martes, 29 de junio de 2010

La vergüenza


Hace unos meses saltaba la noticia de que el gobierno italiano pretendía exigir el pago de diez euros a cada uno de los turistas que visitasen Roma. Se trataba de una medida recaudatoria un pelín histérica que pasó prácticamente desapercibida en mitad del estrépito europeo, apenas una nota desafinada dentro del jaleo sinfónico de las bancarrotas y los polvos volcánicos. Hoy nos enteramos de una nueva noticia: Italia está planteándose la posibilidad de vender algunos de sus monumentos. No sabemos cuáles ni a quiénes. Esta mañana he podido escuchar las opiniones que esta ocurrencia suscitaba en dos elegantes señoras que desayunaban cerca de mi: una vergüenza, a dónde vamos a llegar, esto no puede ir en serio, qué barbaridad.

Mientras tanto, los responsables del gobierno catalán acusaban a España (ojo al dato) de traicionarse a sí misma por considerar inconstitucional una parte significativa de una constitución propia para Cataluña. La bronca política que ha suscitado el fallo (nunca mejor dicho) del Tribunal Constitucional está siendo de órdago. Pero habrá quien piense que lo de la venta de monumentos es más grave, de alguna manera más definitivo, sin vuelta de hoja. Considero que en el fondo son noticias muy parecidas. España vende una parte de su territorio, o ni siquiera eso sino que sufraga su libertad. Lejos de poner en venta el Coliseo nosotros pagamos bien caro para que nos quiten la Monumental. O Santa María del Mar, si lo preferís y así no tocamos otros temas (que seguro se consideran más graves). Inciso: ayer, Pilar Eyre, periodista del corazón, pedía públicamente perdón por haber hecho pública una información finalmente falsa sobre María José Campanario según la cual la mujer de Jesulín maltrataba a los animales. Eyre corría a deshacer el entuerto y dijo casi textualmente: “Me alegro de que no sea cierto porque es una de las peores cosas que se pueden decir sobre alguien”. Bien. En este país vivimos, nos lo hemos ganado a pulso. Maltratar a un animal es de lo peorcito que se puede hacer, sin embargo prohibir el burka es penalizar más a las mujeres que lo usan.

¿A qué sabrá el dinero que reciban los italianos a cambio de la venta del Arco de Trajano o la Boca de la Verdad? Más o menos como este sabor de boca que me deja la lectura de las opiniones entrecruzadas de nuestros políticos a raíz de la no sabemos si rectificación o refutación del Estatut por parte del TC. Para algunos, principalmente los nacionalistas catalanes, se trata de una estocada mortal al Estatut. Para otros, el gobierno y sus corifeos, la decisión del más alto tribunal es la prueba de que el Estatut es constitucional y perfectamente compatible con el marco jurídico autonómico (María Teresa Fernández de la Vega). Y se trata de la misma decisión, la misma noticia, el mismo país, aunque parezca mentira. Sólo unos pocos, además de los de siempre y que han perdido ya la poca credibilidad que les quedaba, insisten en recordar que estamos ante un chantaje absolutamente incuestionable que España no puede permitirse a no ser que le apetezca dejar de ser España para convertirse en otra cosa, Spaña, Esaña, o el coño de la Bernarda.

Me da vergüenza, y me quedo corto, leer titulares como “el PP se la pega con el Tribunal Constitucional”. ¿Se puede tener mayor ceguera? ¿Se puede vivir en una más completa imbecilidad? ¿Es esa verdaderamente la noticia, Leire? ¿Realmente a la gente le da igual que Cataluña deje de ser España y se convierta en lo que “sus ciudadanos decidan”? Lo entrecomillo porque habría mucho que decir al respecto de esas “decisiones” y vaya por delante que casi lo hago como un favor que concedo a ciertos catalanes, porque no les deseo el despertar de unos cuantos alemanes cierta mañana de 1945, cuando observaban realmente consternados lo que ciertas “decisiones democráticas” habían provocado. ¿No le importa a nadie que una parte de España tenga tanta voluntad por suicidarse? Y no me refiero al futuro económico o político de una hipotética Cataluña independiente. No pondré en duda que bajo algún tipo de sistema el nuevo país pudiera despegar en una meteórica carrera ascensional que lo llevara hasta los mismísimos cielos del G-20. Incluso entonces Cataluña se habría suicidado. Descorcharían botellas de cava pletóricas muchedumbres de suicidas y desfilarían orgullosos bajo el sol las madres y los padres, los padres y los copadres, los hijos y los pobres inmigrantes a los que el acontecimiento les hubiera pillado currando, todos o casi todos sonrientes, engañados, pero sonrientes, suicidados, pero satisfechos. Cataluña se habrá suicidado el día que triunfe esa pandilla de flautistas de Hamelin que día tras día dedican cada una de las gotas del sudor de su frente a fraccionar una sociedad e insuflar en ella la idea de la diferencia, de la excepcionalidad, de la superioridad, falsos mesías que dicen amar su país y sólo demuestran desconocerlo, y eso en el mejor de los casos, pues no falta quien a sabiendas pretende silenciar al que no se esté quieto, borrar del mapa las huellas de una cultura (no ya hermana, sino siamesa, unidas por el tórax, inseparables, a no ser que se quiera poner en peligro sus vidas) con la que dicen no sentirse identificados, de manera muy similar, aunque eso sí, incruenta, sin sangre, a como otras pandillas de salvadores han pretendido eliminar todo rastro de ciertas culturas que hoy por hoy ya no reciben las condolencias de los moralistas oficiales que deciden quién es la víctima del momento. Habrá vencido la ignorancia, la mentira, la putrefacta manipulación de la Historia en virtud a unos cuantos mitos y a un cizañero y carpetovetónico racismo analfabeto mal digerido.

En este país de furibundos defensores de los derechos de los trabajadores que se levantan en armas sólo cuando les suena la alarma anti-cacos que tienen instalada en el bolsillo pero nunca antes, en este país de solidarios progresistas a los que hay que recordarles como quien cuenta un cuento de terror que hay muertos recientes que han sido asesinados por aceptar que una empresa francesa construya un supermercado en territorio nacional, en este país de antitaurinos donde una alcachofa que tuviera la mala suerte de ponerse en el trance de extinguirse inspira más solidaridad y empatía que el ciudadano de ideología opuesta, en este país, digo, no me extraña que no importen las barbaridades que se cometen y que se cometerán en un futuro inmediato y de forma constante y progresiva. En este país donde los intelectuales que más venden se indignan sólo para recordar los nombres y los apellidos de los muertos de uno de los bandos, no vaya a ser que la gente olvide que los bandos existen y existirán, o le de por pensar que ya está bien de tanta simplificación, de tanta tergiversación, de tanta cortina de humo, en este país no se puede hacer nada sino desayunar en silencio y preocuparse por el destino del Foro Romano, aunque uno esboce una secreta sonrisa por haber tenido la milagrosa idea de haber viajado a la Ciudad Eterna antes de que se tengan que pagar diez euros más por visitar el solar donde una vez existiera un Templo de Vestales.

