martes, 29 de diciembre de 2009

Madrugada


Ha habido noches de agosto con esta misma temperatura. Un cielo similar, abierto, en paz, con una luna casi rotunda como ésta, apenas dos borrones de nubes mal dibujadas por encima de Gudamendi. Estoy, abocat al balcó, en camiseta, fumando y rumiando, tratando de entender el particular sentido de la velocidad de los procesos personales. Las dos estructuras que albergarán los ascensores de nuestro vecindario, aquellas torres de vigía de finales de septiembre, presentan hoy una robustez casi definitiva y han extendido sendos brazos de hierro y hormigón, como rampas de lanzadera, hasta los portales de las principales casas. Hace tres meses uno se describía subiendo la cuesta pesada y concienzudamente rodeado de un estruendo de motores y grúas en mitad de una densa polvareda. Esta noche veo los ascensores desde la media altura de mi ventana, por encima del más bajo y frontero al segundo, que trasciende mi casa y continúa hacia arriba, pero tan próximo que podría suicidarme bajando sus escaleras una a una. Hay gatos gimnastas que se van matando así, arriba y abajo, buscando ratones tiernos o restos de basura. Mientras trato de olvidar las últimas equivocaciones como quien cambia el pie en el que apoya su peso, pretendo establecer axiomas que no se vengan abajo al primer abrazo. El viento se ha ido llevando las nubes como a actores despistados que hubieran equivocado su salida, la de hoy es una noche abovedada, un manto oscuro de cristal que clarea en el horizonte, en esa franja ligeramente resplandeciente que imita los contornos de las montañas y parece delatar a todo un mundo despierto e incandescente al otro lado. Mis tejidos no son de hierro ni hormigón. Van a su ritmo y son un poco como la temperatura de esta madrugada, inesperada, precipitada, tan bienvenida. Mi calle ha cambiado para siempre de aspecto y todos, gatos y vecinos, andamos un poco aturdidos buscando puntos de referencia y empleamos las noches para deambular por los recovecos, olisquear las nuevas esquinas, sortear sus virginales curvas, manchando de suelas de andar por casa sus límpidas baldosas, astronautas de una superficie color termómetro. Hay un silencio de vitrina de museo, una expectación vegetal y artrópoda, por ver la obra acabada, en funcionamiento. Finales de diciembre y hay un buzo sin escafandra asomado a la ventana en camiseta de dormir. Por las carreteras que bordean el paisaje cruzan coches como peces abisales, buscando el placton del asfalto, como urgencias mecánicas que nada tienen que ver con este cementerio. Hay cipreses cuadriculados a los que trepan albañiles y contenedores de basura clasificada donde requiescant in pace todo tipo de entremeses. La ciudad como una bella quesera de cristal donde se va pudriendo la leche de oveja a la espera de unas nueces con algo más que ruido. Esta ciudad, respirando calores de agosto, como un círculo vicioso de temperaturas equivocadas, fulminando el tiempo transcurrido, tergiversando calendarios, enorme máquina del tiempo. Dicen que para febrero ya estarán en marcha los ascensores. Febrero es un buen mes para casi cualquier cosa.

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