domingo, 3 de enero de 2010

Domingo

Cualquier día ocurre una desgracia, con el viento, lleva así el cartel ése pues como quince años dando vueltas, cuando menos te lo esperes verás tú. Ya ocurrió una vez, y mató a dos, no, una de esas marquesinas de los cines, aplastados oye. ¿Y cómo te va la vida?, pues como a todos, supongo, ¿no?, jodida. Estos cabrones, ¡que no nos dejen vivir en paz, ya tiene cojones! Que llevamos veinte años con la misma historia, hombre, y aquí los que salimos perdiendo somos siempre los mismos, que no hay derecho, por cuatro hijos de perra, porque son cuatro, eh, cuatro o cinco, no más, y venga, y dale, y otro más, y a ver a quién nos cargamos ahora, te dan unas ganas de dejarlo todo, con lo bien que se vive aquí, vamos, hombre, no me jodas. Los coches pasaban como baldes de agua rociados en la acera, manchas de color, espectros. Un silbido furioso pero contenido movía la cabeza del señor de las patillas rojas, una lenta panorámica de brillos apagados y licores cúbicos, tradicionales, importados, olvidados, un catálogo de oros y cristales. El cromatismo años 60, con aderezos de la década siguiente, gris y urgente, el confort lujoso de la barra acolchada, con sus caries de gomaespuma, sus heridas en la piel, noches mal digeridas, el pasillo como una galería de espejos canela manchados en sus bordes. El camarero pasea arriba y abajo, la goma negra con sarpullidos de botón en el piso de la barra, escucha al hombre y de vez en cuando, se arregla el cuello de la camisa, se acaricia un codo, mira el reloj: camisa blanca de hilo, ya sin corbata ni pajarita, el vello del pecho asomándole por la abertura, pantalones negros, hoy gris oscuros, con bolitas y pelusas, zapatos usados, con la forma exacta del pie, ajuaneteados, un poco descosidos en las prominencias artríticas de los metatarsos: Domingo.

Si es que no se puede salir así a la calle, ahora hay que prepararse como quien va a la guerra, chaqueta, gabardina, bufanda y toda la hostia, y el paraguas, no se te olvide el paraguas, que te pilla un chaparrón y no tienes nada que hacer, Domingo: mutiplicado, rodeado por un coro mudo de repeticiones suyas, entre dos fuegos de espejos, Domingo se contempla a sí mismo por detrás de su interlocutor, su arco de luz en la calva mate como un signo prestado de inteligencia, sus dos camas de pelo sobre las orejas, dos caprichos de cartílago asilvestrados por hilos negros, como la hierba que le sale al muerto por la boca, la nariz amable y corpulenta, discreta y cavernosa, la barba mal arrinconada y la sonrisa de imbécil que la costumbre le fue esculpiendo. Como dentro de una hornacina, Domingo respira la densidad acumulada, pero no siente nada, Ay, hermano, hermano...

La tormenta se acerca cuando se abre la puerta. La fiesta pasada por agua, aguada de roces y trapos sucios, ahogada en alcohol, de dos matrimonios confusos entrando a cobijarse. El chillido del letrero esparce Pub-Bar Inglés por la calle, como un butafumeiro apagado, y entra frío y el más alto de los hombres, ¿Qué pasa Domingo?, ofrece una mano grande, segura, sonríe grotescamente, bajo un bigote poblado de canas como púas de violín viejo, aquí estamos, de parranda con unos amigos, pide las consumiciones, ¿qué?, ¿seguimos con lo mismo, no?, ellas discretamente separadas de ellos y juntas entre sí se desabotonan los abrigos y se miran de reojo, ¿cuál de las dos está más vieja?, ¿a quién se le notan más los años?, a ella, por supuesto. Todo sonrisas y retardos, gin-tonics, cubatas de havana seis y una sueps de naranja. Las cinco y treinta y dos. Domingo, junto a la cocina, bajo las escaleras que conducen a los servicios, mete, por tercera vez, una moneda en la ranura y marca el prefijo, lentamente, y después el resto, lanzando tras cada pulsación una atenta mirada al papel arrugado que sujetan sus dedos. ¿Por favor me pone con la habitación dos-cinco-siete? ¿Cómo va? No sabemos nada todavía, sigue en quirófano- la hermana, la pequeña, la más débil. ¿Todavía operando? Sí, tardan mucho, pero nos han dicho que es normal, por la vesícula y por cómo estaba en general, que está muy débil, muy débil. Bueno- duda, algo muy parecido al miedo hace ingreso en su sala de espera-, ya os llamaré más tarde que no puedo hablar.