Esta noche, Josep-Lluis Carod-Rovira ha dicho: “En Madrid parecen no querer enterarse de que en Cataluña están pasando cosas de gran calado”, y hemos de reconocer, visto lo visto, que tiene toda la razón del mundo. Pero ha añadido: “Y el que avisa no es traidor”. Y vuelve a tener razón.

viernes, 25 de junio de 2010

Diario de viaje (y III)


20 de junio

Me he despertado tarde y me aseo con prisa, como si tuviera a alguien esperándome en la calle. Una vez abajo, camino el tramo acostumbrado hasta el tranvía, lo cojo sin percatarme ya de la ilegalidad subyacente y bajo tres paradas más adelante, una vez comprobado que la pastelería/cafetería de ayer está abierta. Me apetece volver a desayunar en este sitio, pero hoy escojo la terraza. Decisión absurda. Es una mañana fría, desapacible, el cielo, enfurruñado, resacoso, amenaza lluvia. La rubicunda alemanota hoy no ha querido entenderme y me sirve un café americano tamaño bañera. Al segundo sorbo siento que algo sucede en mis tripas. En efecto, es un desayuno purgante que me produce retortijones mientras escribo en la libreta los acontecimientos que ayer no tuve tiempo de anotar. Pasan familias, abuelos con bastón y rostros arios, caminando hacia un nuevo mañana. No sé muy bien qué hacer. El café me pone en un estado tal de excitación y nerviosismo que sería capaz de ponerme en una esquina a bailar claqué. Opto por ir a la exposición de Frida Kahlo. Sé que para cuando llegue al museo será como poco la una de la tarde, pero no hago caso porque Berlín es un reloj de arena que se me escurre imparablemente. Tampoco estoy seguro de que el museo esté abierto. Recuerdo que los domingos en Estocolmo eran, más que los días del señor, las noches de Walpurgis, sin un alma en la calle, establecimientos cerrados, ambiente de bombardeo aéreo. Estudio el mapa buscando opciones. Esta tarde he quedado con Fran en Prenzlauer Berg, por tanto esa zona queda descartada para la mañana. Esta ciudad es tan agotadoramente extensa que las distancias amedrantan a cualquiera que pretenda esbozar planes de vagabundeo azaroso. Hay que ir a un sitio en concreto. La razón y los intestinos me aconsejan que no vaya hasta el Museo Martin-Gropius-Bau, porque saben que en cuanto vea la cola me daré media vuelta y estaré atrapado en una zona particularmente insípida de la ciudad. Pero si coincide que la cola no es tanta y veo la exposición puede ser una gran cosa. Recuerdo con añoranza y un regusto de placer la expo de Edward Hopper con la que coincidimos en Roma, la sensación maravillosa de haberla visto. ¡Ah, Roma, coqueta y aprehensible, humanamente manejable!; comparada con esta monstruosidad expansiva, inabarcable, mareante, que se resiste a toda domesticación… Las venas de mi cuerpo saben que se están enamorando.

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En la cola para la expo de Frida. Silbo las melodías de Elliot Goldenthal para la película. La gente me mira. Llevo más de media hora y todavía no he alcanzado el edificio. No sé de dónde saco la paciencia. Drástica deserción de tres grupos seguidos que me precedían, el avance me da fuerzas. Observo que han eliminado la bandera gay que ondeaba ayer junto a la de Alemania y a la de Europa. Esta gente es de una meticulosidad desasosegante. Qué maravilla de cola, por otra parte. Uno puede relajarse, separarse de la estricta fila vertical para reposar sobre una piedra o un coche sin que por ello corra peligro su puesto. Si tuviera una cesta de mimbre con emparedados y manzanas las repartiría entre mis vecinos de cola, por el puro instinto de solidaridad que me inspira el respeto, el orden, la educación de esta gente, alemana y no alemana. Cuando alguno se marcha desesperado me da casi hasta pena. Alcanzo el edificio 40 minutos después de haber llegado. Todavía nos queda ascender la pasarela. La lentitud es planetaria. Cuando llego finalmente a la puerta, el funcionario que restringe la entrada corta el flujo justo antes de mí. Quedo el primero de la siguiente tanda. En ese momento surge Luis, un conocido reciente, integrante del colectivo audiovisual Los Hijos. Viene a ver la otra gran exposición, dedicada a Olafur Eliasson, un artista especializado en instalaciones ambientales. Le digo que si me da tiempo le echaré un vistazo. Entra tan ufano porque no hay cola para lo suyo.

Paso franco. Mis ojos no dan crédito. Hay otra cola en forma de serpiente zigzagueante a lo largo del hall circular que empieza en las escaleras de subida al segundo piso. Allí, sobre el primer escalón, hay un alemán de baja estatura pero fornido y con cara de hermano siamés de los que forman pareja de forzudos en el circo, controlando el acceso al piso superior. Miro hacia arriba y veo, santo Dios, otra cola rodeando la barandilla. Arrastro los pies y el alma hasta otra cola, la de las entradas. Decido comer algo antes de someterme a quién sabe si otra hora y media de espera. La gente está sonriente, conforme, indolente, es absolutamente incomprensible. Me pregunto qué harían en caso de alarma nuclear. Compruebo, antes de hacer mutis por el restaurante, que la primera de las colas me la hubiera podido ahorrar entrando por la puerta de la exposición de Eliasson. Suelto el primer exabrupto contra el sentido del orden y el civismo de este pueblo de burócratas.

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La exposición de Frida Kahlo me gusta y me sorprende. No es tan completa como imaginaba, faltan muchos de sus oleos más grandes (me informa Fran que algunos son propiedad de Madonna y no los ha querido ceder para la ocasión), pero sin embargo está impecablemente montada y explicada (oh, sorpresa). Prácticamente todas las obras van acompañadas por un panel donde se analiza la compleja simbología aplicada, lo cual es muy de agradecer. Esta mujer es un caso sorprendente de voluntarismo y dependencia, de libertad e idiotez. Pestañeo sobrecogido ante la pantalla donde se van visionando las páginas de su diario, un totum revolutum de grafías y dibujos, palabras repetidas incansablemente, trazos de loca, mensajes desquiciados, sueños de liberación, dolor, flagelación y consunción. Se me ponen literalmente los pelos de punta. Cada diez o quince cuadros me devoraba la tentación de volver sobre mis pasos a contemplar alguno de los retratos de Diego Rivera, tratando de entender qué es lo que este hombre de aspecto tan cafre podía llegar a proporcionar que fuera tan devastadoramente imprescindible a una mujer aparentemente tan fuerte y autónoma, e incluso tan cósmicamente desvalida. Los autorretratos de Frida, sus fantasmales metamorfosis, son de alguna manera un antecedente de muchos artistas del performance, por esa manera de utilizar su propio cuerpo, de deformarlo, ultrajarlo, travestirlo o codificarlo. Las naturalezas muertas que en el fondo son autorretratos me llegan a emocionar. Lo menos interesante, de alguna manera, es cierta complacencia apreciable, curiosamente, tanto al principio (perdonable) como al final (inevitable) de su carrera, así como su pretensión de formar parte de cierta clase de intelectual al servicio del proletariado. Frida es una artista que habla exclusivamente sobre ella y es desde ella que puede resultar fascinante para los demás. Una vida perra, dolorosamente inmediata a lo más glorioso, analizada, troceada, masticada y regurgitada en cuadros de una honestidad a veces escalofriante. Me recuerda mucho a Schiele. Ardo en deseos de ver una exposición completa de Schiele, el sueño artístico de mi vida adulta (junto con el de visitar la capilla decorada por Rothko), otro artista de la autolisis que pintaba con los extremos supurantes de sus venas. (Nota marginal: durante varias salas soy perseguido por un leatherman escuálido, puro pellejo, completamente vestido de negro, que parece recién salido del Panorama Bar. Me lanza miradas vitriólicas que se las arreglan para hacerme ver lo que parece estar imaginando: a un servidor atado en un potro de tortura. He pasado aquí, entre pitos y flautas, cinco horas como cinco soles).

