lunes, 31 de agosto de 2009

Paseos


Málaga es cuando paseas por barriadas multicolores, populosas, áridas de cemento y geometrías empobrecidas, como dentaduras con huecos de muelas extraídas donde se acumulan escombros, basuras y animales de los que no se acarician, esquinas inhóspitas, señales de tráfico truncadas, escaparates sin brillo, aceras mordidas, y Málaga es un río que se ha ido, con su cauce de despojos y niños en bicicleta, como una Atlántida calcinada, el poco garbo de sus puentes, poco más que lianas que transbordan peatones de un lado a otro de la cicatriz silenciosa. Málaga es cuando se te llena de pena el corazón de tanto edificio en ruinas, tanto desconchado, la pintura ya como gangrena, los cables telefónicos combados como un látigo fotografiado, los breves balcones con agujeros y macetas, ropa tendida y cubos de fregar, y hasta un hombre en pijama que se ha sacado el colchón y despereza los brazos extendiéndolos al aire por los barrotes, como un niño grande que trasciende la cuna o un presidiario reclamando oxígeno. Y Málaga es también cuando braman motos a tu alrededor y sorteas hervideros de prisas, bocinazos y maldiciones, cuando unos gritos de hombre joven descuartizan la suave capa de nata donde fermentan tus sueños en la tórrida madrugada, el plano único de los sonidos de una ciudad que duerme tensa y amurallada, como una Sagunto sin desgarros ni hilos de sangre putrefacta, en su propio sopor ardoroso y paquidérmico, porque Málaga es cuando un elefante empieza a doblar las piernas y acepta por cansancio su derrota. Y "ohú, vieho", resopla.

Pero entonces la ciudad te detiene y te da dos besos con lengua y se escapa. Es que hay una casa, una luz, una palmera. Dos calles que juegan a hacer de "k" en el sol y sombra. Las maneras de un camarero, la señora con su bolsa de la compra, los ojos verdes incrustados en una piel morena casi negra, la sonrisa de una chica que no tiene más que una sonrisa, y esquiva eses y relampaguea y te ofrece un hogar a cambio de un pálpito y una cena. Málaga es cuando acabada la ciudad, hundida la masa palpitante de sus cofres abotonados, sus viviendas de VPO y sus raleas, desaparecida en su hecatombe de Habana peninsular, te sostiene el abrazo de una gente marciana, capaz de todo a todas horas, de lo peor y más indescriptible, merdellona, de lo más sencillamente emocionante y nutritivo para un vasco acostumbrado al otro lado del calcetín, a la vida sanota pero mezquina, silenciosa, orgullosa.

Málaga es cuando una mirada te quita el hipo, una escultura se pasea como recién salida de un museo a ver la Feria y curtirse el lomo. Y entonces descubres que se puede vivir en una ciudad envejecida y de belleza arrinconada, que no hay metros que valgan la pena si no hay esa otra conexión subterránea que acorta las mayores distancias.

jueves, 20 de agosto de 2009

El beso retardado



A las cinco de la mañana, si uno ha descansado, cuando camina hacia el punto de recogida (un paseíto de veinte minutos) pensando en cómo saldrá la jornada, en si se presentarán imprevistos, si se desvelarán las insalvables dificultades, se puede respirar un aire todavía fresco, limpio, con un fondo de estufa lejana, prevista, pero casi saludable, azul oscuro, oxígeno, nitrógeno y argón. No es ese jirón manoseado y triste por el que te peleas con una muchedumbre asfixiada, esa atmósfera como de cajón de calcetines sucios que recorre las calles del centro precediendo a los camiones cisterna de los servicios de limpieza, puntuales y sin embargo anacrónicos de sol, con las diminutas inundaciones de sus dos parodias de manantial a cada lado, lamiendo el lodo de botellas y vasos de plástico, sombreros de paja, colillas, abanicos de cartón y guirnaldas, hasta chocar contra el litoral de edificios abandonados o en derrumbe. Tengo ganas de conocer la ciudad real (qué necesario, más que nunca, el artículo determinante, femenino y singular), que parece contenerse en los límites de sus piedras, como el espectador de un encierro ve pasar la manada subido al zócalo breve de un portal, conteniendo al aliento, metiendo tripa. Los edificios se arremangan las faldas y las tiendas cierran, las librerías de viejo me esperan, una nube de piernas y codos en ristre me impiden saludarles como es debido, acercarme a sus escaparates, indagar en la oscuridad de sus pasillos, con esa quietud de estación de tren abandonada, de vía muerta, atisbar el apellido más buscado, la edición más ansiada, asomando el lomo de su voluptuosidad por entre los pechos de literatura sin sostén, carnaza que por lo menos le aísla del sol y su lengua decolorante.

