es en realidad una ciudad independiente, perfectamente separada de Boston por el río Charles, una aglomeración enorme que mezcla casitas de ensueño y bloques de pisos ordinarios con edificios industriales, oficinas y laboratorios relacionados con la Universidad de Harvard y el Massachussets Institute of Technology, fábrica de donde han salido productos como el radar, el PC (personal computer) o Noam Chomsky. En nuestro larguísimo paseo a través de su rosario de plazas (Porter, Harvard, Kendall, Charles y Central), la ciudad universitaria nos mostró un mundo lleno de bullicio y actividad nocturna, restaurantes y locales donde picar algo y beber, música en directo, tiendas y librerías, iglesias que daban especialmente la bienvenida a gays y lesbianas, croquetas de cangrejo y muchísimos asiáticos jóvenes con cara de estar libando las mieles de la ex-potencia mundial ante una inminente toma de testigo. No pude dejar de pensar, mientras caminábamos por los jardines que rodean las facultades y las residencias de estudiantes en la oscuridad del anochecer apenas paliada por las débiles fosforescencias de intermitentes farolas más decorativas que prácticas, en una mezcla de referencias cinematográficas que iban desde “El buen pastor” y los ritos de iniciación masónicos (aunque ocurriera en la Universidad de Yale) y escenas sueltas de “Porkys” o películas pornográficas que ramificaban en el informe Kinsey y sus importantes conclusiones acerca de la búsqueda de nuevas experiencias del universitario medio norteamericano.

De vuelta al hotel nos cruzamos con dos personas en media hora de caminata. Los dos iban completamente borrachos pero intentando aparentar normalidad y dominio. Dedujimos que cerca de nuestro barrio portuario debía existir un buen lugar donde experimentar la elegante y sugestiva noche bostoniana. Pero la visión de una fragata de la Marina colmó de alguna forma nuestra avidez y dimos la noche por terminada. A la una de la madrugada me despertaron unos picores como nunca los he sentido. Creía estar infestado de chinches. Corrí al lavabo y me vi convertido en el Hombre Elefante, todo el cuerpo salpicado de círculos blanquecinos como habones de Sanabria. Es la segunda vez que el marisco me produce una reacción alérgica. La única forma de aliviar el mal rato es ducharme con agua fría. Hora y media más tarde consigo dormirme. Nota sanitaria: no volver a comer cangrejo en los Estados Unidos.

*

Para aprovechar el tiempo hasta la hora de recogida del coche de alquiler nos vamos al Museo de Bellas Artes, uno de los más importantes de los Estados Unidos según todas las referencias. Un antiquísimo tren metropolitano (el primero en construirse en los Estados Unidos) nos lleva hasta la explanada de estilo berlinés donde cae el edificio, monumental y de regusto neoclásico, al que se le está terminando de construir una espléndida ampliación destinada exclusivamente a la colección de pintura norteamericana. Esta información no nos termina de prevenir lo suficiente sobre el primer episodio de lo que será uno de los más tristes leit-motivs del viaje. Escueta y selectiva colección de arte europeo del siglo XX con impecables ejemplos de Gauguin, Matisse, Monet, Cezanne, Pissarro, Sisley, Millet, Van Gogh, Max Bechman, Alberto Giacometti, Kirchner, Kokoschka. En mitad de un pasillo con cuadros de Constable, Degas e impersonales paisajes franceses, una sala a la derecha te retrotrae al medievo más estricto. Al fondo, escondido, se abre una pequeña estancia que nos deja con la boca abierta: ante nosotros, traído Dios sabe cómo, se halla el altar de la capilla de Santa María del Mur (Pirineos catalanes) con impresionantes frescos anónimos fechados entre 1150 y 1200. Sorprendidos, impresionados por la capacidad ejecutiva del dólar manejado por los grandes mecenas del arte y secretamente regocijados con tan sólo imaginar la cara que deben de poner aquí los retrasados mentales del Tripartito, sieguimos por los pasillos para encontrarnos con Van der Weyden, Cranach el Viejo, el Bosco, Rembrandt, Ruysdael, Luca Giordano, El Greco, Velazquez, Tintoretto y Zurbarán. Pero, ¿y la pintura norteamericana? ¿Y los Winslow Homer, John Singer Sargent, Childe Hassam, Frank Weston Benson, Thomas Eakins, Edward Hopper? Claro. En el ala de pintura norteamericana que se inaugurará en noviembre y que ahora está cerrada por reinstalación. Masticamos la derrota parcial y olvido con facilidad todo agravio con sólo pensar en lo que nos depara la jornada.

