domingo, 9 de mayo de 2010

Gusto

Me gustan muchas cosas. Anoche apenas dormí pensando en que la imagen que ofrezco de mí en este foro puede llevar a pensar que soy un amargado que sólo sabe despotricar. Y no. Aunque creo que cuando uno es más feliz es cuando lleva la contraria o censura a alguien, transijo en parte con el lugar común según el cual uno es más guay cuantas más cosas le gusten. Y, coño, gustar, como acto, es más positivo, añade, suma, no sé, odiar o no tolerar no es más que restar o parar el contador. Además, gustar es la forma más barata de poseer y todos necesitamos poseer cosas; y también ser poseídos, dicho sea de paso, pero sobre todo poseer, tener, tocar, estrenar, desembalar, hacer que nuevas cosas comiencen, darle un poco de sorpresa a la vida. Si te gusta algo te vas ensanchando, se te mete dentro y ya forma parte de ti, hasta que te guste otra cosa, o quizá la conserves, como Wall-E, y vas haciendo el museo de las banalidades, cuyo tesauro te define irremediablemente. Cuanto más banal es el detalle más profundo es el relieve.

Me gusta mi habitación, verla desde la cama, cómo es posible que el crudo, el negro y el marrón no quiten sino añadan luminosidad al conjunto. Me gusta llegar un poco tarde (llevo muchos años llegando pronto a los sitios -pero odio cuando estás haciendo tiempo para entrar al cine y al final se te pasa la hora, o cuando, haciendo tiempo también, enrollas la entrada como un tubito y te la vas pasando distraídamente por la boca hasta desmigarla y tirarla al suelo-). Me gusta cuando de repente te das cuenta de que ha pasado un tiempo que crees largo, miras el reloj y sólo han sido quince minutos. No me gusta llevar reloj. Me gusta el momento entre 2:54 y 3:22 de “Beauty” de Linda Thompson (vía Rufus), cuando las cuerdas se vuelven tan honda, insoportablemente tristes, primero un poco (entre 3:01 y 3:02), luego todo lo demás (más en 3:15 que en 3:16). Me gusta Nicanor cuando desentona con los colores de los sitios por donde camina y me gusta, por encima de todo, la forma en que camina Nicanor por los sitios donde desentona. Y cuando lo pierdes un poco de vista, lo buscas y lo encuentras absolutamente quieto, dócil, como una porcelana expectante. Me gusta también cuando duerme parcialmente soleado, cuando ha desistido de ser gato y se desmadeja en posturas inimitables. Ojalá supiera pintar. Pintaría bocetos de Nicanor echado, cientos, como esas pruebas de manos con que acompañan las exposiciones importantes, como los bocetos de Hopper practicando posibilidades en el espacio que luego acaban magnificados, perpetuados en el óleo. Me gusta Hopper. Me gusta saber qué libro voy a leer después del que me estoy terminando. Me gustan las ensaladas bien aceitadas. Me gustan las miradas de complicidad con un desconocido cuando vas en el metro y hay un borracho haciendo una escenita o una mujer desquiciada criticando al gobierno usando madrileñismos que ya casi han desaparecido. Me gusta pensar en estar tumbado en la playa pero luego cuando voy recuerdo que no me gusta la playa, que es incómoda, aburrida, sucia (llevamos doscientos años intentando adaptarnos al terreno y está comprobado que no lo conseguimos, pero seguimos empeñados, y es porque nos gusta pensar en estar tumbados en la playa). Me gusta madrugar los domingos, robarle horas a una ciudad de millones de habitantes, durmientes, recogidos, leyendo el periódico y disfrutando de su desayuno, las casas se hinchan y deshinchan al ritmo de una respiración sosegada, las palomas y los gorriones muestran su desconcierto, los semáforos pautan urgencias indiferentes. Me gustan los libros de segunda mano que hayan triunfado sobre el paso del tiempo pero no soporto los libros nuevos con el más mínimo defecto. Me gustan las manos grandes y los dedos autónomos de los pianistas, dar la mano antes de los besos, los bajitos que llevan bien su pequeñez, los bocadillos de tortilla de patata con pimientos verdes del bar de la esquina Ponzano con Espronceda, los conciertos sinfónicos por 9 euros y los cubatas en vaso ancho. Me gusta creer que tengo toda