Cuelga y por instinto vuelve a la barra apresuradamente pero no queda nadie sin servir. Parece que el viento pega más fuerte ahora. Junto al ventanal, los hombres discuten de lo de siempre, como cada vez que beben y pierden un poco los papeles, ellas del tiempo, de los niños, de la falda tipo escocesa que estrena una, de las medias de seis mil pesetas que tiró el día pasado la otra, inservibles, oye, un asco, las tiré inmediáticamente y fui a la tienda, a ver, pero Domingo no escucha ya casi, o escucha cada vez menos, se va hundiendo en la barra, se apoya discretamente en la cafetera, un codo sobre el mango del ponedor, el puño amarrando el mismo y se le cierran incluso los ojos un poco, se deja mecer por el rumor de tormenta de la calle, los tacones de dos mujeres corriendo detrás del autobús parecen taladrarle la sien, de lo cerca, lo nítido que se oyen, ay, hermano... que te me mueres, uno más que pierdo y van tres, hermano, hermano, el más bueno y qué vida, pobre, qué vida, esa arpía, y esos hijos, cuántos disgustos, ay hermano, que te me vas de repente, casi mejor, que envejecer, que irte muriendo como vivías.

Qué ganas de echarme un rato, aunque sea veinte minutitos, echarme, descansar, en lugar de estar aquí como un pasmarote, las piernas las siente cargadas, como rellenas de hormiguitas y se imagina rascándoselas pero no puede, hace intentos de flexionar la rodilla y acercar su talón al muslo, su pierna a la mano, y rascarse poco pero rascarse, pero no quiere que le vean, nadie le mira y aún así flexiona la pierna y arquea hacia un lado la espalda como a espasmos cortos e inútiles, de pronto piden otra ronda y Domingo acude con energía.

Domingo: más chato que bajo, gordezuelo sin exagerar, dos brazos negros manipulando botellas, cubitos, un fragor de pinzas, brillos y crepitaciones por el contacto del alcohol con el hielo, pequeñas explosiones que a nadie importan y le son tan familiares, como el siseo de su propia sangre. Sangre. De mi sangre, hermano. La puerta vuelve a abrirse y es un chiquillo, un mocoso moderno, vestido como van vestidos los mocosos, que parecen de una tribu, ya no se sabe si son tíos o tías, Domingo, y el chaval que se siente aludido y mira al agacharse para recoger los cambios y el tabaco, pero sale y se pierde detrás de los cristales tintados de tormenta. Y son chulitos, además, ¿tienes hijos Domingo? No, sólo sobrinos.

- Una vez me dijiste que habías estado casado, Domingo. ¿Cómo es eso?

- No, no llegamos a casarnos. Ella nunca quiso -sonriente, como si hablara de un juego, de una pequeña afición suya, un capricho-, pero ya no...

- Bueno... ¡no me digas más!

- ¿Te pongo otra?

- No, por hoy ya está bien- empieza a levantarse de la silla, el cuero se le ha quedado pegado al pantalón, los huesos no parecen dispuestos a cargar con él-. Tendremos que irnos para casa, que la etxekoandre se nos va a preocupar.

