viernes, 30 de abril de 2010

Yo tenía


Yo tenía un bolígrafo negro perfecto, el que más me ha gustado jamás, con la punta ni fina ni gorda y la contundencia suficiente para lograr una escritura firme y a la vez suelta, que no traspasaba las hojas de la libreta y siempre emitía la misma cantidad de tinta. Ahora, hace días que se me ha gastado y no acabo de decidirme a ir a la tienda para comprar otro. ¿Por qué dejaremos de hacer cosas que sabemos son necesarias? Mientras tanto pasa el tiempo y me veo obligado a apuntar las cosas con chorreantes pilots que lo emborronan todo y hacen imposible escribir por las dos caras. Las propias palabras suenan diferentes cuando las leo en mi interior si están escritas con pilot. Son garabatos sin ton ni son, manchas verbales, caóticos balbuceos que no le interesan a nadie y menos que a nadie a mí mismo, que soy a quien escribo principalmente. No son textos literarios, sólo apuntes de cosas que oigo, eventos que no debo olvidar, rara vez alguna exteriorización inmadura de cosas que me pasan y que aún no han hecho la digestión suficiente para llegar a ser reveladoras de un momento determinado. Cuando murió mi tío, en unos meses hará un año, estrené un cuadernillo que hoy por hoy he perdido creo que definitivamente. En él escribí cosas que quise pensar cuando todos vivíamos los últimos días de su vida. Mi hermano tuvo el accidente, hubo noches de no dormir, imágenes imborrables, la agonía lenta, difícil, gota a gota, la bofetada del frío, el susto en el cuerpo por haber bordeado el precipicio más temerariamente que nunca. Cuando describía aquellos momentos era consciente del acto inútil de la escritura, al menos de la mía. Uno no duda de que otras personas, más dotadas, hayan logrado hermosas composiciones en momentos similares, pero en lo que a mí respecta aquellas fueron páginas estériles, demasiado conscientes de sí mismas, no sé de qué otra manera describirlas. ¡Y cuántos actos realizamos al cabo del tiempo que son conscientes de sí mismos, de cara un poco a la galería, aunque ésta se encuentre vacía o atenta a cosas más importantes!Los que pecamos por verlo todo encuadrado y con buena fotografía no podemos sustraernos a las imágenes que nosotros mismos creamos en la vida, nuestras poses, los cuadros que formamos con nuestro cuerpo, diálogos y actitudes. Yo siempre tengo un gendarme avizor que me alerta cuando estoy haciendo una escenita. O a lo mejor estoy viviendo el momento en primera persona, tan tranquilo, o intranquilo, y llega un momento en que me desdoblo y lo miro todo desde un plano picado, deshumanizante, estético, del que sigo siendo protagonista, actuante o víctima, y me veo a mí mismo besando la mano porcelanosa, exangüe, arañada de venas azules y abotargadas, o suplicante de un rayo en la punta de un rompeolas, en mitad de una tormenta nunca lo suficientemente repentina, y me pregunto cuál será la receta del equilibrio entre consciencia e inconsciencia en lo que hago, cuál el porcentaje de cada una. Al escribir a veces me pasa lo mismo, me noto en cursiva, falso, consciente, y se nota en el texto, porque salen unas frases achorizadas, sin espíritu, como sostenidas con muletas, tuberculosas, frases que no pueden leerse de corrido, que provocan una lectura de tartana, a saltos y trompicones. Soy de cocción lenta, la escritura nerviosa e inspirada por el rayo no va del todo conmigo. A veces surgen ideas, flashazos, como frutas pequeñísimas brotadas espontáneamente, pero toda vez que las he arrancado a lo vivo nada más aparecer y las he empezado a roer me he dado cuenta de que debería haberlas dejado más tiempo en la rama: por fuera tienen un aspecto sugerente de miniatura primorosa, pero por dentro están duras y agrias como la madre que las parió. Si valen la pena no se te olvidan. Tampoco están siempre presentes, como los corchos que le caen del sombrero al Monty Phyton del gag de la cerveza, pero de pronto, cuando estás escribiendo algo o respondiendo un mail, surge, como si le hubiera dado el sol, y entonces la aprovechas. Al terminar el proceso se hace un cálculo aproximado del tiempo que ha tardado el fruto en ser utilizado. Y el resultado me retrata como de cocción lenta. Ojalá supiera llenar de párrafos inspirados el bloc de notas, espacio mítico donde año tras año proyecto un nuevo modelo de diario literario e infaliblemente se me acaba convirtiendo en una agenda de desmemorias. Será que tengo divinizado el oficio de escritor. Que me los imagino tan pulcros como vehementes, seguros de la estructura de las frases que van pariendo ideas, sugerencias, ritmos y colores, escogiendo siempre las palabras precisas para entallar el texto a la realidad, como un sastre que no usa más alfileres que los que se puso en la boca. Pero esto venía por el bolígrafo que se ha quedado sin tinta y no acabo de decidirme a renovar. Tengo que hacerlo, quiero hacerlo, y sin embargo no lo hago, me conformo con un pilot que no me gusta, que me cabrea, que me hace acordarme de la madre que parió al pilot y de las veces que he pasado cerca de una tienda con bolígrafos y no he entrado por no buscar el bolígrafo exacto otra vez, por no encontrarme con que no lo tienen y dudar entre comprar otro "que se le parece" o conformarme con el pilot conocido, que no me conforma, que me disgusta mucho y me mancha la otra cara de las hojas, y me hace perder puntos en la estética general del cuadernillo, que es otra cosa que hago quizá también de cara a una cámara picada puesta muy por encima de mí y que registra incluso lo insospechable. Lo siento por mi amigo Fran, pero me está saliendo un texto de los que no le gustan, apelmazado, granítico, densísimo pero no en calado, no de rico humus sino de hojarasca. Apetecería armar algo con la infinidad de páginas endebles que llevo invertidas en un involuntario diario del proceso de escritura de "La grieta". No sé hasta qué punto involuntario, volvemos a lo de antes, pero sigamos. He releído algunos párrafos y cabe la posibilidad de encontrar algo, dos o tres ideas, alguna que otra expresiva frase hija del instante, con lo que se podría buscar un resultado lo suficientemente no vergonzante. Pero retocar el material desvirtúa al mismo, o mejor dicho, lo convierte en otra cosa, que puede ser maravillosa, como "El cuaderno gris" de Pla, cuando digo desvirtuar me refiero a desvirtuarlo en su condición de literatura instantánea, como los diarios audiovisuales de muchos artistas y cineastas que tienen el cielo abierto en estos momentos. Lo grande de Pla es conseguir que su prosa, escrupulosamente retocada a partir de una escritura original a menudo errabunda, a tientas, esquemática y fragmentada, posea la fluidez de lo reflexivo pero imitando el tono de lo espontáneo. No es que estemos a años luz del modelo, es que simplemente nunca lo estaremos. En Pla reconozco hasta algunos de mis defectos personales. Quiero decir que me gusta, además, porque me siento muy identificado con su forma de encajar la vida y muchas de sus opiniones, no tanto esas boutades a las que, con los años, se fue aficionando (él y otros, debe ser que con la edad uno tiene menos aguante o menos paciencia para pararse a catalogar las cosas con finura), cuando digo opiniones me refiero a las que sostenía sobre la moral de sus conciudadanos, la amistad, las contradicciones de la vida, la esencia de las cosas reales, la rocosidad oculta en toda apariencia etérea, la fe en la armadura del humor para sobrevivir y sobre todo para atacar. Y, más que envidiar, admiro su voluntariosa renuncia al picoteo de la vida moderna, esa nerviosidad que nos obliga a no parar de mover el culo, a probar nuevos asientos, nuevas experiencias, sin detenernos a analizar lo poquísimo que tienen de experiencias y, sobre todo, de nuevas. Esto empezó como una oda al bolígrafo, un funeral a un bravo soldado que me ha acompañado fielmente a lo largo de las últimas campañas. Sé que no te va a gustar, Fran, Paco, o "el Franz", como te llama Ezio, arrastrando la ele hasta más allá del paladar e imponiendo esa efe de final tedesca y rubicunda. Se ha ido a Barcelona a vivir. Tú en Berlín, otros también por ahí o en tránsito a más lejanos lugares. Sois ya unos cuantos los puntitos que pobláis el mapa mundi que la herramienta de cuantificación de visitas me permite contemplar, como a un general o al malo de una película que ambiciona poder absoluto. A veces surgen puntos nuevos, en países insospechados. Hay que tener siempre presente que la fiabilidad del aparato no es total: a San Sebastián (Donostia) la sitúa en las Islas Canarias, con lo cual tampoco me hago demasiadas ilusiones al respecto de los puntos más exóticos y sorprendentes. Mi favorito es alguien que flota en el golfo de Biafra, entre Ghana y Nigeria. Me lo imagino como a un Mr. Chance adentrándose a paso lento por las aguas. Me encantaría que éste no fuera un error.