El viaje a bordo de nuestro flamante coche automático nos aleja de la ciudad siguiendo en línea recta la Massachussets Turnpike (o MassPike) que es un brazo de 200 kilómetros que conectaría en ángulo recto con otro idéntico que extendiéramos desde Nueva York en dirección norte. En ese punto equidistante de ambas metrópolis se encuentra aproximadamente el paraje conocido como Tanglewood, hogar de verano de la Boston Symphony Orchestra y lugar donde esta noche podremos ver y escuchar, seguramente por última vez, a John Williams. Las indicaciones recibidas para llegar hasta este punto del condado de los Berkshires no pueden ser más fáciles. Abandonamos la MassPike en la salida número 2 (Lenox) y una vez dentro de la red de carreteras secundarias hacemos un mini-tour por rincones cercanos como Stockbridge, hogar del célebre pintor Norman Rockwell (cuya casa-museo no conseguimos ubicar). Todo aquí rezuma lujo, paz y sabiduría. Las casas responden al tópico que fraguaron en mi cabeza los cuadros de Hopper ambientados en Nueva Inglaterra, algo intermedio entre la suntuosidad y la sencillez del sosiego campestre, con porches que te hacen salivar de envidia, pajares y granjas adyacentes, buzones de correos junto a las carreteras, como para evitar la molesta intromisión incluso del cartero en las proximidades más inmediatas a los hogares, mágicamente aislados detrás de muros de árboles y selváticas maraña de celosías, imposible de fotografiar desde el coche en marcha. La carretera se desliza subiendo y bajando gibosos montículos, atravesando ferrocarriles que parecen olvidados como surcos fosilizados de diligencias, campos de golf y praderas infinitas que palpitan de chicharras bajo un sol picante y esplendoroso. Aparcamos en mitad de una calle cualquiera de Lenox, el pueblo más cercano a Tanglewood, donde se provee de comida y bebida para sus picnics parte del público de los conciertos. Entramos en una tienda repleta de gente y compramos frutos secos, queso, que nos lo parten y empaquetan en cómodos recipientes de plástico, y vino: nada más y nada menos que un Francis Coppola del 2008 (Cabernet Sauvignon). La fila de coches que se dirigen ya hacia el lugar del concierto es inmensa, absolutamente desproporcionada con respecto al tamaño de las carreteras de esta comarca, incapaces de asimilar una densidad semejante. La policía e innumerables voluntarios van distribuyendo los coches en diferentes campas convertidas en aparcamientos. Aún faltan casi tres horas para el concierto y la excitación me chorrea por las orejas.

Dejamos el coche y le saco una foto a la matrícula por si luego no sabemos encontrarlo. No puedo evitar andar más rápido que mi hermano, tengo que adelantarme además para recoger las entradas. Me atiende Morgan Freeman o alguien que era más Morgan Freeman que Morgan Freeman. Me hace entrega de las entradas con el boato de un título nobiliario. Es entonces cuando miro a mi alrededor. Las colas son inmensas y diversas. En ellas la gente está agrupada en núcleos variopintos que van de familias de cinco miembros a verdaderas cofradías de veinte. Todos ellos pertrechados como para una semana de acampada: sillas desplegables, mesas, todo tipo de platos, vasos y cubiertos, comida y bebida para alimentar a un barco de emigrantes. Sobrellevan la espera brindando y probando pastas y tartas, queso y frutos secos, ensaladas, patatas, carnes. Es lo que me figuraba pero aún mucho más. Al saber que los conciertos en Tanglewood, al menos los de John Williams con la Boston Pops, sus célebres “Film Nights”, eran en el Koussevitzky Music Shed, un auditorio techado pero sin paredes que permite a la gente elegir entre dos tipos de entrada, los que dan derecho a un asiento bajo el techo y los que permiten ubicarse en los campos circundantes, imaginé con cierto espanto que lo que yo consideraba y deseaba que fuera un concierto sinfónico iba a estar indefectiblemente mezclado por un espíritu de super-bowl, irrespetuoso, chabacano, de gente comiendo y haciendo ruido, aplaudiendo y vitoreando las melodías más populares, tal y como había visto en muchos videos amateurs de youtube. Al ver a las miles de personas que esperaban a que dieran las 6 para entrar en el espacio acotado de Tanglewood me sentía por un lado aterrorizado pero por otro me sorprendía el respeto, la educación con la que se comportaban. Si hubiéramos puesto a otros tantos españoles haciendo cola, aparejados con los mismos elementos de atrezzo sólido y líquido, no sé muy bien qué es lo que hubiera pasado, sin duda no se celebrarían cosas como este concierto, desde luego no de la forma impecable, ordenada, casi sobrecogedoramente limpia en que transcurrió y transcurren siempre. Las colas, por otra parte, eran demoledoras para alguien que, como yo, tenía la imperiosa necesidad de entrar. Había algo más: sabíamos que por haber comprado entradas con asiento teníamos derecho a un pre-concierto en el auditorio Seiji Ozawa. Mi hermano, que hacía cola en una línea alternativa alejada de la entrada principal, dio con la clave al acercarse a una voluntaria y preguntarle si podíamos evitar las colas para poder entrar al pre-concierto. Nos dijo que efectivamente teníamos ese derecho y que nos bastaba con subirnos a un cochecito como los que suele haber en los campos de golf para que éste nos llevara gratuitamente hasta el auditorio Ozawa. Pensando entonces en las indicaciones que me había dado Morgan Freeman tuve que estar de acuerdo con mi hermano en la reflexión de que esta gente contesta sólo a lo que les preguntas: cuando inquirí si con nuestras entradas podíamos entrar por la puerta principal y evitar así las colas subalternas, el hombre me contestó que sí. No me dijo que podía saltarme cualquier cola, simplemente contestó afirmativamente a mi pregunta. No era incorrecta la respuesta sino inapropiada o insuficiente la pregunta.