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Prenzlauer Berg. Venimos al Mauer Park. Aquí se hace un mercadillo multitudinario todos los domingos. Cuando llegamos ya han empezado a recoger los puestos. Cientos de personas, tal vez un millar y pico, la mayoría de ellas sentada en un anfiteatro en torno a un karaoke casero que un inglés viene montando en este lugar desde hace un año; primero sin apenas éxito de convocatoria, desde hace unos meses se ha convertido en un punto de reunión, una visita ineludible. Carlos, el amigo de Fran, llama a este parque el Grijander-Mauer, debido a la masiva presencia de españoles. Corroboro que el sobrenombre está muy bien puesto. A lo largo de las campas hay grupos de personas sentadas, bebiendo relajadamente, parejitas envidiables, padres con sus niños, recolectores de botellas de cerveza vacías, practicantes de gimnasias milenarias y sin embargo alternativas, fotógrafos, artistas del hambre. Esplendor en la hierba. El sol hace sus apariciones de vez en cuando, tímido pero potente. Nos acercamos al karaoke una canción y media antes de que termine. Desgraciadamente somos testigos de una tumultuosa interpretación del “Aserejé”, coreografía incluida. Los pocos autóctonos aquí presentes la gozan como niños. Poco a poco se va vaciando el anfiteatro. En un momento dado, oímos un ruido sordo a nuestras espaldas, seguido de gritos y cierta conmoción. Un tipo se ha abierto la cabeza bajando las escaleras que forman las gradas. Está borracho como una cuba. El inglés encargado del karaoke pide un médico por el micrófono y no tarda en acudir un rubio de rizos, un Jack de los que no faltan en ningún lugar. El hombre corre a taponar las heridas, importantes y por las que el pobre tipo sangra aparatosamente. Cinco minutos más tarde ha llegado una ambulancia y los sanitarios atienden al herido que parece haberse despertado porque reacciona a los comentarios un poco jocosos del médico improvisado y de las personas que lo rodean. Una chica que había estado bailando y fumándose un majestuoso porro ayuda ahora sujetando en lo alto la bolsa del suero. A mí me ha dado por mirar en la cabeza del accidentado y he visto un material blanquecino saliendo de un costado. Ha resultado ser un kleenex pero he estado a punto de perder el conocimiento.

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Relajados viendo la puesta de sol. No nos hemos movido del anfiteatro. Al rato de haberse marchado el inglés del karaoke, llega un grupo de jóvenes alemanes y empiezan a montar el tinglado para la proyección de una película. Despliegan una sábana que sujetan a un soporte más alto que ancho, encienden un proyector y lo conectan al ordenador y a un bafle. El director de la película agarra un micrófono y se pone a explicar que lo que vamos a ver es un documental grabado en Hamburgo. Es todo lo que consigo entender. Aprovechando el momento me voy con Carlos en busca de pitanza y bebidas. Caminando hacia la salida del parque pasamos por las campas ahora ya casi vacías, con las estructuras metálicas de los puestos del mercadillo expuestas contra un fondo de hierba pisada y todo tipo de suciedad. En el horizonte, la torre de Alexanderplatz y en primer término buscadores de objetos sorprendentemente utilizables entre las basuras acumuladas. Damos con un garito muy bien montado donde una austríaca deliciosa me vende una especie de focaccia u hojaldre típico de su país relleno de puerros, berenjena, carne y quién sabe cuántas cosas más. Decir que está deliciosa, a estas horas de la tarde y con todo lo que llevamos encima, es poco. Compramos bebidas a precio de saldo y volvemos. En el camino nos encontramos con los sonidos de una fiestaza proveniente de un barracón atestado a medio kilómetro de distancia. Está claro que tenemos que ir allí. Más cerca del anfiteatro, dos tipos, uno con una guitarra y el otro con un micrófono, acaban de empezar un conciertillo al que atienden una veintena de personas diseminadas por los prados circundantes. Hacen una mezcla de funky, hip-hop y rock que me deja con la boca abierta. Corremos a donde los demás a decirles que se olviden del documental hamburgués. Entre el público hay un punki auténtico que reacciona con insultos y aspavientos a las declaraciones de algunos de los entrevistados. Es sorprendente la capacidad de esta gente de hacer cosas, de organizar eventos alternativos. Puede que no lleguen a mucho público, pero aquí están, proyectando su puñetera película, experimentando la reacción directa del público, de un tipo de público ideal, además, el público improvisado, el que no esperaba estar viendo esto en este momento, el que decide “coño, me quedo”. Empiezo a darme cuenta de que estoy un poco borracho y que todo me parece bello e imprescindible.

Nos sentamos Carlos, Fran y yo frente a los músicos espontáneos que ahora ya son tres. Se les ha añadido otro cantante. Está anocheciendo. Los músicos, situados bajo un árbol alto y frondoso. Detrás, la media esfera de la luna, palpitante, desvergonzadamente poética, lo que faltaba. Poco a poco, personas que pasaban de un lado a otro del parque se van parando junto a nosotros, los que escuchaban la música desde lejos optan por acercarse, se van reuniendo treinta, cincuenta personas, apenas hay luz y bailamos, bailamos sin percatarnos de la hora, del lugar, de las razones. Es lo más parecido a nadar en pelotas que se puede hacer en un parque, un domingo por la noche. Carlos va a por más cervezas y compra unas para los músicos. Nos los metemos en el bolsillo. Hacen una versión de Radiohead que nos pone la sangre en ebullición. Somos una masa innumerable de sombras oscilando sobre nuestros pies, bebiendo del placer que intuimos en el rostro de nuestro vecino, una perfecta desconocida, un chico alto y desgarbado, una pareja de cuarentones que no han podido evitar bajar de la bici y quedarse. De pronto alguien alerta de que viene la policía. Me sorprende y miro a ambos lados de la carretera. A lo lejos, las luces de un coche se van aproximando a una velocidad mínima. La policía, que por lo que he visto bien podría haber sido un coche fúnebre o un repartidos de panecillos, pasa al cabo de dos minutos, durante los cuales todos nos hemos callado haciendo como que casualmente andábamos por allí. Alguno que otro silba el viejo “tema del disimulo”. El coche pasa de largo y la música vuelve a sonar. Así es la presencia policial. Cuando termina el concierto hablamos con los músicos. Se hacen llamar “Bordstein Pirañas”. La voz cantante, el beat box del grupo, es un alemán de padres argentinos; el guitarrista, alemán, y el otro tipo, al que no conocían hasta hoy, un jovencísimo polaco trotamundos que dice venirse a España en breve. Hablamos durante un buen rato y les felicitamos por lo que hacen. Nos pasamos nuestros datos y prometemos seguir en contacto.

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La noche continuó por esos fueros. Primero intentamos encontrar el fiestón que Carlos y yo habíamos entrevisto en la lejanía. Dejándonos guiar por los oídos intuimos un bombeo rítmico a cierta distancia. Atravesamos un barrizal indescriptible, un paraje desolado donde sólo se distinguen las sombras más oscuras de los puestos del mercado. La luna como única fuente de luz. Cuando nos acercamos vemos que un grupo de personas están oyendo música y terminando las últimas existencias líquidas. Es una casa abandonada con una verja ridícula acotando el terreno. Hay un frigorífico abierto perfectamente vacío. No nos miran del todo bien y entendemos que ha debido ser una fiesta privada. Nos damos media vuelta, ellos se lo pierden. Ya en las calles, vamos a un garito donde una veintena de tíos y tías juegan al ping pong en grupo, haciendo un círculo en torno a la mesa, en rondas eliminatorias que terminan cuando sólo quedan dos y deben enfrentarse uno al otro. Hay un espléndido DJ al que nadie parece hacer caso. Nos sentamos en una esquina. A estas alturas de la película he dejado de sorprenderme.


21 de junio

Está muy bien esto de volver en un vuelo de por la tarde. Madrugar después de noches como la de ayer, agarrar la maleta y empaquetarse hasta el aeropuerto a plena mañana es una perspectiva espantosa. Tengo medio día para ir despidiéndome, despresurizándome. Acompaño a Fran a su facultad y me doy un paseo por las instalaciones. Parece el set de rodaje de “The Office”. A las clases no se puede entrar con comida ni bebida. Yo paseo por los pasillos chuperreteando mi café con leche y tengo una pinta de repetidor que tumbo. A continuación paseo por el edificio central de la Universidad de Humboldt, tratando de imaginar qué es lo que uno debe sentir estudiando aquí y llorando patéticamente al compararlo con mis entrañables experiencias entre jesuitas descafeinados. Llego a Unter den Linden con unos ánimos sorprendentes de tragarme todo lo oficialmente turístico que hasta ahora he evitado. Se ve que no me quiero ir. Pero deambulo un poco absurdamente. Entro en edificios sin saber qué son y salgo de ellos sin haberlo adivinado, saco fotos a estatuas anónimas, me siento frente al conjunto de museos que forman el Nuen, el Alten y el Pérgamo, me fumo un cigarro señorial, escribo en la libreta, esquivo españoles que me preguntan cosas en inglés y hago como que no entiendo o no sé. Está claro que no quiero volver. Busco desesperadamente la Biblioteca Sumergida y no la encuentro. Debe estar realmente sumergida. Lo dejo para otra ocasión.