jueves, 29 de abril de 2010

Babel (¿viene de babia?)

Impresionante espectáculo el que se ofreció ayer mismo en el Senado, un lugar al que deberíamos ir todos de vez en cuando a pasar un buen rato. Se debatía la propuesta presentada por 34 nacionalistas para incluir en el funcionamiento de la Cámara un sistema de traducción simultánea que permitiera a los senadores intervenir en cualquiera de las cinco lenguas co-oficiales que existen, siempre por el momento, en España: el castellano, el catalán, el valenciano, el gallego y el euskera. Los nacionalistas necesitaban el apoyo de los cien votos del PSOE para sacar adelante la propuesta de debate contra los 122 del PP y UPN. Por supuesto, el PSOE, personificado en la inefable vicesecretaria general, Leire Pajín, dio sus votos a favor y lo que hiciera falta.

Este asunto puede parecer de una pequeñez insignificante, porque en parte lo es, como problema tiene una talla XS dentro de las preocupaciones del país. Salta a la vista que se trata de una medida más “sensible” que “necesaria”, es decir, no encaminada a solucionar un problema real de comunicación o entendimiento (como ocurre en los foros internacionales como la ONU, utilizado como ejemplo por los partidarios de la propuesta) sino a satisfacer las exigencias de determinadas “sensibilidades” políticas. Está claro que un senador vasco puede comunicarse con el resto de sus colegas empleando el idioma común de todos los españoles (se presupone que ningún senador puede ocupar su representativa butaca sin un mínimo dominio del idioma de Delibes), pero como se trata de una Cámara Territorial, se considera más propio, literalmente “más democrático”, permitir a los senadores utilizar cualquier idioma, quizá para que se sientan más cómodos, felices, a falta sólo de sus babuchas, su batín y la copa de coñac para sentirse como en casa. Todo el mundo puede reconocer que es un gesto muy de cara a la galería, como la imposición de una medalla o el protocolo de un besamanos regio, de una trascendencia más simbólica que práctica. Y es a estos símbolos a los que debemos temer, porque parecen inocentes, inocuos, mansos, pero en realidad (y más bien en la superficie que en el fondo) denotan el légamo de gravísima idiotez en el que se hallan enfangadas gran parte de la clase política y la ciudadanía de este país.

