jueves, 24 de junio de 2010

Diario de viaje (II)


18 de junio

Mañana dedicada a la visita de algunos museos. Opto por dos, el Museo de la Fotografía o Galería Helmut Newton y la Neue Nationalgalerie. He decidido comprobar hasta dónde puede llegar el enfrentamiento entre el sentido cívico de los berlineses y el amor por la picaresca del español de economía sumergida. O sea, que decido no comprar billetes de metro en lo que me queda de viaje. Se cuentan casos de gente que ha sido sorprendida sin billete por agentes que a tal efecto andan camuflados por los vagones. Las multas son sustanciosas. Lo de camuflados es un decir, porque nada más llegar a la estación de Frankfurter Allee veo a dos tipos correctamente vestidos de paisano, sí, pero con dos datáfonos colgados del cuello. Me hago el longuis sentado en el andén y espero al siguiente tren. Al viajar solo y procurando no sacar los mapas del bolso uno no llama la atención. Paso por berlinés. A lo largo de las jornadas muchas personas me preguntan cosas directamente en alemán. Me pasó lo mismo en Roma y en París, lo cual entronca con ese otro episodio recurrente que me tiene bastante mosqueado, el de gente que me dice que mi cara les suena o que tienen en algún punto del globo a un amigo físicamente idéntico a mí. Hay que aprovecharse de esto, sin duda. Soy un Juan Nadie dentro del U-Bahn, atravesando Berlín bajo tierra como un topo clónico, un hombre gris de nombre y apellido intercambiables, un triple espía con seis pasaportes en el bolsillo, el hundimiento, la operación Valkiria, mi estación, me dejo de historias.

En el Museo de la Fotografía hay una exposición dedicada a Alice Spring, pseudónimo de June Newton, la mujer del célebre Helmut Newton, del que, sin embargo y bastante sorprendentemente, no hay nada expuesto, salvo una pequeña estancia dedicada a sus objetos personales, trajes, reconstrucciones de sus habitaciones de trabajo y de descanso, cámaras y fetiches. El edificio es antiguo y clásico, impecablemente adecentado. A las galerías se entra por puertas de doble batiente, silenciosas y elegantes. Hay un total de veinte personas en todo el edificio, una delicia indescriptible. Hay retratos de diseñadores, artistas, actores, bailarines, especímenes de la creme de parís y Londres, desnudos y posados originales, reportajes y portadas de revista, anuncios de peluqueros y modistas célebres. En el piso de arriba hay una exposición temporal dedicada a la fotografía de ciudades, una cosa cogida por los pelos que lo mismo da para mostrar fotos de una Egipto desescombrada, con adustos arqueólogos fin-de-siglo posando orgullosos delante de sus excavaciones, como instantáneas del ejército nazi desfilando ante un mundo rediseñado por Albert Speer.

La atracción turística inevitable en esta zona de la ciudad, entre el Tiergarten y el barrio de Charlottenburg, es la Kaiser-Wilhelm-Gedächtniskirche, la iglesia luterana semidestruida a consecuencia de los bombardeos del final de la Segunda Guerra Mundial. Uno sólo puede estremecerse al pensar en lo que se hubiera hecho en España con algo así: o bien se hubiera derruido completamente, o bien algún arquitecto iluminado hubiera propuesto reconstruirla añadiendo estructuras acristaladas directamente extraídas de las canteras de su ego. Así, tal y como está, esta mole sucia y abombada, que parece estar expandiéndose horizontalmente por su sección central, como un globo de piedra, con su torre principal decapitada en aristas cortantes, queda como un rastro expresivo de la destrucción y sobre todo de la capacidad de este pueblo para levantarse a la mañana siguiente del fin del mundo sin necesidad de pastillas para el olvido ni traiciones. Junto a ella, a ambos lados, se construyó en torno a 1960 una iglesia nueva de varios cuerpos, una nave central y una torre separadas por la propia Gedächtniskirche, de aspecto de colmena en su exterior, fea, reticular, pasada de moda. El interior de la nave central, no sé si octogonal o qué, es sin embargo un espectáculo. Las retículas que cubren todas las fachadas y que no parecen gran cosa desde fuera, dentro revelan su verdadera naturaleza: miles de rectángulos de cristal azul, algo entre la vidriera clásica y las computadoras de la Guerra Fría, crean grandes paneles de iridiscencia reflexiva y tonificante. Un Cristo convenientemente crucificado levita en esta atmósfera de pecera. La mentalidad berlinesa para la reconversión me hace pensar en una rave que pudiera hacerse aquí. Como digo, la cosa ésta me parece un poco forzada y pasada de moda, pero nada parecido a los gimnasios eclesiásticos que se hacían en España por esas mismas fechas.

