jueves, 31 de diciembre de 2009

Balanceado


En cuanto he abierto las persianas de la habitación la he visto. Suspendida en al aire, a la altura de mi ventana, fresca, despierta, con una carnosidad de albaricoque, sonriéndome solícita: la tentación de hacer balance. No sirve de nada maldecir los calendarios ni jugar a cambiarle el nombre al día, o a quitárselo como quien desnuda una muñeca del reloj que la travestía, porque queda la marca dando siempre la misma hora, que es la última y al mismo tiempo la acumulación de todas, su síntesis en un gesto, cuando todos nos levantemos de las sillas y nos busquemos a tientas con la copa de champán, el año todo resumido en un choque de cristales, como la última campanada, mientras cae la tapa sobre el sarcófago del año impar sin par, de este dosmilnueve de pacotilla que se va, se va, se agota, como las últimas gotas de agua en el desagüe de la ducha, me ducho, me enjabono, vuelvo a enjabonarme, hay un tipo de mierda que no se va, da igual, para el balance. Y es que lo bueno del día de San Silvestre es precisamente que la carreta de los agravios va ya tan hasta los topes de basura que no importa añadirle un poco más y uno va haciendo o pensando cosas mal a posta, como quien tira de tarjeta de crédito, a sabiendas de que existe esa cama elástica que es la noche vieja (y su síntesis, no olvidemos, el chin-chín de las copas), donde saltamos los saltimbanquis para borrar las cuentas. Por supuesto que el uno de enero es como el catorce de abril, que en una noche no da tiempo a limpiar de duendes el trastero, que uno se vuelve a casa doblemente cansado, sorprendido por el amanecer, decorado de bobadas, muerto de frío por tantos abrazos cálidos, empanado como una croqueta de nuevos deseos y viejos proyectos, a los que se ha ido sacando brillo toda la noche, hasta el punto de aparentar algo así como una hoja de ruta, una agenda del futuro inmediato, pero uno no tiene más que sus zapatos y este camino de baldosas octogonales, tan sabido que parece capaz de arrastrarte si te detienes. Esta noche haré el video-clip de mi regreso a casa, aterido, hambriento, con el balance ya hecho. Se me irá haciendo sólo, como en un baño maría de pensamientos, yo ya sé el resultado. Pero al menos uno irá paseando por la Concha sólo, o prácticamente sólo, no tendrá que esquivar humanos, como es habitual en esta ciudad de tan escasa educación vial, y no diré que no a una foto de la bahía mientras amanece, estableciendo un arco perfecto entre este click y el de hace un año, en la Puerta del Sol, con la italiana de las gafitas de pasta fresca y tricolor. Dos clicks y un hiato como una montaña rusa, difícilmente digerible, imposible de resumir en su justa medida, y menos cuando todos nos levantemos de las sillas y nos busquemos los ojos y esquivemos las lágrimas y recordemos al tío y al accidente que estuvo a punto de ennegrecernos la vida por completo, y todas las demás pérdidas y las grandes ganancias, que siempre se sientan injustamente menospreciadas en la segunda fila del desfile de fotografías, cosas del lagrimal y su impresionable sensibilidad, habrá que perdonárselo, ganancias en forma de amistad que habrá que seguir cuidando como a una animal de compañía indomesticable. Por ese instante de entrechocar de copas, por ese baile ridículo de vencidos en traje de gala, los pasos por las calles de esta noche estarán falsamente sobredimensionados. Que se me sepa perdonar esta propensión a la grandilocuencia. En el fondo no son más que pasos mal dados, sin convicción ninguna, pasos de borracho, del que ha sorteado purulencias devastadoras y algún que otro episodio descorazonador. Inocentes granujientos con zapatos demasiado grandes y camisas desflecadas compartirán conmigo el paseo, de vuelta de sus cotillones, fumando el primer cigarrillo amargo del año. Seremos dignos de una foto discreta, panorámica y térmica, como la visión de Depredador, calaveras frías supervivientes de esta guerra de juguete que nos hemos inventado. Habrá señoras madrugadoras, olas aburridas, olor a café con leche, taxis en desbandada, habrá la inevitable arcada, el susto de dónde he puesto las llaves, la noción de ir andando a trompicones necios, ah, aquí están, qué susto, y la enorme, la inmensa, la monstruosa pereza de empezar un nuevo calendario por la primera página. Y la necesidad de pensar en marzo, agosto, noviembre, para no volvernos locos ante la página en blanco.

No hay comentarios:

Publicar un comentario