La felicidad. Por si fuera poco, la abuela de contracciones. Como si faltaran cadenas, la felicidad. Bien observadas, las personas que aparentan disfrutarla tampoco es que parezcan merecerla. Qué cosa más simple, en realidad, para el que no la tiene. Nunca fortaleza alguna mereció tantos y tan esforzados asaltos. Cuántas voluntades han desfallecido en su enceguecida consecución. Creo que tan noblota señorona debe la fama a su naturaleza ambigua y quisquillosa. Si la felicidad fuera un funcionariado, un modelo 037 o una anémona mensual (¿dije nómina?) no existiría la literatura de desdicha. Todo ser humano se limitaría a las oposiciones, un mero trámite nítido y pautado, al final de cuya ordalía ingresaría en ese paraíso terrenal donde descansan las ranas cloroformizadas. El paraíso no es un puesto fijo, un continente clavado, es una morrena que se desliza. Y así, el opositado, con puntos y toda la pesca, se dejaría arrastrar felizmente hasta la muerte y la disección, como se escurren los jesuitas crucificados hasta la pletórica cascada. Al cruzarme ante el espejo de la entrada se me ha ocurrido esta reflexión, después o quizá medio segundo antes de mirarme. No sé muy bien a santo de qué, a lo peor sólo responde al deseo de rellenar estas páginas resbaladizas y planas. He imaginado que el amor es sólo una chaqueta que sienta muy bien. La felicidad no puede reducirse a una cuestión de indumentaria. Y sin embargo es algo tan simple como una capita de barniz que potencia o enaltece la calidad de la madera, le da su pincelada de brillo, una apariencia bruñida, lustrosilla, pero no altera la esencia, ni puede metabolizarse con sus encimas, pasar a la corriente sanguínea de la savia. Alimenta, sí, pero porque tendemos a comer con los ojos. Yo pierdo la felicidad como los i-pods, en cuanto me descuido y me voy al baño del Badulake, alivio el cojinete y ¡zas! La felicidad. Un rectángulo de luz que no se puede eternizar, que obliga a ir desplazándose por la plaza, a arrastrar las sillas y las mesas de la terraza a conveniencia, siguiendo su declive, inexorable, hasta el alba, y pásame la chaqueta que cuando se va Lorenzo, por favor la cuenta y tú, que me pases la chaqueta. ¿Por qué este empeño en conservarla? Se irá pero ahora la tengo, o ya volverá y arreando que es gerundio. La felicidad, bah, lo difícil es la constancia. Además, que yo sepa, en la Trinity Church (episcopal y espiritualizada de afiladas crestas) de Broadway con Wall Street, se lee una leyenda que dice “bienvenidos los errantes y los desertores”. Llegar allí feliz y contento sería como entrar con pantalones cortos. Además, lo contrario de la felicidad no es la tristeza sino la expectación. La felicidad es el amodorramiento después de la comida, el coñac y su puro, por resumirlo. La felicidad (esa felicidad) equivale a salirse del juego, a ingresar en una embajada, la de los seres fluorescentes, ígneos, irradiantes, lorenzanos, aparrillados como el Santo, orondos de budismo segregante, condenados a la sobredosis de Almax®. La constancia de llegar a tu casa y pautar el hueco que te separa de la cama, almidonar las camisas, ensiliconar las grietas de la pared, lorenizar las agendas (un guiño, bella), ver la tele (en Intereconomía TV hay un programa patrocinado por Revidox J, producto que aseguran elimina el 50% de los radicales libres: hay cosas que dan miedo), catalogar las palabras que no entiendo de las novelas de Aub, ahuyentar moscones adelantados a la torridez del verano (hoy en día vuela cualquiera), profundizar en la alianza de las civilizaciones con Samu, el camarero chino de la esquina, pegarse el hostión PADRE contra el programa ídem (todos somos Paciencia), no sé, mil cosas que van hilando las costuras de la constancia. La felicidad (ésa, porque hay otras): qué ordinariez dominguera, de centro comercial, de paja (docu)mental. Las chaquetas me quedan grandes o cortas, las camisas me timan, soy, además de indiferente, no sé si transparente o reflectante como una capa de ozono, por qué empeñarse, para qué rociarse de laca en busca del agujero, el butrón por el que dejarse robar, oh, alevosa nocturnidad, mejor colgar el cartel de completo que dejarse olvidado el cartel sin encender a la espera de Janet Leigh y su cargamento herrmanniano. ¡Qué críptica, qué pesada me está saliendo esta sopa de letras! Termino. La felicidad es un zarpazo, al principio la sientes, luego te deja una raya roja en la mano. Hay rayas que se infectan. Hay salteadores de caminos. Hay barcos que se enmarzan sin avisar. Hay desilusiones, como fotos mal enfocadas, y hay sorpresas. Dicen que hay crisis. Ya no hay más LOST, a dios gracias y hasta la vista.