Montamos pues en el cochecito antes de que lo hiciera un matrimonio de avanzada edad que nos dedicó un gesto muy elegante pero indudablemente irónico, completamos el aforo del vehículo (solo cuatro ocupantes además de la conductora) y allá que empezamos a atravesar los campos y las hileras interminables de personas. En este país tienes la empírica sensación de que nadie que no tenga derecho a montarse en este cacharro intentará jamás hacerlo. Tanglewood fue entonces mostrándose en toda su extensión: millas y millas de campos verdes, montañas de suave pendiente limitadas por sombras boscosas, casitas de madera de apabullante belleza coronando algunos de los claros, y diseminados por doquier los edificios dedicados a conciertos y ensayos de los músicos. El Seiji Ozawa Hall resultó ser una mole como un barco pirata situado en el extremo de un declive irreal de espléndida hierba fluorescente dorada por el sol declinante de la tarde. Nos sentamos en la fila de bancos de madera a la espera de que empezara el pre-concierto pero de pronto unos operarios fueron abriendo la pared trasera empujando las secciones abatibles que la formaban y dejando un hueco inmenso para que la música fuera también escuchada por quienes quisieran sentarse en la hierba. No nos hicimos de rogar. Desplegamos nuestros periódicos (la gente iba con mantas descomunales, con libros y mesitas donde colocar sus copas de vino), inventariamos nuestra frugal cena y abrimos la botella del Francis Coppola que nos supo a gloria divina. Progresivamente borracho y pletórico de felicidad, estiré las piernas e incluso llegué a tumbarme y a cerrar los ojos, escuchando dos aburridísimas sonatas de Schumann que sonaron a cantos celestiales por el simple hecho de estar allí. No dejaba de mirar a mi alrededor, a la gente allí congregada: familias nucleares de padre, madre y dos hijos, cuadrillas de matrimonios, mujeres solas, novios jóvenes, japoneses sacando fotos a la placa conmemorativa que atestiguaba el nombre del auditorio. Poco a poco me fue ganando una sensación como de caerme del guindo: todas las veces que había oído hablar de los norteamericanos en un sentido global, considerándolos poco menos que analfabetos embotados de glucosa y televisión, volvían a presentarse ahora como ignominiosos ejemplos de la típica suficiencia europea, caduca y obsoleta. Cierto, claro está, que los Estados Unidos no son esta pradera de Massachussets (a veinte millas Wilco estaba a punto de empezar un concierto). Pero tenía que reconocer que la imagen que me había hecho del público norteamericano se hizo añicos rápidamente: allí no había ni rastro del esnobismo de mis queridos donostiarras cuando asisten a un concierto de la Quincena Musical o del Jazzaldi (lo mismo que a una película subtitulada del Zinemaldi), esa manera de levantar la nariz y cruzar los brazos atisbando al vecino en la fila de butacas con más interés que al solista o al cantante, esa forma de declamar ante los conocidos, al día siguiente, que estuvieron en tal o cual concierto y que, bueno, estuvo muy bien, ese profundo desdén hacia las formas no elitistas de consumir arte o cultura; aquí no había ni rastro de esa presunción de inteligencia por el hecho de acudir a un concierto de música clásica; había gentes sencillas, familias, abuelos de edad cocoonica, que escogían llevar a los suyos a un concierto al aire libre y compartir una noche estrellada en buena compañía; nada más alejado a los tumultos de las playas de Benidorm, a la chabacanería de un Marina D’Or, al escándalo de los merenderos españoles, todo ese universo bullanguero, estrepitoso, del que no saben escapar a no ser a golpe de talonario y poniendo vallas de por medio. Por supuesto que aquí, la música adquiere una noción digamos que decorativa, preciosista, típicamente burguesa. ¿y qué? No hay nada, absolutamente nada de hipocresía. Es el simple y al mismo tiempo laborioso resultado del esfuerzo de una serie de personas que hicieron todo lo posible por acercar la música orquestal a las sensibilidades populares: gentes como Leonard Bernstein, Arthur Fiedler o el mismo John Williams, cuyo convencimiento les ha hecho venir aquí, cada verano, al frente de una orquesta y rodeados de 16.000 personas que sí, de acuerdo, vitorean la marcha de Indiana Jones como si se tratara del auténtico himno nacional, pero que bien mirado dan un ejemplo al que no creo que lleguemos nunca. Eso es Tanglewood: el éxito de una democratización del Arte, el golpe de estado que le arrebata temporalmente la mayúscula, sin el mal gusto y la chapuza (estética y organizativa) con la que viene aparejada en otras latitudes. Eso sí, para fumar tuve que salirme del recinto y apartarme de la puerta de entrada sus buenos cinco metros. Más tarde me di cuenta de que también dentro había lugares destinados a fumadores (apenas tres metros cuadrados, aunque perfectamente cubiertos por una lona), con lo cual volvía a repetirse lo de las preguntas y las respuestas: en la “calle” se podía fumar; pero “dentro” también.