El paseo por el río que me llevará hasta Oranienburgerstrasse es melancólico, de despedida, contra-reloj. Sé que volveré. O que haré lo posible por volver. Y ya no tendré esa presión por ver cosas de la que soy incapaz de sustraerme la primera vez que voy a cualquier sitio. Junto a la sinagoga hay una enorme casa de cultura dentro de un edificio bellísimo. Un chico checo que acarrea con bolsas y un gran contrabajo me pide ayuda para subir las escaleras de la entrada. Nunca había llevado un contrabajo. Le doy un buen golpe contra uno de los escalones. Le digo que es la primera vez que llevo un contrabajo y le pregunto si sabe en qué nota ha sonado el golpe. No le hace gracia. Además me resulta un poco sospechoso porque ningún músico dejaría que otro le llevara su instrumento. Vete a saber quién era y qué es lo que tramaba.

Cerca, encuentro un pasadizo hacia un patio interior que resulta ser doble, el segundo más amplio, lleno de tiendas de ropa, libros y un restaurante. Se llama “Heckm. Höffe”. Una maravilla. Vengo al “Bar-Celona” a despedirme de Carlos. Ha sido magnífico conocerlo, a él y a tantos otros integrantes del grupo de conocidos españoles de Fran, a sus amigos alemanes, a la familia chilena del domingo, cuya vinculación con el resto nunca llegué a tener muy claro. Todos se han portado con una amabilidad total, desbordante. Ver a Cristina ha sido especialmente hermoso. Le digo a Carlos que quiero hincharme a comida bávara. Me recomienda un sencillo Gambrinus muy cercano donde sirven un eisbein (codillo) con sauerkraut que no se lo salta un gitano. El dueño del “Bar-Celona”, un alemán increíblemente parecido a Bigas Luna, me mira de arriba abajo y me advierte de que es un plato gigantesco, demoledor. Voy. A pesar de que Carlos me ha escrito el nombre del plato en un papel no soy capaz de encontrarlo en el menú y opto por preguntar a la camarera. Me dice que no tienen codillo hoy. Mierda. Pero a continuación me plantea sus dudas sobre si hubiera sido capaz realmente de comérmelo. Le digo que no me conoce bien y ya que estamos le pido por favor que me sugiera algo, tratando, a ser posible, de ignorar mi tamaño. Acabo comiendo una hamburguesa exquisita, de carne sabrosísima, mullida, como una hogaza, acompañada por insípidas verduras y una salsa al estilo barbacoa que figura entre las mejores que he probado. Me paso con las cervezas y camino hasta el punto donde voy a despedirme de Fran ligera o sensible y quizá hasta visiblemente afectado.

Nos fundimos en un abrazo de los que pretenden decir muchas cosas. Nos vamos a ver pronto pero no es tanto eso como el agradecimiento lo que uno intenta expresar. Ahí lo dejo, en su vida, yendo a ver el partido de España contra Honduras y antes a un concierto de los mismos tipos del domingo en el Mauer. Hoy es el día de la Música. Aunque tengo toda la intención del mundo de comprar esta vez el billete, ahora que entiendo que el tren que lleva hasta el aeropuerto pertenece al S-Bahn, tan familiar ya para mí, decido correr un último riesgo. En el camino hasta Schönefeld el tren pasa por zonas residenciales y especialmente boscosas. No hay una ruptura clara entre el núcleo urbano y estas afueras. En las distintas paradas se van subiendo y bajando especímenes menos cosmopolitas de teutón. Berlín como hiato. A Berlín la hacen sus gentes, las gentes que en ella viven. Ciudad mastodóntica de aspecto pueblerino, manso, equilibrado y serio, esconde la demencia en esquinas imprevistas, bulle, incita, tienta a espirales enigmáticas, y al mismo tiempo ordena, estructura, centra.

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Preciosas escenas folklóricas en el aeropuerto a cargo, primero, de los trabajadores de EasyJet y después de los camareros de la cafetería más fabulosamente cara que he visto en mi vida. Expeditivos, tensos, brutales, inmisericordes con los problemas idiomáticos. Me niego a guardar mi bolso de mano en mi maleta de mano. No quiero enseñar los calzoncillos usados cada vez que me apetece un chicle. Me muero por fumar pero en este aeropuerto no existe zona de fumadores. El regreso es sólo un estado físico.

jueves, 24 de junio de 2010

Diario de viaje (II)


18 de junio

Mañana dedicada a la visita de algunos museos. Opto por dos, el Museo de la Fotografía o Galería Helmut Newton y la Neue Nationalgalerie. He decidido comprobar hasta dónde puede llegar el enfrentamiento entre el sentido cívico de los berlineses y el amor por la picaresca del español de economía sumergida. O sea, que decido no comprar billetes de metro en lo que me queda de viaje. Se cuentan casos de gente que ha sido sorprendida sin billete por agentes que a tal efecto andan camuflados por los vagones. Las multas son sustanciosas. Lo de camuflados es un decir, porque nada más llegar a la estación de Frankfurter Allee veo a dos tipos correctamente vestidos de paisano, sí, pero con dos datáfonos colgados del cuello. Me hago el longuis sentado en el andén y espero al siguiente tren. Al viajar solo y procurando no sacar los mapas del bolso uno no llama la atención. Paso por berlinés. A lo largo de las jornadas muchas personas me preguntan cosas directamente en alemán. Me pasó lo mismo en Roma y en París, lo cual entronca con ese otro episodio recurrente que me tiene bastante mosqueado, el de gente que me dice que mi cara les suena o que tienen en algún punto del globo a un amigo físicamente idéntico a mí. Hay que aprovecharse de esto, sin duda. Soy un Juan Nadie dentro del U-Bahn, atravesando Berlín bajo tierra como un topo clónico, un hombre gris de nombre y apellido intercambiables, un triple espía con seis pasaportes en el bolsillo, el hundimiento, la operación Valkiria, mi estación, me dejo de historias.

En el Museo de la Fotografía hay una exposición dedicada a Alice Spring, pseudónimo de June Newton, la mujer del célebre Helmut Newton, del que, sin embargo y bastante sorprendentemente, no hay nada expuesto, salvo una pequeña estancia dedicada a sus objetos personales, trajes, reconstrucciones de sus habitaciones de trabajo y de descanso, cámaras y fetiches. El edificio es antiguo y clásico, impecablemente adecentado. A las galerías se entra por puertas de doble batiente, silenciosas y elegantes. Hay un total de veinte personas en todo el edificio, una delicia indescriptible. Hay retratos de diseñadores, artistas, actores, bailarines, especímenes de la creme de parís y Londres, desnudos y posados originales, reportajes y portadas de revista, anuncios de peluqueros y modistas célebres. En el piso de arriba hay una exposición temporal dedicada a la fotografía de ciudades, una cosa cogida por los pelos que lo mismo da para mostrar fotos de una Egipto desescombrada, con adustos arqueólogos fin-de-siglo posando orgullosos delante de sus excavaciones, como instantáneas del ejército nazi desfilando ante un mundo rediseñado por Albert Speer.

