domingo, 24 de enero de 2010

El odio


Entre las dos películas hay casi tantas diferencias que casi me atrevería a decir que el único punto en común he sido yo, espectador en ambas, vestido casi con la misma ropa, en idénticas sesiones nocturnas, cuando en la ciudad ya no pululan tantas copias pertinaces de los mismos modelos y van quedando sólo algunos ejemplares ligeramente tarados de su correspondiente serie o ralea (vamos que es la misma ciudad sólo que simplificada, reducida en cantidad pero inalterada en porcentaje). Dos cines diferentes, eso sí, uno los Ideal, butacas sucias pero con productos de marca, la densidad de espectadores propia del mismísimo centro de una gran capital y una descarada tendencia al robo con mamada (8 euros, pero si entras aquí eres guay), y el otro los Golem, más económico (7,20), no sé si más sucio pero sí más dejado (la cortinilla negra que debería tapar los dos rombos iluminados de la puerta de acceso no se corre todo lo que debiera, de modo que me he visto obligado a fabricarme un parapeto artificial colocando mi anorak anticongelante a modo de montaña en la butaca de al lado), tan estrecho y con una pantalla tan pírrica que parecía que estuviéramos viendo la película por la mirilla de un cañón. Se me olvidaba indicar que ir a los Golem también te hace ser guay, pero se entera menos gente.

Las películas: "La cinta blanca" y "Capitalismo: una historia de amor". Michael (pronunciado Mikael) Haneke versus Michael (pronunciado Maikel) Moore. Ambas películas abordan temas complejos, polifacéticos, de una prolijidad arborescente en cuanto a subtemas interconectados. Ambas películas están dirigidas por sendos gurús del cine actual, muy distintos, eso sí, que concitan a abundantes seguidores ansiosos por ver su "última" (¿has visto la última de?. Ambas, presentes en la sección oficial del pasado festival de Cannes, una, sin embargo, ganadora absoluta, así de la Palma de Oro como de otros premios cosechados más tarde y los que cosechará, sinónimo de una entronización universal e inmediata que no por justamente motivada deja de resultar sospechosa; la otra, casi desapercibida, en comparación sobre todo a sus antecesoras, que no ha generado un río de tinta y que tampoco ha convencido demasiado a los que a priori podrían considerarse como fans. Ambas películas sobrepasan las dos horas de duración (la de Haneke con amplitud, la de Moore con trampa). Y ambas películas contienen una historia de amor: la del profesor y la joven niñera y más tarde aprendiz de peluquera en "La cinta blanca" y la protagonizada por el propio Moore con el propio Moore en "Capitalismo". Ahí se acaban los parecidos.

En la de Haneke el objetivo marcado es analizar y explicar, mostrar, en toda la extensión de la palabra, la gestación del odio como secreta savia nutritiva en el corazón del pueblo alemán de principios de siglo (y por extensión, en el de cualquier nación actual y futura), ese reptar sigiloso de la serpiente, desde el huevo (Ingmar) a la espesura, tan imperceptible para los que la protagonizan como el movimiento de la tierra para sus ocupantes; de lo que se trata es de identificar el proceso de transformación de un pueblo, asediado por la estrechez de una existencia pacífica pero contaminada de purulentas infecciones, hacia la expiación de sus pecados colectivos, previa búsqueda del más débil de los chivos. Mostrando una amplia galería de personajes-tipo que recrean pormenorizadamente la sociedad analizada a modo de sinécdoque, ampliable, extrapolable, por tanto, a otros contextos, Haneke nos hace partícipes de unas condiciones de vida determinadas, muy distintas algunas de otras, todas absolutamente creíbles gracias a su milagrosa dramaturgia, para después enfrentarnos a una cadena de actos indivisibles de sus condicionantes, y por tanto comprensibles, lógicos, que se van enzarzando, retroalimentando, hasta que todo un pueblo se siente tan asustado que debe buscar a un culpable y ejecutarlo. Como una galería de espejos, sus escenas nos van mostrando lo que de nosotros tienen esos personajes, haciéndonos sentir tan cerca de ellos, de sus opiniones, de sus decisiones, que a veces nos sentimos casi igual de culpables. El hijo de los aristócratas primero y el niño retrasado después, se convierten en dianas de los dardos que llevan años, décadas, siglos, afilándose. La desaparición del médico, la comadrona y sus respectivos hijos, extraña, secreta, incomprensible, sirve de exorcismo a una comunidad empezada ya a pudrirse por dentro. De manera deslumbrante, Haneke no resta ni un ápice de la capacidad metafórica del argumento cuanto más exacto es en su reconstrucción histórica: todo está ahí, para el que lo quiera ver, la sociología finísima con la que están retratados los personajes e identificados los "responsables" históricos, el grado de detallismo narrativo que alcanza esa cámara que todo lo quiere ver, todo lo penetra, capaz de meternos en mitad de una discusión humillante y rastrera, de una contundencia dolorosa, y de hacernos sentir mal por estar presenciándola, como de obviar información, escamotear planos aclaratorios, esquivar la exposición consuetudinaria de un relato (si bien parece, sólo parece, imitar el estilo de una novela clásica).

