martes, 22 de junio de 2010

Diario de viaje (I)


16 de junio

Todos los viajes empiezan igual. La expectación, los intentos inútiles por aparentar tranquilidad, las esperas desquiciantes. Una vez más corroboro que la gente ahora parece viajar por obligación. En un sentido estricto y profundo puede que sea cierto. Todos nos sentimos obligados a conocer mundo. Y en algunos casos es así literalmente, porque el viaje largo se ha convertido en algo habitual para el trabajo de muchas personas. Pero yo hablo de los que se van de viaje por placer, de sus rostros inexpresivos, de sus facciones estatuarias, de esa indiferencia que muestran por el viaje en sí, de esa expresión de la costumbre, de su familiaridad para con los mecanismos del viaje. Podrían mantener las mismas conversaciones sentados en el césped de una facultad universitaria o en las losas futuristas de una nave espacial. Los que van en grupo construyen columnas inestables con las latas de cerveza vacías y los que van solos dejan rodar sus miradas abisales hacia el fondo de las perspectivas o se aíslan en una burbuja de ipods y móviles. Uno siempre viaja por una razón. Yo viajo a Berlín para sentirme a solas en sus calles, para perderme, olvidarme, dejarme allí un tiempo, una eternidad. Fotografiarme solo en una esquina, agachado junto a una franja de sol, subido a una cúpula, sentado en la hierba, caminando, cansado, circunspecto, en blanco, feliz. Fran me espera en el aeropuerto, estaremos juntos mucho tiempo, será mi guía durante gran parte de mi estancia, pero yo viajo para que llegue el momento en que no sepa tirar a la izquierda o a la derecha. Creí haber hecho los deberes coleccionando mapas, estudiando rutas, ahora reconozco que no sé absolutamente nada, ni por dónde empezar.

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¿Qué espero de Berlín? O, ¿cuánto ha influido la opinión de otros en la formación de mi imagen de Berlín? ¿Hasta qué punto uno viaja para corroborar una idea previa? La Berlín de los parques, la ciudad de la sorpresa constante, la originalidad en sus propuestas, la cultura de la calle, la renovación sistemática, la identidad de un pasado tan respetado como necesitado de superar, la Berlín desenfrenada, la pacífica, la insondable. Da miedo enfrentarse a una imagen así, temes no tener tiempo para satisfacer las expectativas que genera, o no saber hallarlo, o no verlo en absoluto. Procuro siempre dejar que las cosas ocurran y en provocar sólo lo imprescindible. En cierta manera veo este viaje como un ensayo general del de Nueva York, sin querer hacer paralelismos ni comparaciones, por la envergadura de las ciudades y la enormidad de información sobre ellas que actúa inconscientemente en el momento mismo de estar viviéndolas. Me encanta viajar a ciudades. Los que me conocen saben que no soy muy amigo de experiencias menos civilizadas. No les niego su plus de aventura, de desconexión, de lejanía para con su propio yo habitual, esa distancia para con lo que dejamos, aunque sean pocos días, que parece borrar más aplicadamente las ideas preconcebidas, las esclavitudes diarias. Supongo que aún no he colmado el capítulo urbanita de mi vida, necesito de nuevos episodios, capas y más capas de planos de metro apiladas en mi cabeza, dibujos de intersecciones, patios umbríos, escaleras a lo desconocido, y no anhelo lianas ni hormigueros, regateos ni noches al raso, incertidumbres demasiado completas ni cambios de planes excesivamente dramáticos. Seré un aburrido, habrá quien lo piense. Yo me conformo con aquello a lo que me limito o extralimito, el más allá es, por ahora, sólo una posibilidad futura. Y como ciudad, Berlín, tiene fama de ser definitiva, una versión extremadamente lograda, un caso único. Por eso será que estoy tan excitado. No soy capaz de leer más de dos párrafos seguidos. Me he traído un librito sólo para las horas de vuelo. “Port Mungo” de Patrick McGrath, por el momento un tanto cargante, aunque estoy seguro de que mis deseos de aterrizar ahora mismo, ya, en el aeropuerto de Schönefeld tienen algo que ver con ello.