La atracción turística inevitable en esta zona de la ciudad, entre el Tiergarten y el barrio de Charlottenburg, es la Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche, la iglesia luterana semidestruida a consecuencia de los bombardeos del final de la Segunda Guerra Mundial. Uno sólo puede estremecerse al pensar en lo que se hubiera hecho en España con algo así: o bien se hubiera derruido completamente, o bien algún arquitecto iluminado hubiera propuesto reconstruirla añadiendo estructuras acristaladas directamente extraídas de las canteras de su ego. Así, tal y como está, esta mole sucia y abombada, que parece estar expandiéndose horizontalmente por su sección central, como un globo de piedra, con su torre principal decapitada en aristas cortantes, queda como un rastro expresivo de la destrucción y sobre todo de la capacidad de este pueblo para levantarse a la mañana siguiente del fin del mundo sin necesidad de pastillas para el olvido ni traiciones. Junto a ella, a ambos lados, se construyó en torno a 1960 una iglesia nueva de varios cuerpos, una nave central y una torre separadas por la propia Gedächtniskirche, de aspecto de colmena en su exterior, fea, reticular, pasada de moda. El interior de la nave central, no sé si octogonal o qué, es sin embargo un espectáculo. Las retículas que cubren todas las fachadas y que no parecen gran cosa desde fuera, dentro revelan su verdadera naturaleza: miles de rectángulos de cristal azul, algo entre la vidriera clásica y las computadoras de la Guerra Fría, crean grandes paneles de iridiscencia reflexiva y tonificante. Un Cristo convenientemente crucificado levita en esta atmósfera de pecera. La mentalidad berlinesa para la reconversión me hace pensar en una rave que pudiera hacerse aquí. Como digo, la cosa ésta me parece un poco forzada y pasada de moda, pero nada parecido a los gimnasios eclesiásticos que se hacían en España por esas mismas fechas.

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Todo el mundo, los camareros, los dependientes, llevan hoy pintados en la cara los colores de la bandera alemana, tres franjas muy pequeñas que cubren una escueta parte de sus mejillas. El Mundial, claro. Pero esto me hace pensar en la manera en que esta gente lleva su patriotismo. No dudo que en estas tierras no andan faltos precisamente de energúmenos. Pero la adscripción emocionada a la nacionalidad de cada uno que está deparando esto del fútbol y que en España es casi de agradecer, allí se demuestra generalmente de manera apasionada, ruidosa, tanto que lo convierte en antinatural, asfixiado de alharacas, como la cogorza del que ha sido abstemio durante años. Aquí observo una mayor tranquilidad. ¿Beneficios de haber tenido un totalitarismo con bandera propia? Me dan ganas de pintarme los colores de la bandera alemana en la mejilla. Queda sexy y seguro que así no tendré problemas con los supervisores del metro.

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La Neue Nationalgalerie, obra del brillante Mies van Der Rohe, uno de esos arquitectos que pensaban con la cabeza pero creaban con el alma. El hall de entrada, inmenso, alfombrado, un poco kitsch, con una lámpara de araña de tipo Sisí Emperatriz, fantabulosa, absurda en un espacio absolutamente vacío, inútil, donde no hay nada, nada, nada. Paredes de cristal que dan al exterior y ahuman un poco su luminosidad. Dos escaleras que descienden hasta el piso subterráneo. Allí se extiende el museo propiamente dicho. Bajo. Hay un silencio que i siquiera se puede encontrar en las iglesias. Seis personas en todo el perímetro de la exposición. Un sueño hecho realidad. La magnífica, esplendorosa muestra, llamada “Moderne Zeiten” (Tiempos modernos) recorre el período 1900-1945. Que se pare el mundo. Paso dos horas zascandileando como un fauno, con el corazón de un saltimbanqui, a cuantos centímetros se me antoje de cada cuadro (no hay líneas en el suelo ni policías museísticos), buscando el marco o superándolo y entrando en el cuadro como en un lago denso y lento. Centrado en artistas alemanes o no pero que participaron en movimientos y colectivos berlineses, no se limita exclusivamente a ellos. Veo por primera vez (o eso creo) la obra de muchos pintores. Ferdinand Hodler, Emil Nolde, Karl Schmidt-Rottluff, Otto Mueller, Max Pechstein, Christian Sahad, Georg Schrimpf, Horst Strempel, Lionel Feiniger, Otto Dix, Ludwig Meidner… Impresionante la colección que tienen de Ernst Ludwig Kirchner (“Paisaje con dos desnudos”, me lo traigo a casa en forma de póster por cuatro euros, un precio razonable del que deberían tomar nota en España), maravillosa la serie “Lebenfries” de Edvard Munch. Salgo del museo como de la consulta de un masajista, flotando, emocionado. Doy la vuelta al edificio y se me antoja mucho más inteligente, ahora que sé lo que alberga, lo que esconde en su interior, esta planta diáfana se revela doblemente grandiosa, doblemente inútil en el sentido práctico, una estancia neutra, un punto muerto que recepciona, que da la bienvenida y suscita un estado de ánimo.

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Como voy silbando y canturreando por las calles, la gente, muchas veces, me mira extrañada. Aquí no hay esa costumbre. En ningún lado casi, e incluso yo mismo me extraño cuando veo a alguien que lo hace. Siempre me parece un loco o una loca. Pero hay en ellos invariablemente un puntito desquiciado, no es un silbar o un canturrear normal, equilibrado, como el mío. Está claro que el culo de uno es mejor porque no se lo puede ver. Practico el alemán de salón. Repito las palabras que voy cazando al vuelo, lo que dice la voz en el metro, el nombre de las calles. Cuando busco una calle en el mapa acabo mirándolo seis veces, soy incapaz de memorizarlas. Tengo la sensación de caminar por una ciudad diezmada por una peste o un periodo vacacional. ¿Dónde están los millones de habitantes de Berlín? En las calles hay un fluir constante, sí, pero como de arroyuelo. Ahora bien, si tuvieras que buscar un lugar absolutamente solitario donde poder arrascarte las nalgas, no lo encontrarías. Entro en un supermercado con la intención de comprar una botella de agua. Soy incapaz de acertar con una que sólo contenga agua, insípida, incolora, sin gas. Una mujer con muchísimas dioptrías me asegura que la que finalmente he elegido es tan agua como la que más, igualita que la de mi planeta. Cuando salgo y la pruebo sabe a manzana. Está buena. En Berlín hay unas fuentes antiguas, de esas que echan agua a fuerza de bombear una palanca, muy hermosas, pero que no dan agua. Una de las maravillas más absolutas de Roma es que está infestada de fuentes por todas partes. El placer de beber directamente de un chorro abundante y fresco aquí no se da. El agua de los grifos es sosa, blanda, sin contundencia ni personalidad, distinta a la cloaca tibia que emana en Barcelona o Valencia, pero que igualmente deja un sabor de boca desagradable a sed insatisfecha.

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En el cruce múltiple entre Oberbaumstrasse, Bevernstrasse y Schlesische Strasse, en Schlesische Tor, hay una hamburguesería colocada bajo uno de los puentes de hierro, un puesto callejero formado por una barraca antigua de hierro forjado y una pequeña terraza-merendero con mesas y bancos altos. Se hace el pedido y la gente espera pacientemente a que salga su número en una pantallita. Es exactamente igual que el funcionamiento de un Burguer King pero con encanto. Huele de maravilla y las colas son enormes. Hay gente que hace su pedido y se va a hacer los recados. La flexibilidad de utilizar la bicicleta, cada día que pasa compruebo que es más importante dadas las enormes distancias. En todas partes hay supermercados, puestos de frutas y farmacias (apotheke, me encanta esa palabra), pero para hacer una compra que suponga recorrer esos tres establecimientos necesitas el doble de tiempo que en Madrid: todo está ahí, cerca, pero el doble de lejos, las distancias están hechas para piernas más grandes. Como un hobbit me deslomo recorriendo calles que en el mapa producen la ilusión de ser más pequeñas. La bici es indispensable pero no me decanto por ningún establecimiento de alquiler. Mi manera de deambular implicaría estar aparcándola cada poco tiempo y me inspira una pereza insalvable. Pero, aunque el metro y el sistema de transportes adicionales son una maravilla y cubren pertinentemente todo el perímetro de la ciudad, los caminos transversales que acortan distancias, los atajos, que en bici son fáciles y cómodos, andando resultan epopeyas. Cogemos nuestras hamburguesas y nos venimos al río junto a un mirador minúsculo entorpecido por una estructura de palos de madera colocados a la manera del esqueleto de una pira funeraria. El arte por el arte, el espíritu de los Jedis y la mejor hamburguesa que he comido en toda mi vida. Además de la calidad de la carne, en sí misma deliciosa, el secreto está en la salsa de tomate y en cómo está mezclada con una cebolla casi caramelizada. Las lonchas de bacon frito crujen y se distinguen en el sabor general. Un verdadero orgasmo.