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Todo el mundo, los camareros, los dependientes, llevan hoy pintados en la cara los colores de la bandera alemana, tres franjas muy pequeñas que cubren una escueta parte de sus mejillas. El Mundial, claro. Pero esto me hace pensar en la manera en que esta gente lleva su patriotismo. No dudo que en estas tierras no andan faltos precisamente de energúmenos. Pero la adscripción emocionada a la nacionalidad de cada uno que está deparando esto del fútbol y que en España es casi de agradecer, allí se demuestra generalmente de manera apasionada, ruidosa, tanto que lo convierte en antinatural, asfixiado de alharacas, como la cogorza del que ha sido abstemio durante años. Aquí observo una mayor tranquilidad. ¿Beneficios de haber tenido un totalitarismo con bandera propia? Me dan ganas de pintarme los colores de la bandera alemana en la mejilla. Queda sexy y seguro que así no tendré problemas con los supervisores del metro.

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La Neue Nationalgalerie, obra del brillante Mies van Der Rohe, uno de esos arquitectos que pensaban con la cabeza pero creaban con el alma. El hall de entrada, inmenso, alfombrado, un poco kitsch, con una lámpara de araña de tipo Sisí Emperatriz, fantabulosa, absurda en un espacio absolutamente vacío, inútil, donde no hay nada, nada, nada. Paredes de cristal que dan al exterior y ahuman un poco su luminosidad. Dos escaleras que descienden hasta el piso subterráneo. Allí se extiende el museo propiamente dicho. Bajo. Hay un silencio que i siquiera se puede encontrar en las iglesias. Seis personas en todo el perímetro de la exposición. Un sueño hecho realidad. La magnífica, esplendorosa muestra, llamada “Moderne Zeiten” (Tiempos modernos) recorre el período 1900-1945. Que se pare el mundo. Paso dos horas zascandileando como un fauno, con el corazón de un saltimbanqui, a cuantos centímetros se me antoje de cada cuadro (no hay líneas en el suelo ni policías museísticos), buscando el marco o superándolo y entrando en el cuadro como en un lago denso y lento. Centrado en artistas alemanes o no pero que participaron en movimientos y colectivos berlineses, no se limita exclusivamente a ellos. Veo por primera vez (o eso creo) la obra de muchos pintores. Ferdinand Hodler, Emil Nolde, Karl Schmidt-Rottluff, Otto Mueller, Max Pechstein, Christian Sahad, Georg Schrimpf, Horst Strempel, Lionel Feiniger, Otto Dix, Ludwig Meidner… Impresionante la colección que tienen de Ernst Ludwig Kirchner (“Paisaje con dos desnudos”, me lo traigo a casa en forma de póster por cuatro euros, un precio razonable del que deberían tomar nota en España), maravillosa la serie “Lebenfries” de Edvard Munch. Salgo del museo como de la consulta de un masajista, flotando, emocionado. Doy la vuelta al edificio y se me antoja mucho más inteligente, ahora que sé lo que alberga, lo que esconde en su interior, esta planta diáfana se revela doblemente grandiosa, doblemente inútil en el sentido práctico, una estancia neutra, un punto muerto que recepciona, que da la bienvenida y suscita un estado de ánimo.