*

En las matrículas del estado de Massachussets se lee la leyenda “The Spirit of America”. Lejos de ser un mensaje egocéntrico o una bilbainada, o además de eso, hay detrás una verdad que nos pareció entrever estos tres días que pasamos en Boston y sus lejanías. De alguna manera, en este Estado uno puede atisbar la actual musculatura de esa cosa tan ridiculizada por parte de la super-izquierda europea al rescate, eso que se llama el “american way of life” y que, por supuesto, sólo unos pocos alcanzan. El espíritu de América, en un sentido no ya actual sino histórico, es lo que desprenden las casas de campo, los barrios ordenados y pulcros de Boston, sus parques, sus estatuas, sus iglesias, sus heladerías, sus tiendas de pósters, sus camareros siempre en busca de una propina justificada. Por supuesto que en Boston hay desigualdades, hay injusticias, todo un universo, populoso, mayoritario, por debajo de esa línea de flotación. Pero salta a la vista que, de alguna manera, Boston y sus comarcas circundantes, así como representan retroactivamente el origen de una nación multicultural e inmensamente poderosa, hoy por hoy también representan algo, algo real, palpable, un destino, un objetivo deseado: alcanzar ese nivel de vida, de equilibrio, de civilización que destilan sus calles. Supondrá esconder la mierda, pasar página, tragar hiel, o lavarse las manos cada noche en la jofaina de Poncio Pilatos. Pero ya nunca veré a los norteamericanos (al menos a éstos) como un pueblo ingenuo que no sabe de qué va la vida, que ignora en qué mundo vive. Vaya si lo saben. Lo saben, apuestan por ello y pagan sus consecuencias. Aunque éstas no se vean a plena luz del día.

Mañana cogemos el autobús de vuelta a Nueva York. Otras tres (¿o más?) horas de aire acondicionado asesino y delirante.

martes, 3 de agosto de 2010

Animalismos



Lo confieso: soy un asesino. No he matado nunca a nadie, pero soy un asesino, un sanguinario aniquilador de vidas. Disfruto matando por persona interpuesta, porque además de asesino soy un cobarde. No merezco vivir en sociedad, al menos en una tan avanzada y progresista como la catalana y pronto la española, la de la cara lavada. Mis manos están manchadas de esa pestilente savia caliente, negruzca y mezclada con arena, la sangre de los toros bravos que han muerto torturados por esos ridículos representantes del macho latino y el gladiador de pandereta, analfabetos jaleados por los vítores y aplausos de millares de cómplices sedientos de muerte y de dolor, con la que nutren sus células tanto como sus votos en tiempos de elecciones. En realidad el bicho de mayor tamaño que he matado es, creo, una salamanquesa, y digo creo porque la tiré por la ventana antes de comprobar sus constantes vitales, pero no importa porque soy culpable de un genocidio de toros, soy un ser repugnante y retrógrado que disfruta con el sufrimiento ajeno, y como tal merezco la condena de los vigías de la moral y la corrección, quién sabe si el destierro oficial lejos del perímetro de la Modernidad o incluso la castración química. Se lo preguntaré al primer catalán antitaurino que me encuentre por las calles, todavía libres, de Madrid.


Vaya por delante que he estado en los toros a lo sumo cuatro veces en mi vida y que tengo para con la Fiesta una mezcla de pavor y respeto. Pavor porque, quiera o no, formo parte de una generación débil que ha crecido en el bienestar (lo suyo les costó a nuestros padres) y cuyo contacto con los hechos trascendentales de la vida, y en especial con la muerte, ha sido sistemáticamente minimizado por la sensibilidad adocenada de una sociedad hipócrita y disneyana. Pavor porque mis ojos no pueden evitar cerrarse ante las imágenes más cruentas que proporciona la tauromaquia. Me pasa lo mismo cuando veo, en una película o en la vida real, una jeringuilla hipodérmica penetrando en una vena. A nadie se le ocurriría prohibir las extracciones de sangre o siquiera criticarlas por desagradables, pues todo el mundo comprende que son base fundamental de la medicina. Esto no significa que mi razonamiento vaya a declarar los toros como fundamento de nada, sin embargo creo que en este ejemplo se concreta uno de los aspectos más importantes de todo este tremendo debate, como siempre mal encaminado y convenientemente trufado de idioteces por los mismos de siempre. Nuestra sensibilidad no acepta ver ciertas cosas y prohíbe las que puede prohibir o esconde las que son indispensables. Uno de nuestros mayores tabúes es la muerte, la destrucción: comprendemos que exista, sabemos de su inevitabilidad, pero su presencia cercana, su intromisión en nuestros asuntos, vuelve absurda esa necesaria ficción encadenada que llamamos vida, nos plantea preguntas, nos vuelve escépticos, o sea peligrosos desde un punto de vista mercadotécnico. Dios los quiere temerosos, nunca preguntones. 