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El sol se oculta miserablemente detrás de una colección de nubes propias del decorado de un cabaret. De la nada se levanta un viento furibundo que baja la temperatura diez grados de golpe y porrazo. Nos terminamos la hamburguesa literalmente temblando de frío. Optamos por volver a casa a coger algo de ropa. Una vez allí descubrimos que estamos cansados. Apetece una noche tranquila. Vemos youtubes y el documental de Fatih Akin sobre el espléndido rock de Estambul (un destino inminente). Todo lo que se enrolla en papel se nos sube a la cabeza. El viento sopla por la avenida de edificios a la soviética. Segundo día completo en Berlín y afronto el ecuador.


19 de junio

Desayuno cerca de casa de Fran, frente a una iglesia donde, en menos de diez minutos, he visto dos bodas. Una bandera gay ondea en la esquina misma de la iglesia. Hoy se celebra aquí el día del orgullo, conocido como el CSD, o Christopher Street Day, en honor a la calle del Village de Nueva York donde se llevaron a cabo las cargas policiales contra homosexuales el 28 de junio de 1969. El día está dividido en dos, como de costumbre. Por la mañana, hasta las 3, estoy solo, a mi ritmo. Visito el Museo Judío y el Checkpoint Charlie. En el museo paso un poco olímpicamente de lo que es la colección en sí, nunca demasiado interesante, en base a objetos de todo tipo que atestiguan la cultura judía. Lo más espectacular es el museo en sí, el edificio, las instalaciones permanentes (impresionante el “Voided Void”, en algún sitio he leído que lo consideran “sensacionalista”) y la forma en la que están expuestas las cosas, es decir, el aspecto museístico en sí, impresionante, originalísima, demostrando la posesión de unos medios abrumadores. La visita no es cómoda, primera buena idea. Implica subir y bajar escaleras empinadas, cuestas y desniveles que te escoran hacia los lados. Todo ello va afectando al espectador, a la experiencia de la visita. Lo mejor, sin duda, los grupos de pequeños cajones distribuidos por todo el museo sin seguir un orden determinado. Adosados a cualquier columna, cada conjunto lo forman aproximadamente cinco cajones estrechos con un pomo cada uno. Cuando los abres descubres que cada cajón es un panel y cada panel está dedicado a un argumento o tópico antisemita, los prejuicios que históricamente los han ido marcando. El acto de abrir un cajón, y sobre todo el de cerrarlo, se convierte en el reconocimiento de la existencia de algo que por lo general quiere mantenerse escondido.

El Checkpoint Charlie es el primer punto turístico realmente atestado que encuentro en la ciudad, exceptuando, quizá, la Puerta de Brandenburgo, a la que ahora reconozco no haberle dedicado más que un vistazo superficial (hay que ir por la noche, de día es como la de Alcalá). El Museo del Muro cuesta 14 euros, me parece excesivo y así se lo hago entender a la cancerbera que gestiona la venta de entradas, mediante sutiles miradas despreciativas llenas de un rencor de europeo excluido, tan sutiles que creo que pasan perfectamente desapercibidas. Es un museo de importantes dimensiones que ocupa gran parte del edificio, entre la Zimmerstrasse y la Rudi-Dutschkestrasse, lleno de fotos, objetos vintage, todo muy interesante. Pero a estas alturas de la mañana no tengo el tiempo que requeriría visitarlo. Me acerco al Museo Martin-Gropius-Bau, creyendo que me encontraré con el edificio de la Bauhaus, pero se trata de un museo nacional de tipo clásico, si bien sus exposiciones son a veces muy rompedoras. Veo la primera cola gigantesca. Hay una exposición de Frida Kahlo, la retrospectiva más completa que se ha hecho en Europa. Habrá que pensar en ir a verla. Quizás el lunes.

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Por la tarde vamos al barrio de NeuKöll, interesante, multiétnico, barato y ahora en plena revitalización, partiendo de Herrmannplatz, que a estas horas bulle de personas y olores por un mercado al aire libre donde señoras cubiertas de pies a cabeza venden suculentos trozos de carne a la brasa, chorizos casi calcinados que chorrean una grasa mercrominada, costillas y otras piezas difíciles de identificar. También hay puestos de postres, de una pinta excelente. Me muero de hambre. Comemos en un barecito. En realidad sólo como yo, Fran y Andrés, otro amigo español que estudia por aquí desde hace tiempo, se conforman con una copa de fresas con nata. Yo elijo unos penne sencillos que resultan abrumadores, deliciosos.

Cuando se va uno de viaje y depende en cierta medida de un amigo que cede su tiempo y su hogar al visitante, suele ser habitual que llegue el momento en que no se sepa muy bien qué hacer. Visitar el desfile del CSD se convierte, así, en una obligatoriedad que hubiera podido ser perfectamente prescindible. Vamos hasta la Puerta de Brandenburgo, donde finaliza la cabalgata. Cuando llegamos todo ha terminado. Hay miles de personas pero en absoluto ese ambiente de fiesta que se ve, por ejemplo, en Madrid. Finalizado el desfile la gente se va a otro sitio, no sabemos bien a dónde. Beber en los puestos que circundan la calle principal del Tiergarten resulta molesto por las colas y absurdamente caro. Decidimos, pero con mucho retraso, como si estuviéramos aletargados, marcharnos a otra parte. Nos reunimos con Cristina en Oranienburgerstrasse y de allí vamos a la isla de los museos, a una terraza junto al río. Ella nos informa de que la “marcha” se ha trasladado a Oranientrasse, una zona muy animada llena de garitos de todo tipo. Vamos. Al llegar nos enteramos de que la “marcha” ha terminado hace exactamente cuatro horas. Conformarse con lo que se tiene. Cenamos algo y optamos por locales de la zona. Entre los que visitamos merece la pena destacar “La puerta del infierno”, un garito punky donde al parecer suelen producirse divertidas peleas matinales, y el “Multi-Layed Laden”, estupendo local de ambiente relajado donde cualquier centímetro cuadrado puede ser el tuyo para el resto de la noche.

Hablamos mucho. Berlín me parece una ciudad descentrada, formada por muy diferentes núcleos, en el sentido de barrios, donde uno puede encontrar casi de todo lo que le apetezca, como si fueran células autónomas de un organismo inabarcable. Me parece que en esto se detecta gran parte de la esencia berlinesa, del temperamento y la forma de comportarse de sus gentes. Es realmente sorprendente la libertad que se le concede al ciudadano, al individuo, la ausencia de prohibiciones y mecanismos visibles de control. La administración confía en las personas y éstas entre sí, como elementos de una cadena de montaje. Tengo la sensación de que esto sería imposible en España. Puede que paguen unos impuestos importantes, pero parece que inviertan en libertad, no en ataduras. Desde aquí produce verdadera lástima la actitud condescendiente, paternalista y en el fondo seudofascista del Estado en su voluntad de controlar aspectos cada vez más íntimos y personales del individuo. Andrés me discute que eso es un tópico, que si en España dejaran usar los parques como aquí, ir con bebidas en la calle, en fin, si desapareciera la presión coercitiva, la gente se comportaría con la misma tranquilidad y mansedumbre. Yo insisto en dudarlo. No tiene tanto que ver con lo que te permitan o no hacer. Es más una forma de ser, algo que se lleva en la sangre y que se destila en la educación, por ejemplo, como en tantas otras formas de influencia. El sol nos quema a todos por igual, pero algunos compran protectores y otros compramos aftersun. Es cuestión de temperamento, en este caso de temperamento nacional o cívico. Berlín es la ciudad de las oportunidades porque tiene una administración que trabaja para desaparecer, para pasar inadvertida, para que esté, funcione, sirva, que procure un marco, pero que actúe desde la sombra, sin significarse, sin que se le vea salir de tu casa como un ladrón por la ventana. Todo lo que me habían contado de Berlín en cuanto a ciudad tranquila, pacífica, mansa, aunque llena de energía, de locura, de terreno para la improvisación y el desenfreno, está resultando cierta. Lo cual sólo quiere decir que estoy visitando los mismo sitios que visitan otros turistas, no que el verdadero Berlín o mejor dicho, todo Berlín, sea así. Ya tenemos bastante con lo que entra en los mapas desplegables. La conversación degenera y en un momento dado ya no sé muy bien de qué estamos hablando.

