jueves, 13 de mayo de 2010

Pla


Madrid, 1921. Un dietario.

"He salido de casa dispuesto a contemplar el espectáculo más enardecedor que le es dado presenciar al ciudadano de este país que paga impuestos: el espectáculo de la entrada de los burócratas y funcionarios en las oficinas de la Administración central. (...) En cierta manera, este espectáculo entristece considerablemente el frescor matutino de Madrid. De diez a doce, en efecto, hora de ir a la oficina, Madrid es un funeral. ¡Qué caras más largas y terribles! ¡Qué pupilas más lívidas y cloradas! ¡Qué mandíbulas más apretadas se ven pasar! (...) Se levantan echando chispas. Es entonces cuando se ve el servicio que presta en los usos nacionales la existencia de un profuso santoral pasivo y resignado del que se puede no dejar títere con cabeza. A punto está el chocolate desleído que purga, o el café con leche que sabe mal. Una ojeada al periódico con una cara tan atravesada que más vale no decir palabra. El primer cigarrillo: el único oasis en este desierto circuido por una perspectiva de papel sellado. Salen presurosos a la calle porque casi siempre se les hace tarde. Ya pueden cantar los pájaros; ya puede ser azul el cielo; ya pueden manar las fuentes municipales. La oficina es una obsesión, el olor de papel de barba les retuerce el estómago como quien hace girar una llave. Caminan enervados, ausentes, desesperados. Poco servimos, francamente, para trabajar para los demás -ni, naturalmente, cobrando. (...) El despertar de un comerciante, de un banquero, de un industrial, es joven y animado, y, por lo tanto, el despertar de una ciudad en la que tengan preponderancia estos estamentos tiene que ser por fuerza optimista y brillante. El despertar de un burócrata malhumorado es, en cambio, un espectáculo subversivo (...). Una solución sería obligar a los burócratas a pasar por calles poco céntricas y colocar, de trecho en trecho, unas mesas bien dispuestas y, sobre ellas, unos revólveres cargados por si algún burócrata o empleado quisiera, antes de llegar a la oficina, suicidarse".

"Hoy, en la calle de Alcalá, me han presentado al señor A. C., un caballero todo movimiento, con una capa. Después, pregunto:
- ¿Quién es este señor?
- Este señor es una importante celebridad. Es aquel empleado del Estado que un día puso en la puerta de su despacho oficial: Horas de oficina: de una a una y media".

"La policía se mueve mucho, a causa del asesinato [de Eduardo Dato, presidente del Gobierno, 8 de marzo de 1921], naturalmente. Se dice que los asesinos son catalanes y que detienen a todo el que habla con acento catalán. En la tertulia del Regina cuentan que un señor fue a la estación de Barcelona a despedir a una persona de su familia.
- ¿A dónde va? - preguntó la policía.
- A despedir a un pariente.
- Pase. Su acento es satisfactorio.
Camba me dice, a modo de conclusión:
- Amigo Pla, no conseguirá usted escapar...
Es notorio que tengo un acento terrible, escandaloso.
- Lo único que me salvará, amigo Camba, es que, si bien tengo un acento verdaderamente raspado, en cambio construyo discretamente. La fonética me perderá, pero me salvará la sintaxis.
(...) ¿Qué hacer? Decido hablar lo menos posible. No queda más remedio. En el quiosco de periódicos, cuando quiero "El Sol" apunto al astro del día; cuando quiero "La Voz" me pongo el dedo en la boca; "El Imparcial" me lo procuro haciendo el gesto de lavarme las manos. La vendedora me comprende y me facilita las transacciones. La gente se cree que soy mudo, y a los mudos no se les dice nada, aunque sean catalanes".

"En estos países tostados y blancos es mucho más interesante ver los ojos que pone la gente al comprar y vender colchones usados que leer los libros de filosofía trascendental".

"Los habitantes del País Vasco tienen en Madrid dos monopolios: la banca y los restaurantes. (...) Un castellano eminente, acendrado representante de las grandes virtudes castellanas, Francisco de Cossío, me ha explicado muchas veces, con cierta melancolía, que en Castilla la cocina ciertamente existe, pero que es algo difícil de encontrar. Según los historiadores, parece que esto tiene su origen en la Reconquista, que aquí fue muy larga. La vida puramente militar que llevó este pueblo durante tantos siglos impuso forzosamente una cocina sumaria. La cocina castellana es a base de asados, de paso rápido por el fuego, una cocina para darse prisa y dejarse de historias. (...) Este asado tiene que ser sumario: tiene que hacerse de modo que se advierta en la carne la preocupación de que surjan, detrás de unas encinas, unas lanzas y armaduras, a ser posible almorávides. El castellano no guisa ni se entretiene cocinando. Todas esas diversas combinaciones empíricas de la salsa bien ligada son casi desconocidas aquí.

(...) ¿Por qué hay en Madrid tanta cocina vasca? A mi entender, porque el vasco, que tiene una cocina basada en los pescados y pescaditos de las aguas, prepara precisamente los platos en que el castellano, hombre de interior, sueña, por contraste, con más afán. (...) La cosa más curiosa de la cocina vasca son las angulas, que se sirven en una cazuelita de barro, nadando en un baño de aceite hirviendo, una guindilla y un diente de ajo. La angula es la anguila minúscula que sale del golfo de México, cruza todo el Atlántico, a remolque de la corriente del golfo, y va a criar en las rías del golfo de Vizcaya, tomando este golfo en su acepción más vasta. Pese a sus dimensiones insignificantes, la angula, pues, surca todo el océano para terminar recreando el paladar de la gente vasca. De la larga navegación guarda el pescadito un sabor cósmico, de una calidad blanda y monstruosa, que enlaza admirablemente con la tendencia a la glotonería - contrapeso de la castidad -, que parece ser el pecado capital más notorio de la raza vasca.

No se puede negar que en el terreno culinario, como en el terreno bancario, los vascos ejercen una verdadera hegemonía sobre Madrid. En cambio, la hegemonía de las ideas políticas catalanas - en este momento - es un hecho igualmente indudable. A través de las formas de su hegemonía - estómago y bolsillo - los vascos representan en España un elemento indudable de consolidación. En cambio, las formas de la hegemonía catalana mantienen al país en un estado de agitación constante, y a menudo de un energumenismo insoportable. El castellano, pobrecito, sufre por todos lados. De un lado, Cataluña le pone la cabeza como un bombo, y no le deja respirar de inquietud y de tósigo problemático. El vasco, en cambio, tira por otro lado, prometiendo un nirvana bancario y culinario. Puesto en esa disyuntiva, el castellano sale con las manos en la cabeza y casi nunca sabe por dónde anda".

"Quería ir al Ateneo (...) No he ido. A los veinte años la primavera desbarata todos los planes. Uno se siente como una larva trémula y desorientada. ¡Qué cosa más seca, más ingenua, más triste, más insatisfactoria resultan la cultura y todos los libros del mundo y el arte y tantas otras cosas ante un hecho de vida elemental! (...) En este tiempo es cuando se ve con más claridad que hay que escoger: o vivir fuera de uno mismo, dejarse arrastrar por el torbellino de este mundo y ser feliz, o meterse en sí mismo, a medias naufragado en el secreto lago de la melancolía personal".

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