En lo que merece la pena detenerse es en las argumentaciones empleadas por el núcleo nacionalista inspirador y promotor de la medida. Leo en El Mundo: “Varios portavoces nacionalistas, como Jordi Vilajoana (CiU) o José Manuel Pérez Bouza (BNG), invocaron (…) la normalidad del Europarlamento para explicar que no ocurriría nada porque esa imagen se trasladara a España: ‘¿Qué dirían ustedes si en el Parlamento Europeo sólo se pudiera hablar en inglés? ¿Qué dirían ustedes si no se pudiera hablar en español?’, espetó el senador gallego a los populares”. Debemos suponer, por tanto, que para Pérez Bouza, un eurodiputado español no-angloparlante (que ya tiene cojones), que necesitará sí o sí de una traducción simultánea para poder intervenir en las discusiones, es equiparable a un senador gallego rodeado de colegas hablando en español. Se podría aducir que también en Europa se ha optado por este sistema para respetar el derecho de cada país a emplear su propio idioma, sin tener que pasar por el embudo inglés, es decir, una concesión al orgullo patrio de cada cual, pero en ese caso estaremos equiparando el inglés o el francés o el alemán o el español al gallego, el catalán, el valenciano o el euskera. O mejor dicho, estaremos nivelando a Galicia, Cataluña, Valencia o el País Vasco con Francia, Reino Unido, Alemania o España. Y aquí ya pinchamos en hueso, o entramos en la verdadera materia del asunto. Como vemos, la supuesta insignificancia del episodio queda ya en entredicho. Hay que tener cuidado con las cosas que se apoyan porque pueden estar trufadas por dentro. ¿O es que, acaso, el apoyo también se extiende al relleno?

Miquel Bofill (ERC), por su parte, aseguró que la propuesta “está hecha a favor de la pluralidad y la democracia” y que “no va contra nada ni nadie, sino a favor de nuestras lenguas y del castellano, que no se merece ser una lengua impuesta”. Ciertamente el castellano, o el español, (al que el senador catalán no incluye entre “sus” lenguas) no se merece ser una lengua impuesta, pero al parecer el euskera, el catalán, el gallego, el valenciano sí que lo merecen. Lo merecen o lo necesitan. Porque, ¿qué sería de ellos sin una administración nacionalista que vele por sus cuitas? La respuesta, por supuesto, varía según el idioma del que hablemos, porque las tradiciones de cada uno son diferentes, su fortaleza es distinta, su historia literaria también. El proceso de implantación de estas lenguas, y sobre todo, la historia política de cada región, han provocado diversas formas de instrumentalización de las lenguas, su utilización como armas arrojadizas de naturaleza política, más que cultural. Ya está bien con Franco y su prohibición de todo desarrollo cultural vernáculo a excepción del carpetovetónico. Todos conocemos esa historia pero también otras muchas similares de pueblos que ni siquiera sojuzgados por peores totalitarismos o expuestos a más contundentes imposiciones han permitido la desaparición de sus más constitutivas esencias. Si el euskera tiene problemas de implantación en la vida moderna se debe al euskera y no a la vida moderna, y mucho menos al castellano o español. Si Agurtzane, Oriol o Breogán tienen serias dificultades para entender el castellano, no es porque Franco impidiera bautizar con esos nombres a sus tías las del pueblo. Hablo de la realidad, no de las contingencias. Franco fue una contingencia. Y, en todo caso, muy posterior a la realidad de la que hablo.

Juan VanHalen, portavoz del PP, responde: "España no es un estado plurilingüe", sino que "son bilingües algunas de sus comunidades". Aquí, que algunos ya estarán viendo un ataque a la pluri/multi/manidad de esa cosa innombrable que formamos sin querer, como si fuera el chorongo de una sentada, las diferentes regiones soberanas de la península, lo único que se recalca es que el idioma del Estado es una cosa y los idiomas del país una muy otra. "Los senadores deben hablar la lengua oficial de España porque representan a la totalidad del pueblo español, les guste o no". Esto es responder con las mismas armas: ¿no hablan de un gesto simbólico? Para gestos simbólicos cabe el principal, el que recuerda, porque haría falta, que el Senado, como el parlamento, representa a toda España, pero no tanto porque (y para que) estén todos (uno más otro más el de más allá), sino por re-presentar la "totalidad", concepto que, por supuesto, suena a violines herrmannianos en los oídos de los independentistas, los federalistas y los travestis del PSOE.

Miren Leanizbarrutia, una morroska divertidísima del PNV, defendió la propuesta porque España es un “estado plurinacional” (claro) y dijo (atención): “Soy una vasca várdula que tiene como idioma materno la lingua navarrorum, vasconesi navarrorum. Gracias a los que apoyen la petición de esta vasca várdula, porque me debo a mis ancestros”. Impresionante. Lo cual no impidió que acto seguido tildara de “posturas anacrónicas” a la oposición del PP y UPN. Por supuesto, todo ello en correcto castellano.

- Vosotros los españolistas siempre hacéis esa puntualización, se ve que no se os ocurre otra.

- Pero es que es verdad.

