lunes, 23 de febrero de 2009

Tejados


Fin de semana de alturas y descensos, de mudanzas y azoteas. A veces conviene subirse a lo más alto para verlo todo más pequeño, para ver incluso lo más pequeño. No es por estar más cerca de las nubes, de esos cielos con desgarros de aviones, ese sombrero de cortesía que se pone Madrid en su azul de domingo, no es por la proximidad con los dioses, es, creo, porque sólo desde lo alto se engrandece lo de abajo. Es un error pensar que desde arriba se relativiza lo de abajo. Desde arriba se ve todo más grande, más claro, mejor. Desde arriba la vida es un milagro, el mundo un algo con sentido, con orden, incluso con delicadeza. La gente es más pequeña pero el ser humano es enorme si se le ve desde arriba, incrustado en la ciudad, circulando como glóbulos grises, entre edificios y arboledas, kilómetros de lejanías como un decorado espectacular, una fantasía de cartón piedra. No en vano los palcos de los teatros están por encima del patio de butacas, como el verso se eleva por encima de la prosa. Nos subimos a la azotea del Bellas Artes para ver apagarse la ciudad y encenderse la noche. Nos subimos para tomar distancia y sacar fotos a lo microscópico, para cerrar el cuento con una grúa de grandeza y espectacularidad. El domingo me lo pasé encaramado a una buhardilla, con el alma de un gato sobre el tejado, redescubriendo los malabares de la escritura, ese ir paso a paso por el cable vertiginoso de la página en blanco, ciñendo lo inasible, eligiendo nubes, sorteando tejas resbaladizas. La mudanza del sábado por la mañana consistió en coger trastos, camas, sartenes, bajarlos de un noveno, arrastrarlos por la pedestre realidad y volver a subirlos a un rincón seguro en las alturas. La cama de dos por dos era un cuadro de museo vertical, un absurdo de muelles y sudores, que sólo recupera su milagrosa condición cuando vuelve a la horizontalidad a cien metros de la tierra. No se puede dormir en una cama hasta que no te la subes a la azotea. Nos pasamos la vida resguardándonos del plano terrenal, subiéndonos a los árboles como monos temerosos, construyendo refugios entre las ramas. Necesitamos que nos cuelguen las piernas para que la sangre no se nos suba a la cabeza. El domingo por la tarde abrimos la puerta de la casa y el gato no quiso marcharse. Prefirió salir al tejado, silbando sus melodías de independencia, jugándose las vidas por esas azoteas de Dios, por esos cielos de Madrid, y como él, nosotros, nos sentimos más seguros cuanto más altos, cuanto más lejanos del polvo de los caminos, de los peligros de los bandidos Saltodemata que acechan por las esquinas. Porque las calles, vistas desde abajo, son cintas transportadoras que te acaban llevando a donde no quieres ir a donde vas siempre. La calle, desde la calle, es como ver el mundo a través del tubo de un cartel enrollado, da miedo, todo es plano e insuficiente, se pierde volumen, perspectiva, y siempre te acabas pegando un morrazo contra una farola o pisando mierda. Desde donde está el gato no valen los engaños de la calle, se le ve el truco, las ganas que tiene de succionarnos, de eliminarnos. La altura de un refugio de montaña, el silencio de la nieve alrededor, mientras te tomas un caldo caliente y desentumeces los dedos de los pies, es una de las mejores sensaciones que pueden experimentarse. ¿Por qué es tan feliz el hombre cuando sube una montaña y se sienta en lo alto? ¿Por qué hay gente capaz de pasar siete años en el Tibet? He pasado el finde en el Himalaya de mi ciudad, con el alma de un gato y los pies en el cielo. He recordado la grandeza que no me dejan ver las calles. He visto lo necesario.