martes, 25 de mayo de 2010
Reflex
viernes, 14 de mayo de 2010
Un segundo
Duraste un segundo y en seguida empecé a olvidarte, fuiste breve, una imagen tan elocuente, tan palpable, como si mi mano te hubiera recuperado de una ciénaga ciega, enteramente, con tu peso y tu esfera, un recuerdo completo, pentasensual, refulgiste con la intensidad de los relámpagos y en el rayo me vi tal cual era, en un entonces inubicable con exactitud, como una foto extraviada, condenada a la eternidad sin contexto de los cajones, al compás del trueno iniciaste el rito de tu apagado, como si el sol que te prestaba luz accionara al caer el izado del más pulcro de los puñales, o tal vez fue el corazón el que hipó una burbuja que subió y subió hasta colapsar las neuronas del recuerdo, ese órgano de iglesia desvencijado que toco a veces, cuando hay niebla (por los barcos), y surgiste de un cortocircuito como surgen las más bellas palabras, sin sentido, cuando unos dedos torpes mecanopercuten varias teclas al mismo tiempo y el folio se ve de pronto sitiado por un furibundo ejército radial de lanzas negras. Un segundo duró el recuerdo, la imagen, pero una imagen con estratos, densa y opaca de dimensiones, mi lengua supo a entonces durante un segundo, sin magdalena previa ni alucinógenos proyectiles, llegaste rauda, sorpresiva, con pies de felpa, como los gatos, te posaste en algún punto entre el televisor y yo, tan etérea como una sombra pero más negra, negra y sin embargo brillante como los charcos o las heridas, ese segundo, cuando fuiste la transcripción fiel de un yo sin fotografías, el yo de un tiempo que no ha dejado fósiles, por desidia o simple indiferencia, o por no tener una cámara a mano, un tiempo delgado y escurridizo como un pez pequeño, repentinamente recordado por una imagen, una simple imagen que duró un segundo, o quizá dos, durante los cuales respiré con otros pulmones, me manejaba con otras manos, mi sangre era amarga todavía, como rubio era el pelo, las pestañas y la mirada que de ellas trampolineaba, rubia indiferencia de niño de seis años con katiuskas de plástico azul marino, demasiado anchas por los lados (siempre he sido de tobillos finos), pantaloncitos de pana, las manos sobre las rodillas, uñas mordidas, jersey pasado de moda (herencias que ayudaban a mi hermano a hacerse mayor), la camisa de botones cerrada hasta la garganta, el flequillo circular ahumando el techo de mis visiones, un diente partido o sin nacer dibujando un punto negro en el friso dentífrico, enmarcado por la consabida desproporción labial y un tic nervioso que me hacía parpadear exageradamente. Me vi así, mirando al frente, me vi mirando y vi lo que miraba, al mismo tiempo, como un cuadro cubista que se salta los ejes, una alucinación umbilical que me unía a esas paredes enmoquetadas, una salita de espera, la lámpara de grandes cornamentas titilante y apagada, la alfombra, demasiado grande, que se elevaba como una ola rompiente ante las patas del sofá, balanceando los pies, enfadado o triste o aterrorizado, un dentista, quizá un pediatra de gafas de montura gruesa y bata y máquina de rayos equis, donde nos miraba el aliento y nos sentíamos criaturas extrañas, conscientes de una maquinaria interior, un laboratorio de película, con tubos de cristal interminablemente retorcidos en tirabuzones científicos, líquidos efervescentes y probetas multicolores, y nos oíamos el respirar, crepitante como la rueda de un inmenso molino encerrado en el cuerpo de un niño, de los que balancean los pies porque no llegan al suelo sentado como estaba en la butaca de cuero, avergonzado de los más ligeros movimientos, escandalosamente magnificados por sonidos de confusa naturaleza, en ese estadio del aburrimiento en el que ya no valen los tebeos o las palabras dichas al oído de la madre, comentarios insultantes quizá sobre alguno de los pacientes que esperan, como nosotros, un tiempo sordo y alfombrado, una tarde oscura y húmeda, en el quinto o sexto piso de una casa tan céntrica como antigua. Miraba a la señora que ojeaba una revista y a la niña que jugaba con una pinza de pelo y pensaba en la merienda prometida después del médico. Lo que me lleva a la penumbra, al deseo, al libro, al teclado, a la mirilla y a las lianas de los sueños, se fraguaba entonces, a cocción