Domingo mira a su amigo. Cobra lo que debe y le devuelve el cambio, pero ya se aleja. Va un poco cargado. ¿Cómo llamarlo para avisarle de que se deja casi cinco euros en el platillo, si no recuerda su nombre, si nunca lo ha sabido? Luis, no, José, tampoco. Conversaciones interminables casi cada tarde y sin embargo es un extraño que se deja olvidado el cambio. Casi ha salido y Domingo no ha sabido reaccionar. Suenan las monedas en su cascada sobre la lata de las propinas pero el bramido del viento, los latigazos de los tamarindos, el desgarro de la lluvia, lo encubre. El letrero, como un pajarillo asustado piando en medio de la desorientación, lanza dos alaridos moribundos; después, la puerta se cierra y el teléfono empieza a sonar con toda su fuerza.

Son segundos confusos, extraños, como de un raro efecto farmacológico, la irrupción de la irrealidad con toda su carga de pesadilla, crudeza, y un ligero vaído que aletarga a Domingo, lo inmoviliza, no termina de decidirse, ¿qué le ocurre?, no es falta de reflejos, no, porque su mente está muy despierta: en fracciones de segundo, recuerda el terrible verano de cuando le atacó la ciática, las inyecciones, el solapamiento de noches con amaneceres, el dolor, ese insoportable dolor que lo llevó de la mano a saborear la locura; pensó en dos fuertes hilos, no sabía bien por qué, dos hilos que avanzaban por terrenos montañosos, planicies, ciudades y murallas, y que se acababan reuniendo, hilos telefónicos, teléfono, hospital, de un hilo había dicho Paquita que pendía la vida de su hermano. Antes de levantar el auricular, imaginó el mar enfurecido esparciendo su odio por la bahía.

Se habían equivocado. Una carcajada colectiva vino a estrellarse contra Domingo desde el ventanal: no, los demás no conocían qué era eso del helicóptero, ¡cuenta, cuenta!, una postura, mujer, qué va a ser, que pareces tonta, sí, ya, pero cómo es, con decirte que se ha ido a vivir a la República, encoñamiento se llama a eso. Domingo tragó saliva y la sintió febril, como no suya. Dió la espalda a la conversación, volvió a desdoblar el papelito con el número de teléfono y lo marcó. Al llegar al último número creyó desplomarse pero sólo era el arranque de una ligera taquicardia. La misma voz de antes pasó la llamada a la habitación dos-cinco-siete. Como antes, nada. Ya te llamo yo, Domingo, cuando sepamos algo. No -se enfurece, ¿por qué?, Domingo- ¿no ves que te llamo desde el bar, que no puedes llamarme?

¿Cuánto tiempo pasó? Los matrimonios terminaron por marcharse, ella dió un paso en falso y se torció un poco el tobillo, sólo nos faltaba eso, pensó Domingo, que se fracture el pie en el local, no, no había sido nada, más risas y retardos, despistes del estilo de toma el chal, uy, al suelo, estoy un poco piripi, este es mi bolso Mari Carmen, ahora un taxi y como reyes, no te preocupes, que os acerco, joder, que sí, que no... la puerta selló sus labios pero continuaron gesticulando, besándose, despidiéndose, hasta que el viento atentó contra el sombrero de una de las mujeres, y eso fue como el adiós definitivo, se alejaron por caminos opuestos. Domingo respiró hondo, estaba sólo en un gigantesco barco a la deriva, en su Titanic de falsos oros y cueros, salió de la barra y se acercó al ventanal de la entrada.