Recuerdo nítidamente mis reflexiones infantiles acerca de la muerte, motivadas quizá por el fallecimiento de algún conocido de la familia o vecino. La muerte era difícil de entender porque, en primer lugar, era de una irreversibilidad única, sin parangón. Tu madre te decía que no ibas a volver a ver a tal señor y, coño, era verdad, no volvías a verlo nunca más. No se andaba con tonterías la muerte, no te preguntaba tu parecer, venía y punto. Esta idea me arrastraba a adivinar cómo sería la vida del muerto después de haber dejado de vivir: uno empezaba a imaginar oscuridades nunca lo suficientemente oscuras, espirales de vacío que permitían extrañas levitaciones (un cortocircuito mental entre los escasos conocimientos teológicos y las muchas películas vistas) y esa suspensión del tiempo, la eternidad, la nada, se cernía sobre mi cabeza como un garrote asfixiante por incomprensible, de la que generalmente trataba de escaparme a fuerza de piernas; era por eso, ama, que aparecía de repente en tu habitación con palpitaciones y llantos que nunca me atreví a explicar, era por eso que corría por el pasillo en busca de algo, luces en las ventanas de la calle dormida, libros, pósters de ET, el tacto de mis primeras bandas sonoras, objetos palpables, reales, ideas para mañana, proyectos de niño, lo que sea que fuera de aquí y de ahora, que me alejara de esas tinieblas dolorosas y atemorizantes. 


Me pregunto si los niños de ahora piensan en la muerte en estos términos o en otros. Sé que cuando mi padre era niño la muerte no le hacía correr por los pasillos (de haberlos tenido). La muerte se le presentó quizá por primera vez cuando murió su padre, él todavía era un niño. La muerte rondaba las casas de los vecinos, seleccionaba animales o se contaba en prosas brumosas con nombres y apellidos y estruendos de bombas. Y luego estaban los toros, a los que ningún niño dejaba de ir, como tampoco se perdían las sesiones dobles de los miércoles en el cine de la ciudad. No sé si mi padre vio alguna vez morir a algún torero (cuántas cosas no sé de ti), pero sí vio la sangre de muchos toros que, indefectiblemente, acabaron muriendo ante sus ojos. La lectura que hacía cualquier niño, hasta el más bobo, era que por ahí delante había pasado la muerte danzante y puñetera, acariciando las ingles del torero, haciéndole carantoñas de puta fina desde el burladero, posponiendo su cita amorosa, el momento en que ambos se fundirían en un orgasmo definitivo y sepulcral. Ante un niño se celebraba un espectáculo que trascendía ese nombre porque era real, pues lo que estaba en juego no era la malla del actor ni la garganta de la casta diva, el niño contemplaba alucinado una dramatización de la vida, ni más ni menos, ese minué absurdo, terrible, mitad luz, mitad sombra (la plaza más antigua de España, aita, la de vuestro Castañar), esa lucha entre la inteligencia y la irracionalidad, entre el Hombre y la Bestia, aquí un mero símbolo de la muerte, del dolor y los hachazos que nos van menguando la sonrisa pura y la horizontalidad del niño, el porque sí que te dejaba sin vecino, sin padre, sin compañero de pupitre, cuando la vida era algo más que cojines y no había necesidad de videojuegos que os la hicieran más excitante.