(Foto de Mauro A. Fuentes, extraída de su blog www.fotomaf.com)

viernes, 6 de febrero de 2009

Cuatreros


Últimamente me levanto tarde y se me echa encima la hora de comer sin haber hecho gran cosa. Me voy activando por etapas y la tarde me pilla siempre con un sentimiento de culpabilidad. Imprescindible, por tanto, es ver FAMA después de comer. Porque es mi manera de hacer la digestión. Diría que incluso es mi manera de hacer deporte, de quemar las grasas perniciosas y el superavit de calorías. Veo a estos chicos saltar, descoyuntarse, caer para volver a levantarse sin esfuerzo, y sobre todo, vestir esas ropas tan acertadas y que tanto les define (ya que no distingue). Me siento un poco como un sátrapa ante su harém y eso que mi televisor no es de pantalla plana y gigante, sino una que no es precisamente ideal para perder la perspectiva y creer en interacciones multimedia y rozamientos mancomunales. Vamos que soy muy consciente de que son inalcanzables y elásticos como chicles o sueños dulces, de esos que puedes controlar y alargar cuanto quieras que dure ese ratito de más en la cama justo después de despertarte. Hay algo en este programa que me pone muy nervioso y no sé muy bien lo que es. Quiero decir, algo más allá de lo evidente, como ciertos profesores, entre los que destaco a Ullate (hache), lo más parecido a Nina después de Zerolo, y a la Directora de la Escuela, un insecto palo que me hace imaginarla desayunando barritas de avena. Hay una especie de asunción o reconocimiento público y flagrante de tratarse de un programa pornográfico o al menos de altísima concentración erótica camuflado en pleno horario infantil. ¿O es que me lo parece a mí? Yo no sé muy bien qué se entiende por horario infantil, y menos aún por mentalidad infantil, pero lo que sí sé es que como yo hay muchos infantes disfrutando golosamente de las imágenes que emite Cuatro todas las sobremesas, un primor alucinante de cuerpos perfectos salpimentando con su indecente inevitabilidad (que no es lo mismo que una inevitable indecencia) los yogures desnatados y las piezas de fruta, los cafés con leche y los cigarritos de después de comer. No voy a dar nombres pero tengo mis favoritos. Apoltronado en el sofá o encaramado al sillón giratorio, tengo la santa huevada de amonestar a los que lo hacen mal y distinguir a los que se han esforzado por encima de los resultados finales, me convierte, en una palabra, en jurado, un jurado que tiene en cuenta elementos extraños a la danza, un jurado asorollado que piensa más en pieles que en portés, y que sufre por dentro su envidia, rumiante y venenosa, porque sabe que tendría que volver a nacer para parecerse sólo un poco a estos cuerpos insultantes y desvergonzados, definitivos ya en plena formación. Y es que Cuatro ya me pone un poco de mala leche después de comer. Me recuerda una vez más que no seré como uno de ellos. Claro que esto, a otros niveles, también me pasa con el humor de Pablo Motos o el informativo de Iñaki Gabilondo. Ahora que hablo de Cuatro, tengo la teoría de que uno de sus creativos vive cerca de casa porque oigo en sus anuncios músicas que he puesto en casa tan sólo unas semanas antes. La cosa no pasó de ser una casualidad las primeras veces, pero hoy ya han sido tantas que he empezado a fijarme en los buzones por si reconozco nombres que haya visto en los créditos de los programas o viceversa, no me acuerdo. Seguiré investigando.