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Son las once de la noche y el avión sobrevuela una masa acongojante de nubes cada vez más oscuras. Sin embargo, en paralelo a nuestras ventanas, se desarrolla una puesta de sol espectacular, dilatadísima, casi imperceptible, en base a colores planos, como pintados a rodillo, fulgurantes, de un brillo que no daña los ojos. De nuevo soy de los pocos que lo contemplan, no estoy acostumbrado. Ahí abajo es de noche mientras aquí estalla un cielo tricolor.

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Aterrizamos. Salgo al hall de llegadas buscando a Fran por entre la gente, todos de aspecto cansado, inexpresivo. No aparece por ningún lado. La situación dura lo suficiente como para empezar a ponerme nervioso. Se me ha vuelto a olvidar el pin de mi móvil y no puedo encenderlo (llevo dos intentos de tres, tras los cuales se agrava el problema). Decido llamarle para saber dónde está o si ha tenido algún problema. Ninguna de las opciones que se me ocurren, poniendo o quitando prefijos, me permiten establecer la llamada, una voz que imagino progresivamente más arisca me repite que semejante número no existe. Pienso que yo ya me lo figuraba al ver que eran tantos dígitos. Respiro profundamente un par de veces y decido tomármelo con filosofía, esperar y considerar que en el peor de los casos, al fin y al cabo estaba en una de las cumbres de la civilización occidental, nada podía pasarme. Francisco llega sonriente y ufano.

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Primeras impresiones del barrio de Kreuzberg. Atravesamos el Schlesisches Tor, uno de los muchos puentes que cruzan los diversos ramales del Spree. Arrastro la maleta como a un R2D2 estropeado, resonando en el pavimento y sufriendo por el perceptible disturbio sonoro que estoy provocando en un barrio con decenas de locales abiertos y con gente pero increíblemente silencioso. Nos dirigimos a casa de Carlos, un amigo de Fran que le va a prestar el colchón donde dormiré estos días. Después de un rápido intercambio de presentaciones y agradecimientos, nos encaminamos a otro punto, donde nos encontraremos con Cristina, Rubén y Oliver. Ahora, además de arrastrar la maleta, levantándola en los tramos empedrados, vamos sosteniendo el colchón enrollado por las calles. La gente que nos encontramos al paso se nos queda mirando y se ríe. En una ciudad tan afamadamente original me resisto a creer que nadie esté acostumbrado a estas escenas. Nos reunimos todo el grupo y decidimos ir a un bar cercano a tomar una gran cerveza. Dejamos el colchón en el suelo detrás de las sillas y nos sentamos en una terraza. La cerveza me sabe a gloria bendita. Odio tener que hablar con la camarera en inglés. No hago nada para evitarlo pero me molesta desconocer el alemán y más aún, emplear directamente el inglés, así, como una imposición, sin informar de alguna manera a los oriundos que si por mí fuera utilizaría otro idioma, que siento mucho no saber el suyo. Trato de sugerirles todo esto antes de decir nada y sólo consigo parpadear y emitir extraños titubeos. En consecuencia me toman por alguna clase de retrasado. El reencuentro con Cristina es emotivo y refrescante. No quiero pensar demasiado en que esta funda que tiene ahora el colchón y que hemos arrastrado por tramos de cien calles será la misma sobre la que voy a dormir. Le daré la vuelta.

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Le he dado la vuelta a la funda. Es mucho peor. Me encierro como una oruga en el saco de dormir que me ha dejado Fran. Me siento espléndidamente bien y se lo debo a este amigo que ya ronca a mis espaldas. Duermo sobre partículas de Berlín por primera vez. Son las 4 y muy lentamente está amaneciendo.