Los toros no son algo de nuestra época, en eso habrá que estar de acuerdo con los adalides de la modernidad en que se han convertido los catalanes. Son algo carpetovetónico, brutal, de una fisicidad impresionante y arcaica a la que no están acostumbrados los ojos que sí se han acostumbrado a las secuelas de “Saw”. Mientras sea dentro de la ficción, o de la representación, o al menos de la imagen, podemos merendar un bocata o dividir el último gramo frente a las más terribles atrocidades sin que nuestra sensibilidad se inmute apenas. El problema llega cuando es real, cuando entre la vida y nuestros ojos se interpone la sangre sin truco, la muerte de largo, como una rata en medio de un callejón. Rápidamente giramos la cabeza y rezamos al Dios del progreso para que se lleve a las brujas y al sacamantecas, para que barra de barro nuestras vidas y nuestras calles, para que se lleve lejos a la muerte, a las residencias o a los hospitales, a las fábricas de hamburguesas o a los telediarios vía satélite. La tauromaquia es, en el fondo, un recordatorio, un memento mori, y por tanto una celebración de la vida, del regocijo que produce la ilusión humana de dominar lo indómito, de sacar a las Parcas de paseo con sus collares y decir “aquí están, comiendo de mi mano”. Por supuesto es un acto de engreimiento, de orgullo, falso porque aspira a una generalización imposible, teatral, nos lo recuerdan los huracanes y los terremotos (¿cuándo te olvidarás de Haití, Forges?), pero como acto humano de exorcismo de los terrores más básicos y profundos no deja de ser de una rotundidad y por tanto de una belleza imponente.

La Cataluña que se suicida, como la España que se muere de envidia por un lifting de leyendas negras, no puede permitir, entre otras cosas, que su mundo de fantasía sea violado por actos reales tan contundentes. Arguyen que somos la vergüenza de Europa, más aún, que medio mundo se lleva las manos a la cabeza ante nuestro salvajismo recalcitrante. Ser considerados unos bestias por quienes inspiraron las nuevas pedagogías escolares, por poner un ejemplo, no es precisamente un insulto que nos deba quitar el sueño. Siempre será preferible vivir en el mundo de Bambi antes que en el de Bin-Laden, yo también sueño con entender los maullidos de Nicanor y he probado a que dos perros de razas diferentes compartan un espagueti, pero hasta la fecha sólo me he encontrado con arañazos, peces grandes que se comen a peces chicos y cometas de trayectorias con mala intención. Detrás de toda la hojarasca nazionanista, aplaudida por gentes que aman a sus perros y se convierten al veganismo para superar crisis sentimentales o contracturas crónicas de trapecio, lo que se esconde no es más que un prurito de querer ser mejores, más humanos, más pacíficos, más cultos, más civilizados, sin comprender que están prohibiendo un culto a la civilización, tan agresivo como el rito de cualquier curandero de esas tribus ignotas que tanto dicen respetar, tan brutal como las cornadas del hambre o los rayos homicidas que abren fosas y tiran allí a tus muertos, hasta hace segundos vivos, sin explicaciones, sin tapujos, tan real que ya no tiene cabida en este mundo irreal gobernado por mentes colmena que son capaces de pedir respeto a culturas que denigran a la mujer, que extirpan sus clítoris incapacitando a las niñas para el placer y que cuando es cuestión de imponer unos ideales, unos principios, apuestan por el relativismo cultural, el respeto mutuo y todas esas masturbaciones con calcetín a cuyo ritmo tronante y funesto ya no hay quien se sustraiga.

Llamadme antiguo, imperdonablemente antiguo. Asesino, bestia o salvaje. Pero a los antitaurinos los toros les importan un pito. Sólo les importa su propia imagen, el sueño dócil de cada noche, la conciencia tranquila y el rumor del mundo apaciguado, por debajo de los niveles del mantra que ejecutan los profetas de la coyonada. Un catalán célebre, además de espléndido artista, Santiago Rusiñol, dijo una vez exponiendo, quizá sin saberlo, algo más que la esencia del futil modernismo: "Los que buscan la verdad merecerían el castigo de encontrarla". Shhhh. Silencio. No despertemos a los grandes hombres y mujeres que velan por nuestro destino. Que sigan durmiendo el sueño multicolor de los paraísos cultos y civilizados.