Un intermitente barrido de luz azul brillante, proveniente de la esquina de la avenida, prologaba a un reducido grupo de personas abigarradas, furibundas, vociferantes; escoltados por la policía, los manifestantes giraron hacia el Hotel, no llegaban a cien pero sus proclamas se adueñaron del bar, reverberaban como un eco que naciera en el segundo piso y descendiera la escalera, rebotara después en las paredes acolchadas del apartado con mesitas y pufs y alcanzara la nuca de Domingo a través del largo pasillo, como un disparo de sedas. Qué país, rezó (¿a quién?) Domingo, ni en tardes infernales como ésta nos dejan en paz. Cuatro gatos, dice el otro, ¡qué más quisiéramos!, esto no se va a arreglar nunca, mientras se odie como se odia. Llevo treinta años en esta ciudad, yo he levantado este país, trabajando en lo que los padres de estos señoritingos no querían trabajar, y ahora soy un intruso, un opresor, y todo eso que dicen. Domingo, rollizo, buena persona, mordía ligeramente el labio inferior cuando reflexionaba, a veces se le escapaba una palabra y la decía en voz alta. Sus dedos pulgares retozaban entre sí, alzados desde sus respectivos nidos de dedos, en un combate pacífico, apoyadas las manos sobre el trasero, las piernas ligeramente separadas, en la pose que se debe mantener cuando no hay trabajo, aunque siempre hay trabajo, decían antes los encargados, un camarero, un barman entonces, nunca debe parar de trabajar, siempre hay vasos que limpiar, secar o colocar en sus baldas, y si no rejillas que secar, Domingo, seis cañitas a la mesa catorce, una ración de jabugo, más gildas, un par de vermutitos... aquellos tiempos, siempre pensó que llegaría un día en que, como hoy, recordaría el ajetreo, los pedidos a voz en grito, los aperitivos, las largas tardes ociosas de algunos y atestadas de prisa, buen hacer y elegancia para él y los suyos, y que lo haría con la nostalgia, la pasividad y el orgullo de quien ha salido adelante a base de mucho fregar, mucho servir y más aguantar las insolencias de los clientes. Con la misma mano de siempre se restregó la cara dos veces y logró esquivar el brote de asfixia que pretendía elevarse hasta su garganta.

Entonces volvió a marcar el teléfono. Un rayo inesperado (hacía un buen rato que la tormenta parecía haberse calmado) iluminó por completo el local, debía haber caído cerca, las bombillas parpadearon y un terrible trueno reventó el silencio. La misma operadora. Dos-cinco-siete. Pero no hubo tiempo para improvisar reflexión alguna sobre la gravedad de los silencios. Algo, rigurosamente físico y a la vez intangible, paralizó su cerebro. Paquita surgió como de un sueño; el silencio que entrecortaba sus palabras tenía la misma textura que su voz.

- Ha muerto.

Domingo restregó su cara una vez más pero fue insuficiente.

Quizá transcurrieron unos minutos, para Domingo, sin embargo, fue a continuación de colgar el teléfono: la puerta escupió un grupo de personas que acertaban a penetrar hasta el fondo mientras uno al otro se iban prestando la misma frase o parecida, depositaron sus gabardinas, sombreros de lluvia, paraguas, jerseys y bolsos en el sofá corrido y se fueron sentando en banquetas individuales, excepto el niño, que prefirió hacerlo junto a su padre, en la butaca más ancha, el hombre se levanta, saluda a Domingo, éste sonríe tan leve, tan simple, tan cortesmente como antes. Intercambian rápidas informaciones: el padre de familia, un apuesto canoso de paletas ligeramente separadas, es más sincero que Domingo y da más detalles; Domingo responde con frases hechas, monosílabos, y sonríe, sonríe mientras le va creciendo un hueco en el estómago.

- Bueno- dice el padre de familia tratando de destacarse por encima del suave barullo de voces-, ¿qué os va a apetecer?

- Yo quiero un café.

- Y yo.

- Bueno, un orujito si tienes.

Domingo presta, como único bloc de notas, su mirada ovalada, felpuda, a los distintos miembros de la familia.

El hijo mayor y su novia consultan con detenimiento la pequeña carta de bebidas y aperitivos. Domingo espera con el bolígrafo invisible de su lengua apretando el bloc fictício de su paladar. Al cabo de un rato, ella da un respingo y dice para mí un refresco de naranja. El hijo mayor decreta con cierta autoridad:

- Póngame un Gin-Fizz.