la vida por delante. Me gusta viajar por motivos de trabajo. Me gustan las cerezas, las vendedoras que saben envolver para regalo y las llamadas perdidas de amigos en los que, casualmente, acabas de estar pensando. Me gusta que me gusten las cosas que me gustan porque se supone que eso dice mucho de mí. Me gusta París porque he estado varias veces y siempre se me ha mostrado diferente, me gusta pensar en sitios en los que no he estado, me gusta dibujar mapas de las ciudades importantes que visito, necesito llegar y tener coordenadas, ubicarme en el espacio, porque es muy fácil hacerlo y sin embargo tan puñeteramente jodido en la ciudad en la que vives. Me gusta, mucho, sentarme a liarme un cigarrillo en franjas mitad sol mitad sombra de bancos, aceras, promontorios urbanos. Me gusta coleccionar películas por compositores, tener la comida hecha cuando te entra el hambre, los cuadernos personales donde la gente apunta sus ideas o deberes con buen gusto y mejor letra, los reencuentros y las despedidas. Me gusta y llevo años buscando una versión de “Anything Goes” que cantó Ella Fitzgerald en directo pocos años antes de morir y que sólo he podido escuchar una vez, en la radio (Cifu). Me gusta cuando encuentras lo que has estado buscando. Me gustan los conflictos morales de los westerns. Me gustan los discursos de agradecimiento de los premiados y me gusta verlos en youtube y, a veces, llorar como un gilipollas. Me gusta el solo de saxo de “Sorrow” y el ultrarromántico quinteto de piano y cuerda de César Franck y que me descubran canciones y no enterarme de las letras hasta años después y descubrir que la canción te ha seguido a lo largo de los años, como un perrito, a la espera de que descubras qué hay en ella de tuyo, por qué te pertenece. Me gusta ir en coche durante el verano con la música muy alta y el brazo fuera de la ventana. Me gusta el sabor del Primperan y los arreglos de Ricard Miralles en los primeros discos de Serrat, el olor de mi última colonia, el tacto de una piel que yo me sé y sentarme más bien atrás en los cines. Me gusta el formato cuadrado. Me gusta hablar en italiano y robar pequeñas cosas en las tiendas de souvenirs. Me gusta cobrar cheques, todo el ritual, la firma en la parte de atrás, la increíble estupidez de canjear meses de vida por un papel. Me gusta Madrid pero estoy cansado de ella, lo nuestro, a veces, también ha terminado. Me gusta la gente que hace cosas y hacer cosas con la gente, no me gusta la soledad del escritor ni del autónomo trabajador desde casa. Me gusta la paz de los favores más que la de los jardines y me gusta coincidir en algo con alguien y someter a tortura a los progres y escandalizar a los puros y escupir al abismo de los ascensores. Me gusta el otoño en invierno y las botellas de agua de cristal grueso y los tatuajes que se mantienen ocultos justo lo necesario y perder el tiempo en estas tonterías.

Sigo rebuscando en el camión donde acumulo las cosas que me gustan, hay muchísimas más que me da pereza recordar, el polvo se va condensando sobre la superficie de algunas pero llegará un día, o un viento, que me llevará a ellas o me las pondrá más a mano, si supierais cuántas cosas me gustan, bueno, más o menos como a todos, porque de lo que se trata es de que nos gusten las cosas, de que seamos de ésos, de estar abierto al mundo y sus posibilidades, a las bofetadas y las tergiversaciones, al espectáculo del cambio de piel del camaleón, porque ay de quien le gusten pocas cosas o siempre las mismas, ay del que se enroca en sí mismo y reincide y no picotea o no acude a donde no le llaman, ay del Don Cayo que no hincha velas a esos vientos, del iluso que no necesite reafirmarse en cada gusto, erigirse en busto a partir del pedregal, la mano que entra en el río revuelto poblado de peces de cola gruesa y largos bigotes, la mano que escoge un ejemplar sabroso y se lo lleva a la boca y caen los hilos de sangre apelmazada, turquesa, que nos dibujan el rastro de la gula, nos identifica como consumidores, gustadores, coleccionistas.

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