sábado, 10 de julio de 2010

Suelos


Hay noches azules como hay noches blancas. Azules de inmensidad, de mar calmo, de lejanas campanas que suenan para nadie. Azules porque es el color de las distancias. El barrio está aletargado, rendido como un gato que busca el frescor de las losas, lamiéndose las heridas de rugidos de moto que flagelan las verticales de los edificios, rebotan en las cornisas y se pierden sin ser vistos. Los cuerpos buscan el húmedo aliento de esos diálogos que se cruzan entre las ventanas del patio y las de la calle, apagan las luces y nadan en iridiscencias azuladas que parpadean lanzando tímidos mensajes de auxilio. Hay un bar que echa el cierre como quien tira la toalla, y radios con música y ladridos y estornudos, un pentagrama de sonidos absurdamente cercanos, amplificados por este calor que nos hace sudar y nos embrutece, nos arrastra pasillo adentro hacia veleidades de poeta en umbríos rincones insospechados y estrenamos pupitre sentados en esquinas inéditas, tumbados en encrucijadas recién fregadas, palpando el braille de las paredes o mirando las formas de las cosas desde la perspectiva de las monedas caídas. Somos miles los que consumimos este mismo oxígeno difícil y arrugado, los que compartimos toxinas, frutería y cartero, que ahora respiramos en la oscuridad de nuestras casas, para pasar inadvertidos de los insectos y de las miradas fronteras, a las que observo buscándome a la altura acostumbrada sin percatarse de que los espío desde el suelo, boca abajo, a través de los barrotes del balcón, como anhelando un cielo distinto a este cielo de cemento, una lluvia o un bautismo. La noche es azul por el color del mar y por el sueño que se va formando en cada uno de los nichos apagados; poco importa que el mar esté lejos, la esperanza a veces también, y aun y todo el cielo reverbera de océanos y el hombre del quinto zurce el calcetín cotidiano de las cuentas y los deseos y las miserias y las pequeñas sorpresas y los desvanes del tiempo y el chirrido afelpado del mundo menguando. Es la hora de los conciertos, cuando todo, hasta lo más pequeño, suena; la hora de la carcoma en las paredes lentas y seniles, en las comisuras de las baldosas, en la hoguera de mi almohada; es el momento de las gotas de agua que esperan a la noche para suicidarse dramáticamente, sin posibilidad de solidarias impertinencias; es la ocasión de escuchar lo que sea que canten las llaves, los botones, las pinzas y los cables, la chancla sin pareja y el cajón que no cierra, los abrigos de invierno, el envés de los cuadros, la tensión tectónica de los libros, el rumor de las solapas, las mudas blancas y las teclas que nadie toca. Hay canales de televisión que enseñan muslos y lametones, hay un silencio negro en la Antártida de croquetas del congelador, toco el lomo dormido de los radiadores, he conseguido deshacerme del trozo de uña que martirizaba mi pie derecho, vuelvo al balcón, dos caladas y otra vez el bisbiseo de los árboles, la luz de luna de los escaparates, el tormentoso arrancar de un coche que se va sin despedirse, el calor, este calor, como una noche azul de algodón azul, como una víspera de algo o un tiempo regalado que nadie quería y lo han dejado al pie de mi ventana, berreando segundos y corcheas. Paso el día sentado frente a una pantalla y ahora es la hora de los suelos, estiro brazos y piernas en esta piscina improvisada, mi nuca anhela el beso imposible, la horizontal perfecta, todo es grande y lejano desde aquí abajo, la lámpara, bamboleante, un planeta solemne y muerto de miedo; soy un arroyo pertinaz que ha horadado el granito de los armarios, una lombriz reptando kilómetros imperceptibles de espesuras; bailo al son de mis caprichos, soy libre desmadejado, pelele, desnudo y sin alfombras, bañándome en secreto en un monólogo azul y automático, a espaldas de una calle abierta al cielo, a la estrella que engaña, como una televisión encendida en el más allá de los astrólogos, a la platea de testigos que me buscan y no me encuentran, al domingo de continuidad y el lunes de pasión, al sol, que se regocija en su guarida y que volverá para matar esta noche azul, azul mar, en el que no se está nada mal, nadando de espaldas, chapoteando feliz, muerto y sudoroso, hacia el horizonte ciego donde suelo y pared me prometen densas, líquidas tinieblas.


Foto: Chema Madoz

lunes, 5 de julio de 2010

Primo


La lectura de la Trilogía de Auschwitz de Primo Levi está siendo borrascosa, como era de prever. El primer libro, "Si esto es un hombre", se centra en las experiencias pero más concretamente en las reflexiones de Levi durante su estremecedora cautividad en el Lager o "campo de trabajo" de Morowitz, a siete kilómetros de Auschwitz, el centro de la maquinaria aniquiladora nazi en Polonia. Comparto aquí una serie de extractos por lo que tienen de abrumadores testimonios de una serie de cuestiones morales que van mucho más allá del catálogo de horrores y escenas monstruosas que muchos ya conocemos, y otros dicen saber y estar cansados de escuchar. Siempre tiemblo un poco ante este "cansancio" que dicen sentir algunos, como si les pareciera más pertinente recalcar cierta sospecha de victimismo que tratar de encarar la falla espiritual y humana que aún hoy, no precisamente faltos de horrores en el mundo, considero imprescindible conocer. Iba a decir también comprender. Pero estoy con Primo en que comprender es imposible.

“Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no vuelven”.

“Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno y otro estado límite son los de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza, y en el otro, incertidumbre”.

“No hay dónde mirarse, pero tenemos delante nuestra propia imagen, reflejada en cien rostros lívidos, en cien peleles miserables y sórdidos. Ya estamos transformados en los fantasmas que habíamos vislumbrado anoche”.

“La muerte empieza por los zapatos”.