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La vuelta a casa ha sido de video. Fran en su bicicleta, yo montado detrás pero como las mujeres en los caballos, ponemos en cuestión eso de que Berlín es absolutamente plana.

martes, 22 de junio de 2010

Diario de viaje (I)


16 de junio

Todos los viajes empiezan igual. La expectación, los intentos inútiles por aparentar tranquilidad, las esperas desquiciantes. Una vez más corroboro que la gente ahora parece viajar por obligación. En un sentido estricto y profundo puede que sea cierto. Todos nos sentimos obligados a conocer mundo. Y en algunos casos es así literalmente, porque el viaje largo se ha convertido en algo habitual para el trabajo de muchas personas. Pero yo hablo de los que se van de viaje por placer, de sus rostros inexpresivos, de sus facciones estatuarias, de esa indiferencia que muestran por el viaje en sí, de esa expresión de la costumbre, de su familiaridad para con los mecanismos del viaje. Podrían mantener las mismas conversaciones sentados en el césped de una facultad universitaria o en las losas futuristas de una nave espacial. Los que van en grupo construyen columnas inestables con las latas de cerveza vacías y los que van solos dejan rodar sus miradas abisales hacia el fondo de las perspectivas o se aíslan en una burbuja de ipods y móviles. Uno siempre viaja por una razón. Yo viajo a Berlín para sentirme a solas en sus calles, para perderme, olvidarme, dejarme allí un tiempo, una eternidad. Fotografiarme solo en una esquina, agachado junto a una franja de sol, subido a una cúpula, sentado en la hierba, caminando, cansado, circunspecto, en blanco, feliz. Fran me espera en el aeropuerto, estaremos juntos mucho tiempo, será mi guía durante gran parte de mi estancia, pero yo viajo para que llegue el momento en que no sepa tirar a la izquierda o a la derecha. Creí haber hecho los deberes coleccionando mapas, estudiando rutas, ahora reconozco que no sé absolutamente nada, ni por dónde empezar.

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¿Qué espero de Berlín? O, ¿cuánto ha influido la opinión de otros en la formación de mi imagen de Berlín? ¿Hasta qué punto uno viaja para corroborar una idea previa? La Berlín de los parques, la ciudad de la sorpresa constante, la originalidad en sus propuestas, la cultura de la calle, la renovación sistemática, la identidad de un pasado tan respetado como necesitado de superar, la Berlín desenfrenada, la pacífica, la insondable. Da miedo enfrentarse a una imagen así, temes no tener tiempo para satisfacer las expectativas que genera, o no saber hallarlo, o no verlo en absoluto. Procuro siempre dejar que las cosas ocurran y en provocar sólo lo imprescindible. En cierta manera veo este viaje como un ensayo general del de Nueva York, sin querer hacer paralelismos ni comparaciones, por la envergadura de las ciudades y la enormidad de información sobre ellas que actúa inconscientemente en el momento mismo de estar viviéndolas. Me encanta viajar a ciudades. Los que me conocen saben que no soy muy amigo de experiencias menos civilizadas. No les niego su plus de aventura, de desconexión, de lejanía para con su propio yo habitual, esa distancia para con lo que dejamos, aunque sean pocos días, que parece borrar más aplicadamente las ideas preconcebidas, las esclavitudes diarias. Supongo que aún no he colmado el capítulo urbanita de mi vida, necesito de nuevos episodios, capas y más capas de planos de metro apiladas en mi cabeza, dibujos de intersecciones, patios umbríos, escaleras a lo desconocido, y no anhelo lianas ni hormigueros, regateos ni noches al raso, incertidumbres demasiado completas ni cambios de planes excesivamente dramáticos. Seré un aburrido, habrá quien lo piense. Yo me conformo con aquello a lo que me limito o extralimito, el más allá es, por ahora, sólo una posibilidad futura. Y como ciudad, Berlín, tiene fama de ser definitiva, una versión extremadamente lograda, un caso único. Por eso será que estoy tan excitado. No soy capaz de leer más de dos párrafos seguidos. Me he traído un librito sólo para las horas de vuelo. “Port Mungo” de Patrick McGrath, por el momento un tanto cargante, aunque estoy seguro de que mis deseos de aterrizar ahora mismo, ya, en el aeropuerto de Schönefeld tienen algo que ver con ello.

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Son las once de la noche y el avión sobrevuela una masa acongojante de nubes cada vez más oscuras. Sin embargo, en paralelo a nuestras ventanas, se desarrolla una puesta de sol espectacular, dilatadísima, casi imperceptible, en base a colores planos, como pintados a rodillo, fulgurantes, de un brillo que no daña los ojos. De nuevo soy de los pocos que lo contemplan, no estoy acostumbrado. Ahí abajo es de noche mientras aquí estalla un cielo tricolor.

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Aterrizamos. Salgo al hall de llegadas buscando a Fran por entre la gente, todos de aspecto cansado, inexpresivo. No aparece por ningún lado. La situación dura lo suficiente como para empezar a ponerme nervioso. Se me ha vuelto a olvidar el pin de mi móvil y no puedo encenderlo (llevo dos intentos de tres, tras los cuales se agrava el problema). Decido llamarle para saber dónde está o si ha tenido algún problema. Ninguna de las opciones que se me ocurren, poniendo o quitando prefijos, me permiten establecer la llamada, una voz que imagino progresivamente más arisca me repite que semejante número no existe. Pienso que yo ya me lo figuraba al ver que eran tantos dígitos. Respiro profundamente un par de veces y decido tomármelo con filosofía, esperar y considerar que en el peor de los casos, al fin y al cabo estaba en una de las cumbres de la civilización occidental, nada podía pasarme. Francisco llega sonriente y ufano.

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Primeras impresiones del barrio de Kreuzberg. Atravesamos el Schlesisches Tor, uno de los muchos puentes que cruzan los diversos ramales del Spree. Arrastro la maleta como a un R2D2 estropeado, resonando en el pavimento y sufriendo por el perceptible disturbio sonoro que estoy provocando en un barrio con decenas de locales abiertos y con gente pero increíblemente silencioso. Nos dirigimos a casa de Carlos, un amigo de Fran que le va a prestar el colchón donde dormiré estos días. Después de un rápido intercambio de presentaciones y agradecimientos, nos encaminamos a otro punto, donde nos encontraremos con Cristina, Rubén y Oliver. Ahora, además de arrastrar la maleta, levantándola en los tramos empedrados, vamos sosteniendo el colchón enrollado por las calles. La gente que nos encontramos al paso se nos queda mirando y se ríe. En una ciudad tan afamadamente original me resisto a creer que nadie esté acostumbrado a estas escenas. Nos reunimos todo el grupo y decidimos ir a un bar cercano a tomar una gran cerveza. Dejamos el colchón en el suelo detrás de las sillas y nos sentamos en una terraza. La cerveza me sabe a gloria bendita. Odio tener que hablar con la camarera en inglés. No hago nada para evitarlo pero me molesta desconocer el alemán y más aún, emplear directamente el inglés, así, como una imposición, sin informar de alguna manera a los oriundos que si por mí fuera utilizaría otro idioma, que siento mucho no saber el suyo. Trato de sugerirles todo esto antes de decir nada y sólo consigo parpadear y emitir extraños titubeos. En consecuencia me toman por alguna clase de retrasado. El reencuentro con Cristina es emotivo y refrescante. No quiero pensar demasiado en que esta funda que tiene ahora el colchón y que hemos arrastrado por tramos de cien calles será la misma sobre la que voy a dormir. Le daré la vuelta.

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Le he dado la vuelta a la funda. Es mucho peor. Me encierro como una oruga en el saco de dormir que me ha dejado Fran. Me siento espléndidamente bien y se lo debo a este amigo que ya ronca a mis espaldas. Duermo sobre partículas de Berlín por primera vez. Son las 4 y muy lentamente está amaneciendo.

