sábado, 24 de abril de 2010

Pelos


Cortarse el pelo, a veces, es como volver a empezar. El cabello me parece una capa de miserias y diversiones, un manojo de ideas de largas raíces, poetas de barba crecida que se van agostando apoyados en la frente, como en la barra de un bar. De vez en cuando hay que hacer limpieza en los desvanes. Yo ya tenía necesidad de poner orden en mi cráneo. Porque uno lo va dejando, al azar de vientos y mareas, en trayectos en metro y proyectos que se van peinando según la necesidad y la urgencia, mirándonos en los reflejos de las chapas metálicas y los cristales de las tiendas, unas veces con el flequillo a la derecha, otras todo hacia abajo, en plan juntapalabras desnutrido, y lo que se consigue es poca cosa, reordenar el totum revolutum de nuestro museo portátil de reliquias. Pero lo que hay que hacer es tirar, mira que me lo han dicho siempre, tirar a la basura, barrer para afuera, desprenderse de esos pelos tenaces y esas pintas, que son reflejo de nuestra fidelidad a nosotros mismos, los flecos de nuestra ilusión de continuidad con la que vamos cosiendo los desayunos con las cenas. Sin compasión, hay que entrar en una peluquería de guardia y pedir la vez, ¿tienen sitio para ahora mismo?, sí, y si es que no, seguir buscando por esa misma calle, más abajo, otra donde se pueda, porque al fin y al cabo lo de menos es la pericia de quien te lo corta, esos son detalles de segundo grado, sutilezas de la estética. Lo básico es quitarse los pelos de la cabeza, decapitarlos, rejuvenecer la cabellera, podar la jungla de idioteces que se nos han ido prendiendo. Yo entré el otro día en una peluquería y me atendieron como en un hospital. Los profesionales iban de verde y sonreían y sus pasos eran silenciosos como si levitaran por las baldosas y tan pronto llegas ya hay dos manos que te echan agua y jabón y masajean tu pobre cabeza, que al fin y al cabo está a punto de perder protección, y la van tranquilizando con mimos, se te van cerrando los ojos, deleitado por el inminente alivio, y como en la sala de espera de los médicos, a uno lo embarga ya la calma del rapado, la limpieza del folio en blanco y la redondez del cronómetro en ceros, uno se va contagiando de salud, a lo que contribuyen las veleidades aventureras de algunos de los diez dedos que bajan demasiado por la columna, adentrándose en el túnel de la camiseta casi como quien no quiere la cosa. Pasas al saloncito de butacas cómodas y mecanizadas, te preguntan el inevitable ¿qué te apetece?, y les dices simple y llanamente que volver a empezar.

Con el pelo cortado, que no corto, uno va más ligero, puede empezar a bajar la calle, a retomar el cuento, como si volviéramos de un funeral de compromiso, en el que no se llora, el de los mechones de tinta negra diseminados a nuestro alrededor, como colas muertas de brochas estériles, esos bigotes de charlot que les salen a las baldosas formando caras tristes de desamparo que miramos desde la altura de nuestra butaca, como se miran los calcetines caídos al fondo del patio del tendedero, un poco sorprendido de verlos lejanos, cuando los dedos todavía están húmedos por su tacto privado, desechados, ya casi olvidados un instante después, con esa indolencia indolora del descuidado que pierde cosas sin desgarro. Si cortarse el pelo doliera iríamos todos hechos unos neander. Y sin embargo uno lo que pretendía, quizá, al entrar en la peluquería, y lo que se olía cuando, al entrar en la ducha, por la mañana, sorprendió una turbia mirada en la propia imagen del espejo, era renacer, pedir otra toma, porque en ésta no hemos estado del todo bien, podemos hacerlo mejor, ésta será la buena. El peluquero te da la oportunidad de depilarte de borrones y bocetos, porque no se puede ir por la vida como una Medusa de abortos parlantes, profesando ideas casposas, opiniones con las puntas abiertas, porque, como la diosa, vamos dejando de piedra al personal, cuando no acabamos sepultados por una, grande y horizontal. A cortarse el pelo hay que ir con alegría, como quien se apunta para el concurso público de un piso, con nuevos cuadernos sin estrenar, bolígrafos impolutos y la desmemoria de un alumno de la ESO, a volver a empezar con ilusión, y tratar de no recordar cuándo fue la última vez que entraste en una peluquería. Pero el peluquero te lo pregunta: ¿cuándo te cortaste el pelo por última vez? Y te pones a pensar y siempre vas más atrás en el tiempo de lo que corresponde a la verdad, porque quieres creer que tú de esas constancias no gastas, pero sí que gastas, veintidós euros la última vez, en tal sitio, en tal mes. ¡Qué rápido crece el pelo! ¡Qué poco aguantamos vírgenes de malezas! Cada nada, en seguida, estamos de vuelta por la peluquería, con esa ilusión que ahora ya la sabemos amarga, fútil, anestésica, pero, ay, necesaria.

Pintiparado es una palabra que me gusta. Pintiparado, osea, "adecuado o a propósito para el fin propuesto", según la poliomelítica definición de la RAE, contento por la ocasión de jugar a ser un muy otro, salimos de la peluquería y sentimos lo que deben de sentir los coches nuevos que se lanzan por la última rampa de la cadena de montaje, relucientes, recién numerados, con el cuentakilómetros sin estrenar. Pero debiéramos mirar hacia atrás un segundo: veríamos a otros miles como nosotros esperando su turno para emprender la carrera. Una fila de coches nuevos, pero exactos los unos a los otros en hechura y caducidad. Volveremos a los garajes a hincharnos las ruedas, mirarnos el aceite, retocarnos la transmisión. Mientras no sea al desguace, reincidiremos en nuestras vanas ilusiones.

No hay nada como pasear una melena recién cortada. El equivalente más exacto que se me ocurre sería llevar la cabeza forrada de papel fotográfico hipersensible: nada más salir a la calle, la ametralladora del sol dejaría la impronta de sus sombras en la superficie, intacta sólo unos instantes, convertida en colador, en maceta, balcón, edificio, siluetas, colores, y poco a poco, sedimentando ideas, sueños, promesas que se van convirtiendo en materia, rugosa, breve, castaña (tendiendo a clarear en verano), en pelos como cuentas de rosario o gotas de roca de estalactita, que algún día habrá que volver a cortar, cuando nos canse ser el mismo un día y otro día y ya no haya forma de peinarse las ideas. La vida a veces se parece a una falta de coincidencia entre el estado de tu pelo y el de los que te rodean. Cuando tú lo llevas corto y ordenado, los otros combinan melena descuidada con barba de bardo. Y cuando llevas unos pelos de mierda, porque a lo mejor no te has ni duchado y has bajado sólo a comprar la leche para el desayuno, sin haberte mirado la cara, resulta que el mundo va hecho un primor, repeinadito y bienoliente, con la raya en medio, a dos aguas tersas y reflectantes. Sonríen como sonríes tú cuando sales de una peluquería, pero hoy te parecen unos imbéciles que pornografían su insolencia, que se creen con el pelamen perfecto y el karma en su sitio, que te echan en cara tu asilvestramiento como una vergüenza. Hoy soy yo el que quizá parezca un imbécil. Si me veis por la calle sabed que no me creo del todo mi sonrisa.

1 comentario:

  1. ¡Pero qué precioso texto!!!! La verdad, sobra cualquier otra palabra: simplemente, precioso.

    Beatriz

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