- Precisamente. Mientras no se apruebe esta medida estaré obligada a expresarme en castellano para que los demás me entiendan.

- Que una vez aprobada ya no importa tanto si le entienden…

- Una vez aprobada el que quiera podrá, tendrá derecho y herramientas auxiliares para manifestarse en el idioma que prefiera.

- Pero yo siempre me he preguntado por qué viven ustedes tan mal eso de hablar en español, o castellano, si le parece una palabra menos brusca. Parece que cuando lo hacen estuvieran sufriendo, como si su orgullo de raza o su libre albedrío claudicara, cediera posiciones.

- Tampoco hay que exagerar. Pero sí que nos cuesta.

- Dar un beso a alguien más bajito también cuesta un agache.

- No es un sufrimiento pero sí una renuncia.

- Coño, pero es que si quiero ir al cine no puedo ir al monte. Todo es una renuncia. El problema es qué parte de mi esencia como persona considero que comprometo cuando renuncio a una cosa o a otra.

- Tú no tienes problema porque te sientes español.

- Que es como decirme que no me duelen las amígdalas porque me las quitaron cuando era niño. Pero no me vas a hacer creer que sería mejor que me dolieran. Debo entender que tú no tienes problemas porque te sientes várdula, ¿o tienes problemas precisamente porque eres várdula? Por cierto… ¿dónde has aprendido a sentirte várdula?

La várdula vasca me sonríe y retira sus puentes de diálogo porque “no me vas a convencer y no te voy a convencer”, la frase/truco de siempre para imponer un ficticio final en “tablas” donde no hay más que una victoria y una derrota. Imagino este tipo de diálogos porque los he tenido constantemente y los seguiré manteniendo años y años y años. Hace poco me decían que sería más feliz si no me enfrentara a tantas cosas. Creo que es una hipótesis más que plausible, exactísima. Ahora bien, si tengo que elegir entre ser infeliz o ser un idiota…

P.D.:

(Babia: apartada comarca de la provincia de León, en España (...) Durante la Edad Media, al parecer, abundaba la caza en ese lugar y los reyes de León lo eligieron como punto de reposo, particularmente para alejarse de los problemas de la corte, complicada con las intrigas palaciegas de los nobles (...) Estas ausencias del rey motivaban a menudo la inquietud de los súbditos a quienes, cuando preguntaban por él, se les respondía evasivamente que el rey estaba en Babia.)

miércoles, 28 de abril de 2010

Chaves Nogales

Libros del Asteroide, esa gran editorial de exquisita profesionalidad que tantas alegrías me ha deparado ya, continúa recuperando la obra y reivindicando la figura de Manuel Chaves Nogales, excelente periodista español (Sevilla, 1897- Londres, 1944), publicando ahora el que desde mi punto de vista es el mejor de los volúmenes hasta el momento reeditados (“El maestro Juan Martínez que estaba allí” y “Juan Belmonte, matador de toros”, a los que debe sumarse la colección de narraciones cortas “A sangre y fuego” puesta en circulación por Espasa en 2006): “La agonía de Francia” es un imprescindible y clarividente ensayo sobre la caída de Francia en manos del imperio nazi que atiende a las razones subterráneas, los conflictos ideológicos, las traiciones soterradas, más que a las contingencias acaecidas a nivel militar o político. Además de que me ha supuesto un reencuentro con la literatura histórica entendida en su mejor sentido que hacía tiempo no había catado, y de refrescar el recuerdo (y quizá aplacar las recriminaciones) de por qué estudié la carrera que estudié, el libro de Chaves Nogales me ha impactado de una manera radical por su contundencia, sus argumentaciones inapelables (si bien extendibles, y en ocasiones puntualizables), pero también por el aliento dolorido, exaltado, elegíaco, que rezuman sus páginas, escritas en un español equilibrado, jugoso, de una musicalidad rocosa, ametralladora, emocionante.

Uno tiene la sensación de que Chaves Nogales lo escribió en un estado de furia e incontinencia febril. Posee una urgencia que no riñe con la contundencia de las razones, su prosa es ígnea, electrizante. Chaves Nogales escribe para la posteridad, con la intención de que lo que acaba de ocurrir ante sus ojos no se pierda en el olvido de los años venideros. Es una crónica de guerra escrita en el inmediato exilio, casi en directo, como buen periodista, imbuido en su tiempo, si bien desde la posición privilegiada que debe a sus conocimientos y sobre todo a su insobornable posicionamiento ideológico, furibundamente liberal, contrario por naturaleza a toda forma de opresión antidemocrática, lo que le hace esquivar la tendenciosidad partidista que neutraliza a muchos de sus contemporáneos. Chaves Nogales no escribe desde el despacho o el círculo intelectual, la camarilla, parapetado tras las armaduras de la voz generacional o las instituciones públicas. Es una voz individual y por ello de una soledad lunar. Exiliado de su país cuando el gobierno de la República abandona definitivamente Madrid, que no antes, acude a Francia en busca de la libertad imprescindible para continuar ejerciendo su labor periodística y contribuyendo en la medida de sus posibilidades a la guerra contra el totalitarismo en sus dos formas, la fascista de Hitler y Mussolini y la comunista de Stalin. La experiencia española le permite leer con inusitada clarividencia la novela de desolación y miseria que se desarrolla ante sus ojos, identificando con exactitud los diversos tumores que socavan el espíritu francés esencialmente democrático. Chaves Nogales eleva un grito de protesta cuando Francia todavía humea en ruinas. Solitaria voz que nos hizo una foto en el 36 y nos hemos ido pareciendo a ella, como al retrato aquél de Picasso. La lectura, hoy, de “La agonía de Francia” no podría ser más necesaria. Además de presentar con modélica sencillez y sorprendente lucidez los complejos procesos de destrucción nacional que llevó al país vecino a claudicar ante el embate del totalitarismo, Chaves Nogales nos proporciona el retrato íntimo y profético de unos mecanismos ideológicos de indiscutible actualidad, las claves de muchas de las opiniones o tendencias de nuestra sociedad. Saltan a la vista, en los discursos y las argumentaciones esgrimidas por los traidores, las raíces de la variada floresta que nos invade hoy mismo. Hablo de fenómenos que no ocupan las páginas de los periódicos, que sólo serán revelados, analizados, denunciados, en textos actuales que posean la inmediatez, la hondura, el nervio humano, la justificación y la pertinencia de "La agonía de Francia".