17 de junio

Empiezo mi vagabundaje en Alexanderplatz. Tardo aproximadamente una hora en decidir hacia dónde tirar. Necesito un mapa. Es uno de los puntos más turísticos de la ciudad pero no veo ningún puesto de información. Esto dice mucho de la ciudad. Recibe millones de visitantes pero aunque las principales atracciones masivas estén perfectamente señaladas por carteles direccionales que te informan además de los metros o kilómetros que te separan de ellos, no puede decirse que sea una ciudad que viva por y para el turismo. El turista que arree un poco, que es algo que siempre me ha parecido perfecto. Doy vueltas y vueltas en torno al complejo de la torre de comunicaciones. Saco una foto pero no llego a detenerme a mirar el reloj de los mundos o como se llame esa cosa. Mis giros van siendo de cada vez mayor elipse hasta que me decanto por una cierta lógica: el río. De esta manera atravieso el Mitte, tomando Oranienburgerstrasse hasta Friedrichstrasse. Apenas hay gente, no se ven aglomeraciones, todo es un fluir de poca cantidad pero constante. Encuentro el Tacheles y le echo un vistazo. Apenas hay visitantes pero suena la música en un garito y ya hay quien charla al sol tomándose unas cervezas. La poca actividad se reduce a unos cuantos barbudos limpiando sus barracones, donde exponen cuadros y esculturas que dan al jardín un aire a lo Eduardo Manostijeras, entre alucinado y turístico. En Friedrichstrasse me encuentro con Carlos que me lleva al restaurante español donde trabaja, el “Bar-Celona”. Retomo fuerzas y planeo un plan. Pero tuerzo por Unter den Linden atraído por la obligatoriedad de la Puerta de Brandenburgo. La miro y no le encuentro nada. Ignoro los espectaculares edificios de toda esta parte de la ciudad. Huyo de los grupos de turistas pero no hago más que dirigirme a lugares donde no pueden faltar. Me dejo caer hacia el Memorial del Holocausto. Busco una franja de sol en la dentadura de sombras de sus bloques de diverso tamaño. Escribo: todo es confuso, inmenso, la sensación de estar vagabundeando superficialmente, perdiéndome todo, es intensa y agobiante. Continúo hasta Postdamer Platz y sigo sin recibir sensaciones particularmente extraordinarias. Opto por cambiar de estrategia y relajarme de una puñetera vez. Contagiado por el ejemplar civismo de sus naturales, compro un billete de transporte de 24 horas. Me confundo y lo compro sólo para la línea S-Bahn, la que transcurre en la mayor parte de su recorrido sobreelevada o por la superficie. Escojo un cuadrante del mapa que esté cercano, me monto en un tren y acabo en una zona que se escapa del mapa que me ha proporcionado Carlos. Después de un paseo por avenidas inacabables y perfectamente prescindibles, agobiado por la hora, trato de encontrar el metro que me lleve hasta el “Bar-Celona”, donde he quedado con Fran. Insatisfactoria primera dentellada. He perdido el billete de metro.

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Es cierto todo lo que se dice de Berlín como ciudad de posibilidades interminables. Aquí la gente se viene con una mano delante y otra detrás pero sin la sensación de estar ejecutando un triple salto mortal. La ciudad provee. Y si no lo hace, uno se coge su hatillo y se vuelve por donde ha venido. Son muchos los que no se dan por vencidos, los que sobreviven con poco, los que prefieren malvivir aquí. En Berlín sin duda se malvive infinitamente mejor que en Madrid. Me comenta Cristina que si no sabes alemán nunca dejas de ser emigrante, como una condena a permanecer tras una manpara de cristal, aislado, aturullado por tantas y tantas cosas desarrollándose alrededor.

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Por la tarde nos pegamos una buena caminata. Fran me lleva por el nordeste a la zona del Reichstag. Bordeamos un muro de ladrillo muy humilde que exhibe innumerables impactos de bala. Los edificios adyacentes al parlamento tienen esa cosa ultramoderna, perfectamente diáfanos, acristalados, con patios decorados por esculturas e instalaciones vanguardistas. Hay personas reunidas, hablando por teléfono o ultimando proyectos que despliegan sobre las mesas. Suponemos que pretenden dar una imagen de transparencia política.

