martes, 25 de mayo de 2010

Reflex

La felicidad. Por si fuera poco, la abuela de contracciones. Como si faltaran cadenas, la felicidad. Bien observadas, las personas que aparentan disfrutarla tampoco es que parezcan merecerla. Qué cosa más simple, en realidad, para el que no la tiene. Nunca fortaleza alguna mereció tantos y tan esforzados asaltos. Cuántas voluntades han desfallecido en su enceguecida consecución. Creo que tan noblota señorona debe la fama a su naturaleza ambigua y quisquillosa. Si la felicidad fuera un funcionariado, un modelo 037 o una anémona mensual (¿dije nómina?) no existiría la literatura de desdicha. Todo ser humano se limitaría a las oposiciones, un mero trámite nítido y pautado, al final de cuya ordalía ingresaría en ese paraíso terrenal donde descansan las ranas cloroformizadas. El paraíso no es un puesto fijo, un continente clavado, es una morrena que se desliza. Y así, el opositado, con puntos y toda la pesca, se dejaría arrastrar felizmente hasta la muerte y la disección, como se escurren los jesuitas crucificados hasta la pletórica cascada. Al cruzarme ante el espejo de la entrada se me ha ocurrido esta reflexión, después o quizá medio segundo antes de mirarme. No sé muy bien a santo de qué, a lo peor sólo responde al deseo de rellenar estas páginas resbaladizas y planas. He imaginado que el amor es sólo una chaqueta que sienta muy bien. La felicidad no puede reducirse a una cuestión de indumentaria. Y sin embargo es algo tan simple como una capita de barniz que potencia o enaltece la calidad de la madera, le da su pincelada de brillo, una apariencia bruñida, lustrosilla, pero no altera la esencia, ni puede metabolizarse con sus encimas, pasar a la corriente sanguínea de la savia. Alimenta, sí, pero porque tendemos a comer con los ojos. Yo pierdo la felicidad como los i-pods, en cuanto me descuido y me voy al baño del Badulake, alivio el cojinete y ¡zas! La felicidad. Un rectángulo de luz que no se puede eternizar, que obliga a ir desplazándose por la plaza, a arrastrar las sillas y las mesas de la terraza a conveniencia, siguiendo su declive, inexorable, hasta el alba, y pásame la chaqueta que cuando se va Lorenzo, por favor la cuenta y tú, que me pases la chaqueta. ¿Por qué este empeño en conservarla? Se irá pero ahora la tengo, o ya volverá y arreando que es gerundio. La felicidad, bah, lo difícil es la constancia. Además, que yo sepa, en la Trinity Church (episcopal y espiritualizada de afiladas crestas) de Broadway con Wall Street, se lee una leyenda que dice “bienvenidos los errantes y los desertores”. Llegar allí feliz y contento sería como entrar con pantalones cortos. Además, lo contrario de la felicidad no es la tristeza sino la expectación. La felicidad es el amodorramiento después de la comida, el coñac y su puro, por resumirlo. La felicidad (esa felicidad) equivale a salirse del juego, a ingresar en una embajada, la de los seres fluorescentes, ígneos, irradiantes, lorenzanos, aparrillados como el Santo, orondos de budismo segregante, condenados a la sobredosis de Almax®. La constancia de llegar a tu casa y pautar el hueco que te separa de la cama, almidonar las camisas, ensiliconar las grietas de la pared, lorenizar las agendas (un guiño, bella), ver la tele (en Intereconomía TV hay un programa patrocinado por Revidox J, producto que aseguran elimina el 50% de los radicales libres: hay cosas que dan miedo), catalogar las palabras que no entiendo de las novelas de Aub, ahuyentar moscones adelantados a la torridez del verano (hoy en día vuela cualquiera), profundizar en la alianza de las civilizaciones con Samu, el camarero chino de la esquina, pegarse el hostión PADRE contra el programa ídem (todos somos Paciencia), no sé, mil cosas que van hilando las costuras de la constancia. La felicidad (ésa, porque hay otras): qué ordinariez dominguera, de centro comercial, de paja (docu)mental. Las chaquetas me quedan grandes o cortas, las camisas me timan, soy, además de indiferente, no sé si transparente o reflectante como una capa de ozono, por qué empeñarse, para qué rociarse de laca en busca del agujero, el butrón por el que dejarse robar, oh, alevosa nocturnidad, mejor colgar el cartel de completo que dejarse olvidado el cartel sin encender a la espera de Janet Leigh y su cargamento herrmanniano. ¡Qué críptica, qué pesada me está saliendo esta sopa de letras! Termino. La felicidad es un zarpazo, al principio la sientes, luego te deja una raya roja en la mano. Hay rayas que se infectan. Hay salteadores de caminos. Hay barcos que se enmarzan sin avisar. Hay desilusiones, como fotos mal enfocadas, y hay sorpresas. Dicen que hay crisis. Ya no hay más LOST, a dios gracias y hasta la vista.

P.D.: Yo también vi y recordé cosas, flashbacks de muchas temporadas, allí quedaron, como el pie de la estatua, cuatro dedos al viento y un humo negro que tampoco era para tanto.

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