Escribo de algo que aún no he visto, de paseos que no he dado, yo también estoy de feria, tengo la persiana bajada, estoy un poco de chufla con la pandereta, porque en el trabajo todo está cuajando y me siento realizado. Cuando esta festividad de San Autista deje paso a las santas semanas ordinarias, al cada vez menos lento suceder de los días sin brillo ni tinta roja, ambos, ella y yo, la ciudad que entreví hace cuatro años y el que la espera ansioso ahora, hoy, retomarán un diálogo interrumpido, me pedirá fuego y le ofreceré un cigarrillo (porque, a diferencia de otras, no ha dejado de fumar), me enseñará un poco el comienzo del pecho, la caída libre desde el cuello y su clavícula más tierna por el tobogán de su plástico carnívoro. Y será un polvo de una noche, el primero de muchos, un magreo en la estrechez de la cola del baño, una mirada perdida como un petardo mojado, o el principio de una amistad circular, dentada.

jueves, 13 de agosto de 2009

Regreso (Málaga)


Qué poco, qué debilucho andamiaje, qué falta de cimientos, qué anemia moral, maleta en mano, poniendo buena cara a la incertidumbre, en el calor que se parece a la asfixia, pies inestables en calles ruidosas, como levantar un camping en una riada, qué cerquita se siente la desazón, el vértigo de un mundo sin hacer, recién llegado, el traslado de la estación a la comida de confraternización del equipo de dirección, saludos, manos apretadas, abrazos de un segundo, como una placa de neumotórax hecha con cariño, besos ásperos de barba crecida (mi aspecto como ejercicio de estilo), incomodidad, máscara, tapando las grietas que hacen agua en la imagen de mi que más conviene con sacos de niebla, miradas vacunas, respuestas vagas. La ciudad me guiña un ojo, me persigue por las calles, me saca fotos desde balcones, marquesinas, escaparates, como un predador saciado que todavía sólo quiere jugar, soy demasiado extravagante aún para entrar en el menú, me reconoce a veces, me tira una hoja seca al pecho para auscultarme las intenciones, me intuye borroso, anonadado, ignorante. Tengo asilo temporal pero hay una imprecisión en mi futuro inmediato, una falta de previsión, una provisionalidad que tatúa su electrocardiograma desquiciado en el ritmo de mi respiración, el bullir de mis venas abotargadas y los restantes fluidos que esperan la cola para hacer acto de presencia. Llega, primero, el sudor, como un jersey de punto en pleno agosto del que no puedes desprenderte. El balcón de mis anfitriones da a unos rectángulos de resplandor lechoso, me despierta el coro del Secretariado Gitano, estudiantes que ejercen de sereno, baten palmas y ahuyentan los últimos fotogramas del sueño en bandada, ya está el calor en los aleros, desciendo del dúplex por la escalera vertical de diseño, me desayuno un poco más de aturdimiento, me pongo a Bach y sus sonatas de chelo que moscardean hasta que llega el transportista a llevarse el proyector estropeado y puedo prepararme para salir a la calle y sacar las primeras fotos, las primeras muestras del ADN de mis recuerdos de Málaga, ese baúl de instantáneas con menos plazas, calles y edificios que personas, tratos diarios, amenidades individuales, voy a buscar lo poco que pude ir dejando colgado por el extremo de las miradas de hace cinco años, perdiéndose en avenidas interminables, esquinas coloniales, museos Picasso, tascas de porra y vinito blanco, cuadrillas de Olímpicos dorando la etiqueta negra de sus pezones (chicos rapados a capricho, descamisados y con colgantes de beato navajero). Veinticuatro horas de respiro antes de la primera extracción en ayunas. Qué poca salud, qué palpitante precariedad, la de mis pequeñas alas bisiestas, remontando la empinada cuesta de las jornadas sin pauta, del sol de desierto y los oasis escamoteados, qué futilidad la de mi atrevimiento, qué losa tan de atrezzo van arrastrando mis pestañas temblonas, qué ganas y qué pereza construir una pequeña cotidianidad. Los miedos juegan conmigo al escondite inglés. A cada vistazo se me aparecen más grandes, más cercanos y al mismo tiempo menos precisos, anodinos, como bostezos de mi subconsciente averiado para la inventiva de nuevos retos. Qué insistencia la de mis pulmones. Tendré que salir a andar hasta agotar al viajero que aún hay en mí.

P.D.:Fotografío los objetos que he mandado a explorar las inmediaciones.