He seleccionado algunos pasajes, espero que sin perjuicio de los sacrosantos derechos de autor, ya que sólo me mueve el deseo de publicitar las grandezas de este magnífico, aterrador librito que recomiendo a todo, todo el mundo. (He editado algunas frases, uniendo en párrafos fragmentos a veces pertenecientes a capítulos diferentes, siguiendo un criterio argumentativo).

“La revelación más sorprendente y espantable del derrumbamiento de Francia ha sido ésta de la indiferencia inhumana de las masas. Las ciudades no han tenido en ninguna otra época de la historia una expresión tan ferozmente egoísta, tan limitada a la satisfacción inmediata y estricta de los apetitos y las necesidades de cada cual. Seguíamos manteniendo la ilusión de que la gran ciudad engendra el mito de la ciudadanía. Hemos visto ahora que la gran ciudad moderna, con toda su vibración y su formidable progreso material, es un ser inanimado, una fuerza y una resistencia gigantesca si se quiere pero que sólo actúan en el dominio estricto de su propia función, que permanecen inoperantes cuando se quiere esgrimirlas con una finalidad espiritual superior. (…) El Estado puede hundirse y desaparecer para siempre y el pueblo puede caer en la esclavitud sin que el autobús haya dejado de pasar por la esquina a la hora exacta (…). En la ciudad antigua, cuando la lucha era a la medida del ciudadano, éste abandonaba fácilmente sus quehaceres pacíficos en el momento del peligro y se convertía en el soldado de su independencia. Esto fue posible en Numancia. No ha sido posible en París ni lo sería en Nueva York. (…) La masa popular francesa de los últimos tiempos estaba formada únicamente por la suma de todos estos egoísmos individuales llevadas al paroxismo, al absurdo de que fuese más fácil y menos peligroso suprimirle al pueblo sus libertades seculares o su dignidad ciudadana que suprimirle una línea de autobús. (…) las masas modernas lo soportan todo menos la incomodidad material, física. La independencia de la patria, los derechos del hombre, los destinos de la civilización, son hoy para la gran masa ciudadana puras abstracciones que no tienen ningún sentido (…)”.

“A Francia habían acudido en los últimos tiempos grandes masas de hombres que buscaban en ella amparo frente a la nueva barbarie que se desencadenaba en Europa a cambio de ofrendarle sus vidas, su trabajo y sus hijos. (…) Cerca de un millón de italianos, medio millón de españoles, cientos de miles de checos, austríacos, polacos, rumanos, rusos, alemanes y judíos de todas las nacionalidades servían sumisos y humildes a la grandeza de Francia, sólo por devoción al mito de la democracia. La monstruosa elaboración de los Estados totalitarios y su expansión triunfal llevaba a Francia a unas masas de humanidad que representaba una selección espiritual, una élite de todos los pueblos de Europa (…), eran los mejores, los más fuertes, los más dignos, los que habían sabido resistir, los que no se habían doblegado ante la barbarie triunfante (…). Francia se había suicidado, pero al suicidarse había cometido además un crimen inexpiable con esas masas humanas que habían acudido a ella porque en ella habían depositado su fe y su esperanza.”

“Las democracias, privadas de la asistencia de las masas, en cuyo nombre actúan y gobiernan, están perdidas. El totalitarismo, la nueva barbarie, lo único que ha conseguido ha sido sustraer a la democracia las masas populares que eran su razón de ser. (…) Francia ha ido sucumbiendo a medida que le extirpaban en el pueblo las virtudes de la democracia. Querían acabar con la democracia y han acabado con Francia. (…) En el fondo (…) no hay más que una verdad. Hasta ahora no se ha descubierto una fórmula de convivencia humana superior al diálogo, ni se ha encontrado un sistema de gobierno más perfecto que el de la asamblea deliberante, ni hay otro régimen de selección mejor que el de la libre concurrencia. Es decir, el liberalismo, la democracia. En el mundo no hay más. Al menos, por ahora. Francia estaba condenada a perecer desde que, sugestionada por la fuerza terrible del adversario, comenzó a renegar de esta verdad que había sido la razón de su grandeza”.

“Francia no comprendió que, para seguir viviendo con dignidad como nación independiente, los franceses tenían que morir por España, por Checoslovaquia y por Danzig (…). Entonces se acusaba de belicistas a los hombres que intentaban provocar una reacción decorosa de Francia ante la vasta maniobra envolvente que metódicamente desarrollaba el hitlerismo con la colaboración de Italia y con la complicidad de los mismos reaccionarios franceses (…). Jamás un pueblo ha querido engañarse a sí mismo con tanta firme voluntad. No era sólo que sus dirigentes practicasen la política clásica de la avestruz. Era que el pueblo mismo la exigía y la aplaudía.”