En Kreuzberg encontramos una tienda fascinante frente a la Komische Oper. Está llena de elementos de atrezzo y vestuario de ópera y teatro. Las habitaciones están absolutamente atestadas de cosas. Dan ganas de comprarlo todo. Venimos al Görlitzer Park, populoso de grupos comiendo y bebiendo o jugando al fútbol o al frisby. Se traen sus barbacoas, sus fuegos, sus buenos pedazos de carne y sus salchichas, sus cestas y su pan. Huele a brasa, a limpio, se oye la música de una radio cercana, con la que un grupito ameniza el rato, pero no molesta ni llega a confundirse incongruentemente con otras músicas. El parque es feo pero suficiente, verde casi en todo momento, con grandes altibajos provocados, me dicen, por los bombardeos. La gente lo ensucia dentro de los límites de lo normal, no caen en los extremos escandinavos pero nadie parece tener la necesidad de sobrepasarse. Hay como un equilibrio zen que contagia al recién llegado.

En casa de Carlos se improvisa una pequeña fiesta. Conozco a Peter, su compañero de piso, y a los dos perros, gigantescos, que exigen su espacio a fuerza de empujones y me llegan más arriba de la cintura. Brindamos con un vodka inmemorial. La música es en alemán. Carlos tiene la idea de disfrazarnos. Con un corcho quemado nos convertimos en una panda de forajidos de más que evidente procedencia mexicana, si bien nadie alcanza el grado de compromiso y sacrificio a la idea como el propio Carlos, auténtico, cejijunto, con sombrero de ala caída, pañuelo al cuello y varios dientes ennegrecidos formando una sonrisa aterradora, a juzgar por las caras que va dejando a su paso. Los garitos son rojos casi sin excepción, de luz quiero decir. La música es buena. Un euro de cada primera bebida es para el DJ. Se puede fumar en todas partes. Se puede comer a cualquier hora. Los bares no tienen hora de cierre. La gente charla y charla incansablemente. De camino al canal, donde hay un garito muy bien montado con estructuras flotantes que a veces alguno que otro decide soltar, la noche alcanza su mayor punto de negrura, a partir del cual empieza a clarear durante un amanecer que dura cuatro horas. Hay un espacio cubierto minúsculo con una barra y el puesto del DJ. Allí se concentran los que queremos bailar, apretujados, un mantra electrónico. Al volver a casa veo a gente en los bares, siguen hablando. Cruzo un puente y al fondo, a mi izquierda, Alexanderplatz engaña a la distancia. Vías de tren, vagones desahuciados, los barracones de una fábrica de donde sólo sale el retumbar de una música. Un kebab de madrugada. En la parada de tranvía entablo conversación con dos alemanes. Están de visita en Berlín. Acaban de bajar de una fiesta ahí al lado. A uno de ellos le llaman por teléfono. Se ha dejado algo en el piso. Me invitan a subir. Subo. Los restos de una fiesta que parece haber sido numerosa. Son chavales de una edad que de repente me avergüenza un poco. Me invitan a una cerveza pero nos quedamos poco tiempo, el tranvía está al pasar. Me despido pero el tío con el que más había hablado estaba ahora ocupado en cuestiones más silenciosas. En el tranvía nos ponemos a hablar y me paso de estación, cuatro más adelante. No tengo paciencia para esperar otro tranvía y la zona no ofrece simpatías, sólo veo gasolineras y frondosas manchas oscuras de hojas silbantes. Paro un taxi. Calles y avenidas y masas grises de viviendas, tumbadas y a lo largo o de pie y enigmáticas, separadas por grandes cuadrantes de hierba asilvestrada y esporádicos árboles. Hay ventanas abiertas, signos de vida, coches sueltos girando a lo lejos, el Lidl, giro a la derecha, 219, despierto a Fran, subo, buenas noches, me abrigo. El sol. El sol constante.

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