viernes, 14 de mayo de 2010

Un segundo


Duraste un segundo y en seguida empecé a olvidarte, fuiste breve, una imagen tan elocuente, tan palpable, como si mi mano te hubiera recuperado de una ciénaga ciega, enteramente, con tu peso y tu esfera, un recuerdo completo, pentasensual, refulgiste con la intensidad de los relámpagos y en el rayo me vi tal cual era, en un entonces inubicable con exactitud, como una foto extraviada, condenada a la eternidad sin contexto de los cajones, al compás del trueno iniciaste el rito de tu apagado, como si el sol que te prestaba luz accionara al caer el izado del más pulcro de los puñales, o tal vez fue el corazón el que hipó una burbuja que subió y subió hasta colapsar las neuronas del recuerdo, ese órgano de iglesia desvencijado que toco a veces, cuando hay niebla (por los barcos), y surgiste de un cortocircuito como surgen las más bellas palabras, sin sentido, cuando unos dedos torpes mecanopercuten varias teclas al mismo tiempo y el folio se ve de pronto sitiado por un furibundo ejército radial de lanzas negras. Un segundo duró el recuerdo, la imagen, pero una imagen con estratos, densa y opaca de dimensiones, mi lengua supo a entonces durante un segundo, sin magdalena previa ni alucinógenos proyectiles, llegaste rauda, sorpresiva, con pies de felpa, como los gatos, te posaste en algún punto entre el televisor y yo, tan etérea como una sombra pero más negra, negra y sin embargo brillante como los charcos o las heridas, ese segundo, cuando fuiste la transcripción fiel de un yo sin fotografías, el yo de un tiempo que no ha dejado fósiles, por desidia o simple indiferencia, o por no tener una cámara a mano, un tiempo delgado y escurridizo como un pez pequeño, repentinamente recordado por una imagen, una simple imagen que duró un segundo, o quizá dos, durante los cuales respiré con otros pulmones, me manejaba con otras manos, mi sangre era amarga todavía, como rubio era el pelo, las pestañas y la mirada que de ellas trampolineaba, rubia indiferencia de niño de seis años con katiuskas de plástico azul marino, demasiado anchas por los lados (siempre he sido de tobillos finos), pantaloncitos de pana, las manos sobre las rodillas, uñas mordidas, jersey pasado de moda (herencias que ayudaban a mi hermano a hacerse mayor), la camisa de botones cerrada hasta la garganta, el flequillo circular ahumando el techo de mis visiones, un diente partido o sin nacer dibujando un punto negro en el friso dentífrico, enmarcado por la consabida desproporción labial y un tic nervioso que me hacía parpadear exageradamente. Me vi así, mirando al frente, me vi mirando y vi lo que miraba, al mismo tiempo, como un cuadro cubista que se salta los ejes, una alucinación umbilical que me unía a esas paredes enmoquetadas, una salita de espera, la lámpara de grandes cornamentas titilante y apagada, la alfombra, demasiado grande, que se elevaba como una ola rompiente ante las patas del sofá, balanceando los pies, enfadado o triste o aterrorizado, un dentista, quizá un pediatra de gafas de montura gruesa y bata y máquina de rayos equis, donde nos miraba el aliento y nos sentíamos criaturas extrañas, conscientes de una maquinaria interior, un laboratorio de película, con tubos de cristal interminablemente retorcidos en tirabuzones científicos, líquidos efervescentes y probetas multicolores, y nos oíamos el respirar, crepitante como la rueda de un inmenso molino encerrado en el cuerpo de un niño, de los que balancean los pies porque no llegan al suelo sentado como estaba en la butaca de cuero, avergonzado de los más ligeros movimientos, escandalosamente magnificados por sonidos de confusa naturaleza, en ese estadio del aburrimiento en el que ya no valen los tebeos o las palabras dichas al oído de la madre, comentarios insultantes quizá sobre alguno de los