Domingo cree haber oído mal. Parpadea y lentamente la información va alcanzando su cerebro. Un Gin-Fizz, repiten sus dientes, agacha la cabeza, esboza una sonrisa panorámica, agradecida, y se adentra en la barra.

Sus manos eran ágiles, sus pies respondían bien, sus ojos no tardaban en sujetar con sus estribos el objeto siguiente en el proceso, el hielo mientras colocaba el vaso instintivamente sobre el mostrador, el limón mientras echaba los hielos al vaso, y así con todo, los cafés, los refrescos, la ginebra con tónica sin hielo ni limón... Cuando todo excepto el coctail estuvo preparado, lo llevó sobre una bandeja a la mesa de la familia que conversaba en pequeños grupos. Domingo fue depositando las consumiciones con cautela.

- Así está bien- indicó el padre de canas plateadas-, sin limón.

Domingo se alejó de nuevo. Ahora traerá el coctail. Es que tiene su complicación. ¿Qué has pedido? Un Gin-Fizz. ¿Y qué es eso? Anda que no he preparado yo de éstos. A ver qué tal está. Qué rarito es el niño. Yo creo que le has hecho feliz al hombre, no parece que haya mucho movimiento por aquí. Lo que ha sido este local. Está claro que los tiempos han cambiado. Todavía me acuerdo de las cajas que hacíamos. Eso sí era trabajar. Así has vivido, que no has salido de la barra ni tres minutos, pobre, esclavizado. Es un trabajo asqueroso. Es un trabajo como cualquier otro, mujer. No, de eso nada.

Domingo apenas hubiera podido escuchar esta conversación, recorría con pasos decididos la barra, su boca extrañamente cerrada en una mueca torcida, tarareaba la ranchera que tanto le gustaba tararear: una parte de ginebra, la cantidad exacta, un chorrito de limón, la lágrima de leche (aunque lo ideal sería clara de huevo) y una lluvia de azúcar, todo ello en la coctelera, el vaso con el hielo esperando sobre la barra, el sifón cerca para completar y Domingo cerrando la tapa y levantando la coctelera a la altura de su oído, empieza a agitarla, rítmica, acompasadamente.

Dos breves truenos irrumpen en el bar. Ya no hay tormenta pero corren los manifestantes por la avenida. Un trueno más. Domingo agita y agita la coctelera mientras piensa, piensa en un mar de ginebra y un riachuelo de limón, un azúcar de invierno nevando sobre el delta de los hielos, un huracán de sifón burbujeando la orilla, y la gotita de leche... Domingo, vierte el contenido de la coctelera sobre el vaso, añade un chorro de sifón y lo deposita sobre la bandeja. Se acerca al grupo de clientes. Por un momento se ha despistado con su propio reflejo sobre el cristal de uno de los cuadros que decora la pared: una hermosa fotografía de San Sebastián en 1967. Por mitad del Gran Bulevard, atestado de gente, pelos largos, trajes elegantes, terrazas y camareros, avanza ahora un Gin-Fizz recién preparado. Domingo fue estirando la sonrisa hacia un lado y creyó alcanzarse una oreja cuando dijo:

- Hace mucho que no preparaba uno- deposita el coctail sobre la mesa-, por lo menos... no sé cuántos años.

Sonríe y no obtiene apenas respuesta. O la que obtiene no la escucha, porque da media vuelta y regresa a la barra, a mantener la pose de espera, a contemplar el enfrentamiento en la calle, a sonreir extrañamente ensimismado. Desde la atalaya de sus escasos 160 centímetros, Domingo siente, de pronto, una presencia olvidada, como inadvertida hasta entonces, a su izquierda. Era el teléfono.

2 comentarios:

  1. Hey, da gusto ver que sigues en vena!! Algunas combinaciones de palabras son explosiones, chispazos de placer para tus lectores!

    Y es que donde hay mata, hay patata!!!

    Feliz año!!

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  2. Esto es un buen comienzo de año para un blog y lo demás paparruchas.

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