martes, 3 de agosto de 2010

Animalismos



Lo confieso: soy un asesino. No he matado nunca a nadie, pero soy un asesino, un sanguinario aniquilador de vidas. Disfruto matando por persona interpuesta, porque además de asesino soy un cobarde. No merezco vivir en sociedad, al menos en una tan avanzada y progresista como la catalana y pronto la española, la de la cara lavada. Mis manos están manchadas de esa pestilente savia caliente, negruzca y mezclada con arena, la sangre de los toros bravos que han muerto torturados por esos ridículos representantes del macho latino y el gladiador de pandereta, analfabetos jaleados por los vítores y aplausos de millares de cómplices sedientos de muerte y de dolor, con la que nutren sus células tanto como sus votos en tiempos de elecciones. En realidad el bicho de mayor tamaño que he matado es, creo, una salamanquesa, y digo creo porque la tiré por la ventana antes de comprobar sus constantes vitales, pero no importa porque soy culpable de un genocidio de toros, soy un ser repugnante y retrógrado que disfruta con el sufrimiento ajeno, y como tal merezco la condena de los vigías de la moral y la corrección, quién sabe si el destierro oficial lejos del perímetro de la Modernidad o incluso la castración química. Se lo preguntaré al primer catalán antitaurino que me encuentre por las calles, todavía libres, de Madrid.


Vaya por delante que he estado en los toros a lo sumo cuatro veces en mi vida y que tengo para con la Fiesta una mezcla de pavor y respeto. Pavor porque, quiera o no, formo parte de una generación débil que ha crecido en el bienestar (lo suyo les costó a nuestros padres) y cuyo contacto con los hechos trascendentales de la vida, y en especial con la muerte, ha sido sistemáticamente minimizado por la sensibilidad adocenada de una sociedad hipócrita y disneyana. Pavor porque mis ojos no pueden evitar cerrarse ante las imágenes más cruentas que proporciona la tauromaquia. Me pasa lo mismo cuando veo, en una película o en la vida real, una jeringuilla hipodérmica penetrando en una vena. A nadie se le ocurriría prohibir las extracciones de sangre o siquiera criticarlas por desagradables, pues todo el mundo comprende que son base fundamental de la medicina. Esto no significa que mi razonamiento vaya a declarar los toros como fundamento de nada, sin embargo creo que en este ejemplo se concreta uno de los aspectos más importantes de todo este tremendo debate, como siempre mal encaminado y convenientemente trufado de idioteces por los mismos de siempre. Nuestra sensibilidad no acepta ver ciertas cosas y prohíbe las que puede prohibir o esconde las que son indispensables. Uno de nuestros mayores tabúes es la muerte, la destrucción: comprendemos que exista, sabemos de su inevitabilidad, pero su presencia cercana, su intromisión en nuestros asuntos, vuelve absurda esa necesaria ficción encadenada que llamamos vida, nos plantea preguntas, nos vuelve escépticos, o sea peligrosos desde un punto de vista mercadotécnico. Dios los quiere temerosos, nunca preguntones. 


Recuerdo nítidamente mis reflexiones infantiles acerca de la muerte, motivadas quizá por el fallecimiento de algún conocido de la familia o vecino. La muerte era difícil de entender porque, en primer lugar, era de una irreversibilidad única, sin parangón. Tu madre te decía que no ibas a volver a ver a tal señor y, coño, era verdad, no volvías a verlo nunca más. No se andaba con tonterías la muerte, no te preguntaba tu parecer, venía y punto. Esta idea me arrastraba a adivinar cómo sería la vida del muerto después de haber dejado de vivir: uno empezaba a imaginar oscuridades nunca lo suficientemente oscuras, espirales de vacío que permitían extrañas levitaciones (un cortocircuito mental entre los escasos conocimientos teológicos y las muchas películas vistas) y esa suspensión del tiempo, la eternidad, la nada, se cernía sobre mi cabeza como un garrote asfixiante por incomprensible, de la que generalmente trataba de escaparme a fuerza de piernas; era por eso, ama, que aparecía de repente en tu habitación con palpitaciones y llantos que nunca me atreví a explicar, era por eso que corría por el pasillo en busca de algo, luces en las ventanas de la calle dormida, libros, pósters de ET, el tacto de mis primeras bandas sonoras, objetos palpables, reales, ideas para mañana, proyectos de niño, lo que sea que fuera de aquí y de ahora, que me alejara de esas tinieblas dolorosas y atemorizantes. 


Me pregunto si los niños de ahora piensan en la muerte en estos términos o en otros. Sé que cuando mi padre era niño la muerte no le hacía correr por los pasillos (de haberlos tenido). La muerte se le presentó quizá por primera vez cuando murió su padre, él todavía era un niño. La muerte rondaba las casas de los vecinos, seleccionaba animales o se contaba en prosas brumosas con nombres y apellidos y estruendos de bombas. Y luego estaban los toros, a los que ningún niño dejaba de ir, como tampoco se perdían las sesiones dobles de los miércoles en el cine de la ciudad. No sé si mi padre vio alguna vez morir a algún torero (cuántas cosas no sé de ti), pero sí vio la sangre de muchos toros que, indefectiblemente, acabaron muriendo ante sus ojos. La lectura que hacía cualquier niño, hasta el más bobo, era que por ahí delante había pasado la muerte danzante y puñetera, acariciando las ingles del torero, haciéndole carantoñas de puta fina desde el burladero, posponiendo su cita amorosa, el momento en que ambos se fundirían en un orgasmo definitivo y sepulcral. Ante un niño se celebraba un espectáculo que trascendía ese nombre porque era real, pues lo que estaba en juego no era la malla del actor ni la garganta de la casta diva, el niño contemplaba alucinado una dramatización de la vida, ni más ni menos, ese minué absurdo, terrible, mitad luz, mitad sombra (la plaza más antigua de España, aita, la de vuestro Castañar), esa lucha entre la inteligencia y la irracionalidad, entre el Hombre y la Bestia, aquí un mero símbolo de la muerte, del dolor y los hachazos que nos van menguando la sonrisa pura y la horizontalidad del niño, el porque sí que te dejaba sin vecino, sin padre, sin compañero de pupitre, cuando la vida era algo más que cojines y no había necesidad de videojuegos que os la hicieran más excitante.