“Todos los idiotas del mundo –incluso los idiotas demócratas- se han puesto de acuerdo en proclamar que la democracia y el liberalismo, con su corrupción, su incapacidad, su falta de energía y resolución, han sido la causa fundamental de la decadencia de Francia y de su derrumbamiento final. Esta unanimidad en el juicio de los tontos es uno de los mayores prodigios realizados por los fabulosos medios de captación de que dispone en nuestro tiempo la propaganda manejada sin escrúpulo por los Estados”.

“Desde el soldado que estaba en la trinchera hasta el ministro y el general y el banquero y el gran industrial, todos se esforzaban por instalarse lo más cómodamente posible en la guerra como si no se tratase de ganarla afrontando valientemente los sufrimientos que impusiera, sino de hacerla soportable, de aguantarla indefinidamente con la menor molestia posible. (…) El ciudadano francés, perdida su fe en la ciudadanía liberal, había sido arrastrado por la barbarie, esta barbarie moderna que sacrifica la dignidad humana a la satisfacción de los instintos dentro del cuadro estricto de una reglamentación de policía urbana inflexible”.

“ ‘Drôle de guerre!’. Al que lanzó esta exclamación había que haberle ahorcado. En ella iba, hábilmente disimulado, todo el derrotismo de Francia. ‘Drôle de guerre!’. Es decir, guerra extraña, absurda, rara, inexplicable (…), disparatada, grotesca, insensata, ilógica, guerra sin justificación que no se debía haber hecho, guerra estúpida y estéril. (…) la guerra era drôle para quienes no creían en ella ni estaban dispuestos a hacerla, para los que la contemplaban alzándose despectivamente de hombros, para quienes desde el primer momento la consideraron como un espectáculo curioso y pintoresco. No era drôle la guerra para los millones de hombres arrancados de sus hogares y sus trabajos por la movilización, para los cientos de familias del norte y el este que habían tenido que abandonar sus casas y sus tierras y vivían refugiados en los departamentos del sur y el oeste donde eran tratados por los indígenas que se veían obligados a darles alojamiento como si se tratase de extranjeros indeseables. No era drôle la guerra para los obreros a quienes se había impuesto jornadas de trabajo de diez y doce horas (…). (…) la fe en la guerra había sido quebrantada por esta pequeña e insignificante frasecilla más eficaz para la propaganda derrotista que todas las consignas difundidas por los servicios del doctor Goebbels”.

“ (…) no parecía sino que ingleses y alemanes se peleaban por algo que a los franceses les tenía completamente sin cuidado (…). Y, como ocurría en el frente, las poblaciones civiles tomaban ojeriza a los ingleses, en quienes veían a los culpables de las bombas que les caían encima. Los alemanes, que conocían o adivinaban esta reacción, se encarnizaban con los puntos de concentración de las fuerzas británicas y por la radio denunciaban al pueblo de Francia la responsabilidad de su gobierno al mantener contingentes británicos en el centro de las ciudades populosas. (…) Era la guerra, toda la guerra, lo que irritaba a estas poblaciones francesas, pacifistas hasta el absurdo, pacifistas hasta el suicidio (…)”.

“- Nos hablan de derrota y victoria –me decía un comunista a mediados de septiembre-. ¿Pero es que nosotros no estamos ya derrotados? ¿Qué más nos da que nuestro comandante hable en francés o en alemán si ha de decir lo mismo?”

“Tenemos el prejuicio de que las grandes catástrofes de los pueblos sólo son posibles en medio de un apocalíptico desorden (…), no acertamos a ver que en nuestro tiempo, dentro de la cuadrícula estrecha de nuestra organización social y urbana, las cosas suceden de una manera mucho más sencilla, con una simplicidad y una facilidad aterradoras”.

http://www.librosdelasteroide.com/

sábado, 24 de abril de 2010

Pelos


Cortarse el pelo, a veces, es como volver a empezar. El cabello me parece una capa de miserias y diversiones, un manojo de ideas de largas raíces, poetas de barba crecida que se van agostando apoyados en la frente, como en la barra de un bar. De vez en cuando hay que hacer limpieza en los desvanes. Yo ya tenía necesidad de poner orden en mi cráneo. Porque uno lo va dejando, al azar de vientos y mareas, en trayectos en metro y proyectos que se van peinando según la necesidad y la urgencia, mirándonos en los reflejos de las chapas metálicas y los cristales de las tiendas, unas veces con el flequillo a la derecha, otras todo hacia abajo, en plan juntapalabras desnutrido, y lo que se consigue es poca cosa, reordenar el totum revolutum de nuestro museo portátil de reliquias. Pero lo que hay que hacer es tirar, mira que me lo han dicho siempre, tirar a la basura, barrer para afuera, desprenderse de esos pelos tenaces y esas pintas, que son reflejo de nuestra fidelidad a nosotros mismos, los flecos de nuestra ilusión de continuidad con la que vamos cosiendo los desayunos con las cenas. Sin compasión, hay que entrar en una peluquería de guardia y pedir la vez, ¿tienen sitio para ahora mismo?, sí, y si es que no, seguir buscando por esa misma calle, más abajo, otra donde se pueda, porque al fin y al cabo lo de menos es la pericia de quien te lo corta, esos son detalles de segundo grado, sutilezas de la estética. Lo básico es quitarse los pelos de la cabeza, decapitarlos, rejuvenecer la cabellera, podar la jungla de idioteces que se nos han ido prendiendo. Yo entré el otro día en una peluquería y me atendieron como en un hospital. Los profesionales iban de verde y sonreían y sus pasos eran silenciosos como si levitaran por las baldosas y tan pronto llegas ya hay dos manos que te echan agua y jabón y masajean tu pobre cabeza, que al fin y al cabo está a punto de perder protección, y la van tranquilizando con mimos, se te van cerrando los ojos, deleitado por el inminente alivio, y como en la sala de espera de los médicos, a uno lo embarga ya la calma del rapado, la limpieza del folio en blanco y la redondez del cronómetro en ceros, uno se va contagiando de salud, a lo que contribuyen las veleidades aventureras de algunos de los diez dedos que bajan demasiado por la columna, adentrándose en el túnel de la camiseta casi como quien no quiere la cosa. Pasas al saloncito de butacas cómodas y mecanizadas, te preguntan el inevitable ¿qué te apetece?, y les dices simple y llanamente que volver a empezar.