“Heme aquí, por consiguiente, llegado al fondo. A borrar con una esponja el pasado, el futuro se aprende pronto si os obliga la necesidad. Quince días después del ingreso tengo ya el hambre reglamentaria, un hambre crónica desconocida por los hombres libres, que por la noche nos hace soñar y se instala en todos los miembros del cuerpo; he aprendido ya a no dejarme robar, y si encuentro una cuchara, una cuerda, un botón del que puedo apropiarme sin peligro de ser castigado me lo meto en el bolsillo y lo considero mío de pleno derecho. Ya me han salido, en el dorso de los pies, las llagas que no se curan. Empujo carretillas, trabajo con la pala, me fatigo con la lluvia, tiemblo ante el viento; ya mi propio cuerpo no es mío: tengo el vientre hinchado y las extremidades rígidas, la cara hinchada por la mañana y hundida por la noche; algunos de nosotros tienen la piel amarilla, otros gris: cuando no nos vemos durante tres o cuatro días nos reconocemos con dificultad. Habíamos decidido reunirnos los italianos todos los domingos en un rincón del Lager: pero pronto lo hemos dejado de hacer porque era demasiado triste contarnos y ver que cada vez éramos menos, y más deformes, y más escuálidos. Y era tan cansado andar aquel corto camino: y además, al encontrarnos, recordábamos y pensábamos, y mejor era no hacerlo”.

“[…] que precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir. Estas cosas me dijo Steinlauf, hombre de buena voluntad: cosas extrañas para mi oído desacostumbrado, entendidas y aceptadas sólo en parte, y mitigadas por una doctrina más fácil, dúctil y blanda, la que hace siglos que se respira más acá de los Alpes y según la cual, entre otras cosas, no hay vanidad mayor que esforzarse en tragarse enteros los sistemas morales elaborados por los demás, bajo otros cielos. No, la prudencia y la virtud de Steinlauf, ciertamente buenas para él, no me bastan. Frente a este complicado mundo inferior mis ideas están confusas: ¿será realmente necesario establecer un sistema y practicarlo? ¿No será más saludable tomar conciencia de no tener sistema?”

“La facultad humana de hacerse un hueco, de segregar una corteza, de levantarse alrededor de una frágil barrera defensiva, aun en circunstancias que parecen desesperadas, es asombrosa”.

“¿Por qué el dolor de cada día se traduce en nuestros sueños tan constantemente en la escena repetida de la narración que se hace y nadie escucha?”

“Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los Muselmänner, los hundidos, los cimientos del campo, ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla. Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería ésta: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento”.

“Los civiles, más o menos explícitamente y con todos los matices que hay entre el desprecio y la conmiseración, piensan que por haber sido condenados a esta vida nuestra, por estar reducidos a esta condición nuestra, debemos estar manchados por alguna misteriosa y gravísima culpa. Nos oyen hablar en muchas lenguas diferentes que no comprenden y que suenan a sus oídos grotescas como voces de animales; nos ven innoblemente sometidos, sin pelo, sin honor y sin nombre, golpeados a diario, más abyectos cada día, y nunca descubren en nuestros ojos una chispa de rebeldía, de paz ni de fe. Nos saben ladrones e indignos de confianza, enfangados, andrajosos y hambrientos y, confundiendo el efecto con la causa, nos juzgan dignos de nuestra abyección”.

“Si el año pasado en esta época nos hubiesen dicho que íbamos a ver otro invierno en el Lager, nos habríamos dirigido a tocar el tendido eléctrico; y también lo haríamos ahora si fuésemos lógicos, si no fuera por este insensato y loco residuo de inconfesable esperanza”.

“Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido. Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca? Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn”.

“Es una suerte que hoy no sople el viento. Es extraño, de alguna manera se tiene siempre la impresión de tener suerte, de que cualquier circunstancia, tal vez infinitesimal, nos sujeta junto al abismo de la desesperación y nos permite vivir. Llueve, pero no sopla el viento. O tal vez llueve y sopla el viento: pero sabes que esta tarde te toca a ti el suplemento de potaje y, entonces, también hoy encuentras fuerzas para superar la tarde. O incluso tienes lluvia, viento y el hambre cotidiana, y entonces piensas que si no te quedase otro remedio, si no sintieses en el corazón más que sufrimiento y tedio, como a veces sucede, que te parece en verdad yacer en el fondo, pues bien, aun entonces, pensamos que si queremos, en cualquier momento, siempre podemos llegarnos hasta la alambrada eléctrica y tocarla o arrojarnos bajo los trenes que maniobran, y entonces dejaría de llover”.

“El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún modo en la revuelta [de insurrectos en el campo de Birkenau]. […] Morirá hoy bajo nuestras miradas; y quizás los alemanes no comprendan que la muerte solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá de gloria y no de infamia. […] todos oyeron el grito del moribundo, éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión, golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros:

- Kamaraden, ich bin der Letze! (¡Compañeros, yo soy el último!)

Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento. Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo. Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya; ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera. Destruir al hombre el difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue”.

“En el Lager pensar es inútil, porque los acontecimientos se desarrollan las más de las veces de manera imprevisible; y es perjudicial, porque mantiene viva una sensibilidad que es fuente de dolor”.