pacientes que esperan, como nosotros, un tiempo sordo y alfombrado, una tarde oscura y húmeda, en el quinto o sexto piso de una casa tan céntrica como antigua. Miraba a la señora que ojeaba una revista y a la niña que jugaba con una pinza de pelo y pensaba en la merienda prometida después del médico. Lo que me lleva a la penumbra, al deseo, al libro, al teclado, a la mirilla y a las lianas de los sueños, se fraguaba entonces, a cocción lenta y amorosa, entre aquellas sienes que palpitaban bajo el cabello, suaves promontorios defensivos de una tierra supurante, cálida, nutricia, que ya cultivaba zarzales, rododendros y albahacas, vegetaciones de jardín de infante, selvas de egebé. Lo que me llaman mis pecados, lo que me dicta la conciencia, lo que medito, lo que escarbo, lo que me evita y lo que evito, lo que desplazo para siempre cuando nado, se iba mezclando íntima, promiscua, calladamente, cuando preguntaba a mi madre cuánto tardarían en llamarnos o si la poca iluminación de la casa se debía a que el médico no pagaba las facturas. Entre ese niño y yo sólo hay facturas y un mundo cada vez más menguante, un mundo que empequeñece inmensamente, colchones de tiempo entre los que se había perdido este segundo, esta imagen, esta huella de dinosaurio que sólo a mí me dice algo, que sólo yo sé lo que contiene, la magnitud del calambrazo cuando mi pie de ahora encajó en el hueco del de entonces y atravesé el espejo y fui Alicia, sólo un segundo. Corro a escribir lo que he visto, lo que he recordado, pero es una escritura inútil, a contrarreloj de una muerte, la de la imagen que se apaga, se pierde, se confunde con versiones apócrifas de mi deseo consciente, parodias del original huidizo, sobremaquilladas de aderezos y frivolidades (porque la consciencia cree que la riqueza de detalles es síntoma de verosimilitud) y las páginas se van manchando de palabras en dolorosa carrera contra la oscuridad que va ahogando aquél pálpito, aquel segundo, cada vez más y más mudo en el vacío. Me has dejado una inercia en los dedos y un sabor de boca, y el fantasma de tus contornos volando en mi cabeza, como las luciérnagas de después del flash. Se pueden ver las ideas, pensaba yo en algún entonces parecido. Si se deja la mirada quieta sobre un fondo luminoso o totalmente oscuro, se ven pasar por la capa líquida de los ojos batallones de renacuajos enloquecidos girando sobre sí mismos y desplazándose en desquiciadas trayectorias. Son las ideas, las buenas y las malas, indiferenciables. Y como tú, niño de seis o siete años que frotas tus nudillos contra la pana un poco raída de las rodillas, tantos otros que fueron y han sido hasta hoy, tantas otras fotografías sin álbum, retratos con relieve, humedad y prisa, que vagáis juntas y confundidas a la espera del momento para saltar como salmones contra la corriente del tiempo y llegar hasta mí y sorprenderme con lo lejanas que os habéis vuelto, la de tiempos estancados en los que me he ido vertiendo, formando mi propio molde, que reiterado y modificado, se multiplican pegados a mi espalda, como un ramillete de siluetas o la cola de cometa que se forma con el juego de dos espejos. No son los recuerdos escaneables, compartidos, documentados, son los episodios olvidados, los intermedios en los que no ocurría nada, nada salvo el crujir lánguido, profundo, geológico, del crecer de los cardos y las flores y los palos de ese bosque abrumado entre dos sienes, de ese pensar en cinemascope, de ese ir gestando una a una las líneas rectas y las dobleces de lo que queda ahí, vivo, incluso cuando hace tiempo que he cerrado los ojos.

1 comentario:

  1. ME HE QUEDADO SIN PALABRAS,
    Y LAS POCAS QUE TENGO NO SIRVEN PARA EXPRESAR TODO LO QUE ME HA GUSTADO.
    BESOS. CHELO (SUSAN O'SULLIVAN)

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