Los toros no son algo de nuestra época, en eso habrá que estar de acuerdo con los adalides de la modernidad en que se han convertido los catalanes. Son algo carpetovetónico, brutal, de una fisicidad impresionante y arcaica a la que no están acostumbrados los ojos que sí se han acostumbrado a las secuelas de “Saw”. Mientras sea dentro de la ficción, o de la representación, o al menos de la imagen, podemos merendar un bocata o dividir el último gramo frente a las más terribles atrocidades sin que nuestra sensibilidad se inmute apenas. El problema llega cuando es real, cuando entre la vida y nuestros ojos se interpone la sangre sin truco, la muerte de largo, como una rata en medio de un callejón. Rápidamente giramos la cabeza y rezamos al Dios del progreso para que se lleve a las brujas y al sacamantecas, para que barra de barro nuestras vidas y nuestras calles, para que se lleve lejos a la muerte, a las residencias o a los hospitales, a las fábricas de hamburguesas o a los telediarios vía satélite. La tauromaquia es, en el fondo, un recordatorio, un memento mori, y por tanto una celebración de la vida, del regocijo que produce la ilusión humana de dominar lo indómito, de sacar a las Parcas de paseo con sus collares y decir “aquí están, comiendo de mi mano”. Por supuesto es un acto de engreimiento, de orgullo, falso porque aspira a una generalización imposible, teatral, nos lo recuerdan los huracanes y los terremotos (¿cuándo te olvidarás de Haití, Forges?), pero como acto humano de exorcismo de los terrores más básicos y profundos no deja de ser de una rotundidad y por tanto de una belleza imponente.

La Cataluña que se suicida, como la España que se muere de envidia por un lifting de leyendas negras, no puede permitir, entre otras cosas, que su mundo de fantasía sea violado por actos reales tan contundentes. Arguyen que somos la vergüenza de Europa, más aún, que medio mundo se lleva las manos a la cabeza ante nuestro salvajismo recalcitrante. Ser considerados unos bestias por quienes inspiraron las nuevas pedagogías escolares, por poner un ejemplo, no es precisamente un insulto que nos deba quitar el sueño. Siempre será preferible vivir en el mundo de Bambi antes que en el de Bin-Laden, yo también sueño con entender los maullidos de Nicanor y he probado a que dos perros de razas diferentes compartan un espagueti, pero hasta la fecha sólo me he encontrado con arañazos, peces grandes que se comen a peces chicos y cometas de trayectorias con mala intención. Detrás de toda la hojarasca nazionanista, aplaudida por gentes que aman a sus perros y se convierten al veganismo para superar crisis sentimentales o contracturas crónicas de trapecio, lo que se esconde no es más que un prurito de querer ser mejores, más humanos, más pacíficos, más cultos, más civilizados, sin comprender que están prohibiendo un culto a la civilización, tan agresivo como el rito de cualquier curandero de esas tribus ignotas que tanto dicen respetar, tan brutal como las cornadas del hambre o los rayos homicidas que abren fosas y tiran allí a tus muertos, hasta hace segundos vivos, sin explicaciones, sin tapujos, tan real que ya no tiene cabida en este mundo irreal gobernado por mentes colmena que son capaces de pedir respeto a culturas que denigran a la mujer, que extirpan sus clítoris incapacitando a las niñas para el placer y que cuando es cuestión de imponer unos ideales, unos principios, apuestan por el relativismo cultural, el respeto mutuo y todas esas masturbaciones con calcetín a cuyo ritmo tronante y funesto ya no hay quien se sustraiga.

Llamadme antiguo, imperdonablemente antiguo. Asesino, bestia o salvaje. Pero a los antitaurinos los toros les importan un pito. Sólo les importa su propia imagen, el sueño dócil de cada noche, la conciencia tranquila y el rumor del mundo apaciguado, por debajo de los niveles del mantra que ejecutan los profetas de la coyonada. Un catalán célebre, además de espléndido artista, Santiago Rusiñol, dijo una vez exponiendo, quizá sin saberlo, algo más que la esencia del futil modernismo: "Los que buscan la verdad merecerían el castigo de encontrarla". Shhhh. Silencio. No despertemos a los grandes hombres y mujeres que velan por nuestro destino. Que sigan durmiendo el sueño multicolor de los paraísos cultos y civilizados.

2 comentarios:

  1. Nunca en tan poco espacio se habían dicho tantas verdades, una vez más Gorka 1000 gracias por tus palabras.

    ResponderEliminar
  2. Hola soy administrador de una red de blogs estuve visitando tu página http://diariomundomenguante.blogspot.com/ y me pareció muy interesante. Me encantaría que pudiéramos intercambiar links y de esta forma ambos nos ayudamos a difundir nuestros páginas.
    espero tu amable respuesta.
    muchos Exitos y sigue adelante con tu blog.

    saludos



    Franck
    contacto: rogernad08@gmail.com

    ResponderEliminar