Con el pelo cortado, que no corto, uno va más ligero, puede empezar a bajar la calle, a retomar el cuento, como si volviéramos de un funeral de compromiso, en el que no se llora, el de los mechones de tinta negra diseminados a nuestro alrededor, como colas muertas de brochas estériles, esos bigotes de charlot que les salen a las baldosas formando caras tristes de desamparo que miramos desde la altura de nuestra butaca, como se miran los calcetines caídos al fondo del patio del tendedero, un poco sorprendido de verlos lejanos, cuando los dedos todavía están húmedos por su tacto privado, desechados, ya casi olvidados un instante después, con esa indolencia indolora del descuidado que pierde cosas sin desgarro. Si cortarse el pelo doliera iríamos todos hechos unos neander. Y sin embargo uno lo que pretendía, quizá, al entrar en la peluquería, y lo que se olía cuando, al entrar en la ducha, por la mañana, sorprendió una turbia mirada en la propia imagen del espejo, era renacer, pedir otra toma, porque en ésta no hemos estado del todo bien, podemos hacerlo mejor, ésta será la buena. El peluquero te da la oportunidad de depilarte de borrones y bocetos, porque no se puede ir por la vida como una Medusa de abortos parlantes, profesando ideas casposas, opiniones con las puntas abiertas, porque, como la diosa, vamos dejando de piedra al personal, cuando no acabamos sepultados por una, grande y horizontal. A cortarse el pelo hay que ir con alegría, como quien se apunta para el concurso público de un piso, con nuevos cuadernos sin estrenar, bolígrafos impolutos y la desmemoria de un alumno de la ESO, a volver a empezar con ilusión, y tratar de no recordar cuándo fue la última vez que entraste en una peluquería. Pero el peluquero te lo pregunta: ¿cuándo te cortaste el pelo por última vez? Y te pones a pensar y siempre vas más atrás en el tiempo de lo que corresponde a la verdad, porque quieres creer que tú de esas constancias no gastas, pero sí que gastas, veintidós euros la última vez, en tal sitio, en tal mes. ¡Qué rápido crece el pelo! ¡Qué poco aguantamos vírgenes de malezas! Cada nada, en seguida, estamos de vuelta por la peluquería, con esa ilusión que ahora ya la sabemos amarga, fútil, anestésica, pero, ay, necesaria.

Pintiparado es una palabra que me gusta. Pintiparado, osea, "adecuado o a propósito para el fin propuesto", según la poliomelítica definición de la RAE, contento por la ocasión de jugar a ser un muy otro, salimos de la peluquería y sentimos lo que deben de sentir los coches nuevos que se lanzan por la última rampa de la cadena de montaje, relucientes, recién numerados, con el cuentakilómetros sin estrenar. Pero debiéramos mirar hacia atrás un segundo: veríamos a otros miles como nosotros esperando su turno para emprender la carrera. Una fila de coches nuevos, pero exactos los unos a los otros en hechura y caducidad. Volveremos a los garajes a hincharnos las ruedas, mirarnos el aceite, retocarnos la transmisión. Mientras no sea al desguace, reincidiremos en nuestras vanas ilusiones.

No hay nada como pasear una melena recién cortada. El equivalente más exacto que se me ocurre sería llevar la cabeza forrada de papel fotográfico hipersensible: nada más salir a la calle, la ametralladora del sol dejaría la impronta de sus sombras en la superficie, intacta sólo unos instantes, convertida en colador, en maceta, balcón, edificio, siluetas, colores, y poco a poco, sedimentando ideas, sueños, promesas que se van convirtiendo en materia, rugosa, breve, castaña (tendiendo a clarear en verano), en pelos como cuentas de rosario o gotas de roca de estalactita, que algún día habrá que volver a cortar, cuando nos canse ser el mismo un día y otro día y ya no haya forma de peinarse las ideas. La vida a veces se parece a una falta de coincidencia entre el estado de tu pelo y el de los que te rodean. Cuando tú lo llevas corto y ordenado, los otros combinan melena descuidada con barba de bardo. Y cuando llevas unos pelos de mierda, porque a lo mejor no te has ni duchado y has bajado sólo a comprar la leche para el desayuno, sin haberte mirado la cara, resulta que el mundo va hecho un primor, repeinadito y bienoliente, con la raya en medio, a dos aguas tersas y reflectantes. Sonríen como sonríes tú cuando sales de una peluquería, pero hoy te parecen unos imbéciles que pornografían su insolencia, que se creen con el pelamen perfecto y el karma en su sitio, que te echan en cara tu asilvestramiento como una vergüenza. Hoy soy yo el que quizá parezca un imbécil. Si me veis por la calle sabed que no me creo del todo mi sonrisa.