17 de junio

Empiezo mi vagabundaje en Alexanderplatz. Tardo aproximadamente una hora en decidir hacia dónde tirar. Necesito un mapa. Es uno de los puntos más turísticos de la ciudad pero no veo ningún puesto de información. Esto dice mucho de la ciudad. Recibe millones de visitantes pero aunque las principales atracciones masivas estén perfectamente señaladas por carteles direccionales que te informan además de los metros o kilómetros que te separan de ellos, no puede decirse que sea una ciudad que viva por y para el turismo. El turista que arree un poco, que es algo que siempre me ha parecido perfecto. Doy vueltas y vueltas en torno al complejo de la torre de comunicaciones. Saco una foto pero no llego a detenerme a mirar el reloj de los mundos o como se llame esa cosa. Mis giros van siendo de cada vez mayor elipse hasta que me decanto por una cierta lógica: el río. De esta manera atravieso el Mitte, tomando Oranienburgerstrasse hasta Friedrichstrasse. Apenas hay gente, no se ven aglomeraciones, todo es un fluir de poca cantidad pero constante. Encuentro el Tacheles y le echo un vistazo. Apenas hay visitantes pero suena la música en un garito y ya hay quien charla al sol tomándose unas cervezas. La poca actividad se reduce a unos cuantos barbudos limpiando sus barracones, donde exponen cuadros y esculturas que dan al jardín un aire a lo Eduardo Manostijeras, entre alucinado y turístico. En Friedrichstrasse me encuentro con Carlos que me lleva al restaurante español donde trabaja, el “Bar-Celona”. Retomo fuerzas y planeo un plan. Pero tuerzo por Unter den Linden atraído por la obligatoriedad de la Puerta de Brandenburgo. La miro y no le encuentro nada. Ignoro los espectaculares edificios de toda esta parte de la ciudad. Huyo de los grupos de turistas pero no hago más que dirigirme a lugares donde no pueden faltar. Me dejo caer hacia el Memorial del Holocausto. Busco una franja de sol en la dentadura de sombras de sus bloques de diverso tamaño. Escribo: todo es confuso, inmenso, la sensación de estar vagabundeando superficialmente, perdiéndome todo, es intensa y agobiante. Continúo hasta Postdamer Platz y sigo sin recibir sensaciones particularmente extraordinarias. Opto por cambiar de estrategia y relajarme de una puñetera vez. Contagiado por el ejemplar civismo de sus naturales, compro un billete de transporte de 24 horas. Me confundo y lo compro sólo para la línea S-Bahn, la que transcurre en la mayor parte de su recorrido sobreelevada o por la superficie. Escojo un cuadrante del mapa que esté cercano, me monto en un tren y acabo en una zona que se escapa del mapa que me ha proporcionado Carlos. Después de un paseo por avenidas inacabables y perfectamente prescindibles, agobiado por la hora, trato de encontrar el metro que me lleve hasta el “Bar-Celona”, donde he quedado con Fran. Insatisfactoria primera dentellada. He perdido el billete de metro.

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Es cierto todo lo que se dice de Berlín como ciudad de posibilidades interminables. Aquí la gente se viene con una mano delante y otra detrás pero sin la sensación de estar ejecutando un triple salto mortal. La ciudad provee. Y si no lo hace, uno se coge su hatillo y se vuelve por donde ha venido. Son muchos los que no se dan por vencidos, los que sobreviven con poco, los que prefieren malvivir aquí. En Berlín sin duda se malvive infinitamente mejor que en Madrid. Me comenta Cristina que si no sabes alemán nunca dejas de ser emigrante, como una condena a permanecer tras una manpara de cristal, aislado, aturullado por tantas y tantas cosas desarrollándose alrededor.

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Por la tarde nos pegamos una buena caminata. Fran me lleva por el nordeste a la zona del Reichstag. Bordeamos un muro de ladrillo muy humilde que exhibe innumerables impactos de bala. Los edificios adyacentes al parlamento tienen esa cosa ultramoderna, perfectamente diáfanos, acristalados, con patios decorados por esculturas e instalaciones vanguardistas. Hay personas reunidas, hablando por teléfono o ultimando proyectos que despliegan sobre las mesas. Suponemos que pretenden dar una imagen de transparencia política.

En Kreuzberg encontramos una tienda fascinante frente a la Komische Oper. Está llena de elementos de atrezzo y vestuario de ópera y teatro. Las habitaciones están absolutamente atestadas de cosas. Dan ganas de comprarlo todo. Venimos al Görlitzer Park, populoso de grupos comiendo y bebiendo o jugando al fútbol o al frisby. Se traen sus barbacoas, sus fuegos, sus buenos pedazos de carne y sus salchichas, sus cestas y su pan. Huele a brasa, a limpio, se oye la música de una radio cercana, con la que un grupito ameniza el rato, pero no molesta ni llega a confundirse incongruentemente con otras músicas. El parque es feo pero suficiente, verde casi en todo momento, con grandes altibajos provocados, me dicen, por los bombardeos. La gente lo ensucia dentro de los límites de lo normal, no caen en los extremos escandinavos pero nadie parece tener la necesidad de sobrepasarse. Hay como un equilibrio zen que contagia al recién llegado.

En casa de Carlos se improvisa una pequeña fiesta. Conozco a Peter, su compañero de piso, y a los dos perros, gigantescos, que exigen su espacio a fuerza de empujones y me llegan más arriba de la cintura. Brindamos con un vodka inmemorial. La música es en alemán. Carlos tiene la idea de disfrazarnos. Con un corcho quemado nos convertimos en una panda de forajidos de más que evidente procedencia mexicana, si bien nadie alcanza el grado de compromiso y sacrificio a la idea como el propio Carlos, auténtico, cejijunto, con sombrero de ala caída, pañuelo al cuello y varios dientes ennegrecidos formando una sonrisa aterradora, a juzgar por las caras que va dejando a su paso. Los garitos son rojos casi sin excepción, de luz quiero decir. La música es buena. Un euro de cada primera bebida es para el DJ. Se puede fumar en todas partes. Se puede comer a cualquier hora. Los bares no tienen hora de cierre. La gente charla y charla incansablemente. De camino al canal, donde hay un garito muy bien montado con estructuras flotantes que a veces alguno que otro decide soltar, la noche alcanza su mayor punto de negrura, a partir del cual empieza a clarear durante un amanecer que dura cuatro horas. Hay un espacio cubierto minúsculo con una barra y el puesto del DJ. Allí se concentran los que queremos bailar, apretujados, un mantra electrónico. Al volver a casa veo a gente en los bares, siguen hablando. Cruzo un puente y al fondo, a mi izquierda, Alexanderplatz engaña a la distancia. Vías de tren, vagones desahuciados, los barracones de una fábrica de donde sólo sale el retumbar de una música. Un kebab de madrugada. En la parada de tranvía entablo conversación con dos alemanes. Están de visita en Berlín. Acaban de bajar de una fiesta ahí al lado. A uno de ellos le llaman por teléfono. Se ha dejado algo en el piso. Me invitan a subir. Subo. Los restos de una fiesta que parece haber sido numerosa. Son chavales de una edad que de repente me avergüenza un poco. Me invitan a una cerveza pero nos quedamos poco tiempo, el tranvía está al pasar. Me despido pero el tío con el que más había hablado estaba ahora ocupado en cuestiones más silenciosas. En el tranvía nos ponemos a hablar y me paso de estación, cuatro más adelante. No tengo paciencia para esperar otro tranvía y la zona no ofrece simpatías, sólo veo gasolineras y frondosas manchas oscuras de hojas silbantes. Paro un taxi. Calles y avenidas y masas grises de viviendas, tumbadas y a lo largo o de pie y enigmáticas, separadas por grandes cuadrantes de hierba asilvestrada y esporádicos árboles. Hay ventanas abiertas, signos de vida, coches sueltos girando a lo lejos, el Lidl, giro a la derecha, 219, despierto a Fran, subo, buenas noches, me abrigo. El sol. El sol constante.