lunes, 2 de febrero de 2009

El Far West


Almería es una alfombra terrosa por las mañanas, una sartén de costrones a medio día, un aspirador furioso por la tarde y el fondo de un vaso estrellado por las noches. En la oscuridad cavernosa del poblado Fort Bravo, donde rodábamos una película de arte y ensayo destinada a un akelarre museístico del Cabildo Canario, esperando a que los transportes nos devolvieran al hotel, el cielo era una instalación cósmica que aliviaba nuestro cansancio a fuerza de relatividad y años luz. Los coches de producción atravesaban la noche, con sus faros dibujando triángulos de desierto, postes de electricidad y decorados del Far West, como peces abisales adormilados que se detenían de vez en cuando ante siluetas desconocidas, las engullían y tras acomodarlos en el interior de sus estómagos translúcidos retomaban el paso. El polvo y la tierra, como una capa fina y molesta cubriendo cada centímetro de piel a la intemperie, se mezclaba con la saliva en el penúltimo cigarrillo. Masticábamos la jornada. Haber visto amanecer un cielo de forillo recortado por los tejados del Saloon, el Establo, el patíbulo de los ahorcados y la Casa de Correos. Los figurantes iban lentamente poblando los rincones a medida que iban saliendo de vestuario, cada uno con su profesión escrita en la ropa, el banquero, el barbero, la prostituta, los mexicanos, el ganadero borracho, el forajido, el tabernero. Señores en paro o retirados que se pagan los vicios con los 50 euros diarios por convertirse en maniquís desvencijados. Los había muy mayores, fumadores de hachís profesionales, que iban estableciendo su novela picaresca en los márgenes del rigor germánico, a base de carcajadas de tísico sarcástico como pinceladas o desgarros, comentarios irónicos, interjecciones de confianza. El equipo, dividido entre españoles y alemanes, se comunicaba con barullo de lenguas, diversas versiones del inglés, como reflejos cada vez más desenfocados, y menciones a la virgen y la madre que parió a tal o cual rubiales. Los había, entre los alemanes, firmes y disciplinados, que impresionaban con su sola ubicación en el set: el d.p. y su saber moverse de un foco a otro, como un fantasma de la ópera desromantizado, diseccionando la luz y los espacios con su melena de canas y sus manos amplias dibujando ejes y escorzos; el sonidista, 27 años, dos metros de altura y un 52 de pie que eran como un escalón con el que nos tropezábamos todos, una mirada como de niño atrapado, como de Tom Hanks en "Big", una voz como de acuífero subterráneo, alpina en sus saltos de tono, capaz de florituras y orquestaciones mahlerianas, escueto y silencioso como un gigante con almuadillas. Los había sobraos, pesaos, señoritingos de la profesionalidad, los había mequetrefes y cansinos, dubitativos, ignorantes, esbeltos de orgullo, tirantes, encallecidos, las había secas como palos, afectando una servicialidad altiva y de inimaginable doble cara, y luego estábamos nosotros, frustrados la mayoría de las veces por tener que mirar las cosas como de puntillas a través del muro de la prisión, atrapando las ideas que nos inspiraba la mera audición de las palabras en alemán y sintiéndonos cada vez menos imprescindibles, simples ejecutantes de labores ingratas, esclavos muy mal pagados. Por suerte, cada noche, había siempre una imagen, una escena, un momento que salvábamos de la quema de las zarzas de la jornada, y repetíamos la versión exhausta de la risa de la mañana o la tarde, ese espasmo muscular que nunca dejó de provocarnos el surrealismo de cuanto nos rodeaba. Comíamos en la misma mesa que Bronzito, el Charles Bronson más parecido a Charles Bronson después del propio Charles Bronson, un actor húngaro reclutado por los de Fort Bravo para interpretar los shows de peleas y disparos morriconianos con los que deleitan a los turistas. En el rodaje conversábamos con "el Fonda", un señor que se precia de ser hijo bastardo de Henry Fonda, historia supuestamente verídica y refutada por su publicación en varios medios de comunicación, ciertamente el tipo es idéntico a su padre, y uno se sentía un poco Ford al compartir una cerveza con el Fonda en mitad de la ventisca de la noche, iluminados por los focos del set, rodeados selvática, atrozmente, por la más absoluta nada, eso sí, erizada de caracoles de polvo que se perdían en la inmensidad. Cada día era volver a una rutina arenosa, a una tarea cada vez más desagradable. La culminación de todo vino con la última jornada, rodaje nocturno en los pedregales de una rambla. Cinco cowboys conversan alrededor de un fuego chato y atrezado, con sus cinco caballos (cuatro, en realidad, porque falló uno, pero lo falseamos, no te preocupes). Veinte personas esperan en semicírculo a que acaben la escena y la noche, a que llegue la aurora, y podamos volver a la cama tras casi 18 horas de trabajo. Pero ha habido instantes, minutos, a veces horas, de esa cualidad extraña que sólo tienen los grandes momentos. Rodeado de una familia de insectos palo, vi cómo una cámara retrocedía y se elevaba en una grúa mientras que la pared de cartón que hacía las veces de fachada de la casa, frente a ella, retrocedía a su vez por las vías de un travelling rompeficciones. Saqué fotos.