jueves, 1 de abril de 2010

Città


Cuando se va de viaje es importante no perder el vuelo de regreso. Y sin embargo yo lo he hecho. Sé que esta es mi habitación, que la luz que proyecta el cemento encalado del edificio de enfrente es la de los Ríos Rosas, y el café que me desayuna un sucedáneo corrosivo que ha usurpado ese noble nombre, pero sé que no he regresado, que sigo allí, con las manos en los bolsillos, silbando melodías entrelazadas, en un deambular reticulado por los caprichos del sol en su pulso con el trazado de las calles, girando eternamente una esquina y encontrando, inesperadamente, la piazza della Pace, flanqueada por casas de mermelada, farolillos y parras caprichosas, mesas populosas de turistas, aunque a esta hora tranquila la ciudad ofrece otros atractivos (Navona bulle de grupos organizados, músicos ambulantes y carabinieri desocupados) y la calle está cubierta de murmullos, se vive la paz de los geranios, el aire que deben de respirar las más altas volutas, y me adentro por Parione o por Sant'Eustachio, zigzagueo por la via dei Tre Archi, donde de ventana a ventana hay una cuerda con ropa puesta a secar y las moscas son tan indecisas como yo, contemplo mi sombra alargada pregonando mi asombro y sé que sigo allí, sentado en el suelo del Panteón, sólo a unos segundos de que la señorita de turno me obligue a levantarme, "perche questo è una chiesa", tratando de abrazar con iba a decir los ojos o el alma, seguramente con algo intermedio y tentáculo, la esfera del tiempo, esa poesía lívida con casetones donde tanta gente ha colgado el aliento, mientras un doble perfecto pero anestesiado ha vuelto a Madrid a hacer lo que yo solía hacer, a responder las llamadas y enviar los emails, yo, el de verdad, sigue trasteando en el Trastevere, acelerando por el circuito peraltado del ábside de San Clemente, tomando una copa (en vaso de plástico de tamaño preescolar) en la via San Giovanni in Laterano, sobre una perspectiva del Coliseo recortado por la Historia y la esquina de ese edificio anaranjado, absorto en el azul de los techos de Santa Maria dei Perpetuo Succursu, penetrando una y mil veces por el patio de la trattoria "Otello alla Concordia", mareado por el vino toscano que me hace levitar hasta cúpulas, nubes de cielo griego y pinos esbeltos de copa chata, trepar como las ardillas del Pincio a los más escondidos detalles del Arco de Septimio Severo, y tengo que cerrar los ojos para imaginarme en casa, escribiendo la crónica del náufrago recuperado, tengo que cerrar bien los oídos para no distraerme con el canto de los grajos que sobrevuelan el templo de Saturno o acariciar el lomo del gato que vio la muerte de Julio Cesar y la relata por unos pocos euros en maullidos vociferantes, como los que emiten los camareros del "Ivo" o los dragones decapitados del puente roto, frente a la Isola Tiberina, cuando el sol daba brochazos ambarinos y en una sola jornada habíamos recorrido más Roma que la que nadie puede llegar a absorber. Me resisto a creer que no estoy esperando a Cosimo en la piazza de Santa Maria in Trastevere, es imposible que no sea yo ése que recorre la via del Foro Piscario, entre el teatro de Marcelo y la judería, tropezando en siglos petrificados, persiguiendo la altivez de las narices y el anhelo de mis manos enterrándose en cabellos oscuros, cualquiera me podría estar viendo ahora en la Tazza d'Oro pidiendo un macchiato o camuflado por el friso de graffitis de San Lorenzo, en las calles apenas iluminadas trepando hasta las ventanas con interiores de altos techos y posters vintage, y las avenidas y las termas de Diocleciano, los semáforos en ámbar, los suelos de mármol y el dolcificante ipocalorico, el saltimbocca y el primer cigarrillo de cada mañana, sentado en plena via Quattro Fontane, apuntando lo que hicimos y lo que haremos, via Veneto, más hermosa en Cinecittá, la Enoteca Anticha de via delle Croce, Nelly y sus regalos, la Grutta Amatriciana y su antipasto rústico, las vestales desmembradas y los mercados de Trajano, la voz irónica de Vespasiano, la dulce mirada de la timidez en rostros que se acumulan y la luz bautismal de Hopper (Museo Fondazione), y Bernini y Borromini y Miguel Ángel, que algo me dijeron pero no les presté atención, y me llaman y contesto, luego estoy aquí, es verdad, he vuelto, se acabó Roma, por ahora, tiré una moneda de espaldas a Trevi y le dio en la teta izquierda a la Ekberg, scusi carina, soñé que me escapaba por el ojo del Panteón y que volaba por el Testaccio a mi casa en el viaccollo di Mattonato, a cocer pasta y verduras, a seguir los resultados de las elecciones regionales, a leer en el periódico que Ricky Martin ha salido del armario, a darme una ducha rápida antes de quedar para un cine o un café, a recordar mi vida antigua en Madrid, cuando aún no había probado el sabor de la afasia en el idioma más bello del mundo.