lenta y amorosa, entre aquellas sienes que palpitaban bajo el cabello, suaves promontorios defensivos de una tierra supurante, cálida, nutricia, que ya cultivaba zarzales, rododendros y albahacas, vegetaciones de jardín de infante, selvas de egebé. Lo que me llaman mis pecados, lo que me dicta la conciencia, lo que medito, lo que escarbo, lo que me evita y lo que evito, lo que desplazo para siempre cuando nado, se iba mezclando íntima, promiscua, calladamente, cuando preguntaba a mi madre cuánto tardarían en llamarnos o si la poca iluminación de la casa se debía a que el médico no pagaba las facturas. Entre ese niño y yo sólo hay facturas y un mundo cada vez más menguante, un mundo que empequeñece inmensamente, colchones de tiempo entre los que se había perdido este segundo, esta imagen, esta huella de dinosaurio que sólo a mí me dice algo, que sólo yo sé lo que contiene, la magnitud del calambrazo cuando mi pie de ahora encajó en el hueco del de entonces y atravesé el espejo y fui Alicia, sólo un segundo. Corro a escribir lo que he visto, lo que he recordado, pero es una escritura inútil, a contrarreloj de una muerte, la de la imagen que se apaga, se pierde, se confunde con versiones apócrifas de mi deseo consciente, parodias del original huidizo, sobremaquilladas de aderezos y frivolidades (porque la consciencia cree que la riqueza de detalles es síntoma de verosimilitud) y las páginas se van manchando de palabras en dolorosa carrera contra la oscuridad que va ahogando aquél pálpito, aquel segundo, cada vez más y más mudo en el vacío. Me has dejado una inercia en los dedos y un sabor de boca, y el fantasma de tus contornos volando en mi cabeza, como las luciérnagas de después del flash. Se pueden ver las ideas, pensaba yo en algún entonces parecido. Si se deja la mirada quieta sobre un fondo luminoso o totalmente oscuro, se ven pasar por la capa líquida de los ojos batallones de renacuajos enloquecidos girando sobre sí mismos y desplazándose en desquiciadas trayectorias. Son las ideas, las buenas y las malas, indiferenciables. Y como tú, niño de seis o siete años que frotas tus nudillos contra la pana un poco raída de las rodillas, tantos otros que fueron y han sido hasta hoy, tantas otras fotografías sin álbum, retratos con relieve, humedad y prisa, que vagáis juntas y confundidas a la espera del momento para saltar como salmones contra la corriente del tiempo y llegar hasta mí y sorprenderme con lo lejanas que os habéis vuelto, la de tiempos estancados en los que me he ido vertiendo, formando mi propio molde, que reiterado y modificado, se multiplican pegados a mi espalda, como un ramillete de siluetas o la cola de cometa que se forma con el juego de dos espejos. No son los recuerdos escaneables, compartidos, documentados, son los episodios olvidados, los intermedios en los que no ocurría nada, nada salvo el crujir lánguido, profundo, geológico, del crecer de los cardos y las flores y los palos de ese bosque abrumado entre dos sienes, de ese pensar en cinemascope, de ese ir gestando una a una las líneas rectas y las dobleces de lo que queda ahí, vivo, incluso cuando hace tiempo que he cerrado los ojos.
jueves, 13 de mayo de 2010
Pla
Madrid, 1921. Un dietario.
domingo, 9 de mayo de 2010
Gusto
Me gustan muchas cosas. Anoche apenas dormí pensando en que la imagen que ofrezco de mí en este foro puede llevar a pensar que soy un amargado que sólo sabe despotricar. Y no. Aunque creo que cuando uno es más feliz es cuando lleva la contraria o censura a alguien, transijo en parte con el lugar común según el cual uno es más guay cuantas más cosas le gusten. Y, coño, gustar, como acto, es más positivo, añade, suma, no sé, odiar o no tolerar no es más que restar o parar el contador. Además, gustar es la forma más barata de poseer y todos necesitamos poseer cosas; y también ser poseídos, dicho sea de paso, pero sobre todo poseer, tener, tocar, estrenar, desembalar, hacer que nuevas cosas comiencen, darle un poco de sorpresa a la vida. Si te gusta algo te vas ensanchando, se te mete dentro y ya forma parte de ti, hasta que te guste otra cosa, o quizá la conserves, como Wall-E, y vas haciendo el museo de las banalidades, cuyo tesauro te define irremediablemente. Cuanto más banal es el detalle más profundo es el relieve.