Moore no llega a tanto ni parece que le interese hacerlo. El camino que él escoge siempre es el de hacer ruido y para hacer ruido hay que engordar el grosor de la herramienta seccionadora de esa parte determinada de la realidad que se pretende denunciar. El cine de Haneke habla tanto o más que el de Moore sobre los problemas no ya del presente sino del futuro inmediato del mundo, pero el segundo lo hace con voluntad y maneras de publicista, de presentador de televisión, que es una profesión muy digna y no implica crítica negativa. El objetivo de ambos directores puede equipararse (Moore quiere una América más justa y Haneke es de esperar que ansíe un mundo más consciente) pero no las prisas del primero con la serenidad del segundo, no la verborrea y el barato efectismo del uno (a pesar de contener impresionantes documentos de bienvenida publicación) con la meditada estructuración y la nunca autocomplaciente puesta en escena del otro. Es una cuestión de talento, de intereses, de forma de ver el mundo también, o de verse en el mundo, Haneke y Moore, a sí mismos. Uno se cree necesario, o al menos considera útil simularlo, y el otro no lo es. A nadie le importa que Haneke saque una foto certera del alma humana o de la Alemania de 1914, el mundo no se va a parar a pensar en esas cosas. A Moore le escucha más gente, habla no más claro pero sí más alto, no importa que sea tendencioso, ingenuo, ridículamente pagado de sí mismo.

"Capitalismo" ofrece información necesaria, reveladora, hace un repaso de la historia reciente de los Estados Unidos que es de visión obligada para todo aquel al que le interesen un poco las cosas, pero es un panfleto, una octavilla de colores volando en frenéticos tirabuzones, un producto ideológico muy bien montado, bien narrado, efectivo, pero que comete el error de ser tan necesariamente útil que ya nunca podrá tener trascendencia real. No sé si es más ofensivo que presente a Obama como a un nuevo Roosevelt o a Roosevelt como a un precedente de Obama. El caso es que uno sale con la sensación de haber sido catequizado, de haberlo intentado al menos, y pensando que todos esos chicos y chicas con ropas y peinados solidarios y chaleco fluorescente que te piden tu firma y tu dinero en la calle Preciados deberían apostarse aquí, a la salida de la película. Se sale con esa esperanza postiza que en el fondo necesitan los corazones, aun los más acostumbrados a enfrentarse a duras realidades documentales, con una especie de invitación a la revolución ordenada (supongo), a pequeña escala, la única herramienta que le queda al pueblo para defenderse de los ataques. Pero la exposición del material ha sido divertido, en ocasiones vehemente, otras muchas sonrojante, todo menos serio, efervescente, compulsivo, como un macmenú de datos que buscan el efecto nutriente en la acumulación, no en la selección de ingredientes, que nace opuesta a la profundización, que necesita de la imagen como ejemplo, cuando no argumento, para dar un poco de empaque a un discurso pretendidamente contundente.

"La cinta blanca" contiene información necesaria, reveladora, repasa la historia reciente de Europa y profetiza los avatares del futuro inminente. Pero hay que ir a buscarlo, hay que entrar en ella, no se derrama, no explota ni se exhibe, en el sentido más pornográfico que se le pueda dar a la palabra, ni siquiera parece tener la conciencia de su propia existencia, es, simplemente, una sucesión de piezas de puzzle, diabólicamente representadas, perfectamente engarzadas, que dan como resultado una cosa abisal y espantosa, un horror perpetuo.

1 comentario:

  1. No he leído el post, porque voy a ver La cinta blanca mañana y lo haré entonces, pero no recuerdo dónde descubrí hace poco que el Michael de Haneke se pronuncia "mihail". Así, como si fuera ruso.

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