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Como voy silbando y canturreando por las calles, la gente, muchas veces, me mira extrañada. Aquí no hay esa costumbre. En ningún lado casi, e incluso yo mismo me extraño cuando veo a alguien que lo hace. Siempre me parece un loco o una loca. Pero hay en ellos invariablemente un puntito desquiciado, no es un silbar o un canturrear normal, equilibrado, como el mío. Está claro que el culo de uno es mejor porque no se lo puede ver. Practico el alemán de salón. Repito las palabras que voy cazando al vuelo, lo que dice la voz en el metro, el nombre de las calles. Cuando busco una calle en el mapa acabo mirándolo seis veces, soy incapaz de memorizarlas. Tengo la sensación de caminar por una ciudad diezmada por una peste o un periodo vacacional. ¿Dónde están los millones de habitantes de Berlín? En las calles hay un fluir constante, sí, pero como de arroyuelo. Ahora bien, si tuvieras que buscar un lugar absolutamente solitario donde poder arrascarte las nalgas, no lo encontrarías. Entro en un supermercado con la intención de comprar una botella de agua. Soy incapaz de acertar con una que sólo contenga agua, insípida, incolora, sin gas. Una mujer con muchísimas dioptrías me asegura que la que finalmente he elegido es tan agua como la que más, igualita que la de mi planeta. Cuando salgo y la pruebo sabe a manzana. Está buena. En Berlín hay unas fuentes antiguas, de esas que echan agua a fuerza de bombear una palanca, muy hermosas, pero que no dan agua. Una de las maravillas más absolutas de Roma es que está infestada de fuentes por todas partes. El placer de beber directamente de un chorro abundante y fresco aquí no se da. El agua de los grifos es sosa, blanda, sin contundencia ni personalidad, distinta a la cloaca tibia que emana en Barcelona o Valencia, pero que igualmente deja un sabor de boca desagradable a sed insatisfecha.

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En el cruce múltiple entre Oberbaumstrasse, Bevernstrasse y Schlesische Strasse, en Schlesische Tor, hay una hamburguesería colocada bajo uno de los puentes de hierro, un puesto callejero formado por una barraca antigua de hierro forjado y una pequeña terraza-merendero con mesas y bancos altos. Se hace el pedido y la gente espera pacientemente a que salga su número en una pantallita. Es exactamente igual que el funcionamiento de un Burguer King pero con encanto. Huele de maravilla y las colas son enormes. Hay gente que hace su pedido y se va a hacer los recados. La flexibilidad de utilizar la bicicleta, cada día que pasa compruebo que es más importante dadas las enormes distancias. En todas partes hay supermercados, puestos de frutas y farmacias (apotheke, me encanta esa palabra), pero para hacer una compra que suponga recorrer esos tres establecimientos necesitas el doble de tiempo que en Madrid: todo está ahí, cerca, pero el doble de lejos, las distancias están hechas para piernas más grandes. Como un hobbit me deslomo recorriendo calles que en el mapa producen la ilusión de ser más pequeñas. La bici es indispensable pero no me decanto por ningún establecimiento de alquiler. Mi manera de deambular implicaría estar aparcándola cada poco tiempo y me inspira una pereza insalvable. Pero, aunque el metro y el sistema de transportes adicionales son una maravilla y cubren pertinentemente todo el perímetro de la ciudad, los caminos transversales que acortan distancias, los atajos, que en bici son fáciles y cómodos, andando resultan epopeyas. Cogemos nuestras hamburguesas y nos venimos al río junto a un mirador minúsculo entorpecido por una estructura de palos de madera colocados a la manera del esqueleto de una pira funeraria. El arte por el arte, el espíritu de los Jedis y la mejor hamburguesa que he comido en toda mi vida. Además de la calidad de la carne, en sí misma deliciosa, el secreto está en la salsa de tomate y en cómo está mezclada con una cebolla casi caramelizada. Las lonchas de bacon frito crujen y se distinguen en el sabor general. Un verdadero orgasmo.

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El sol se oculta miserablemente detrás de una colección de nubes propias del decorado de un cabaret. De la nada se levanta un viento furibundo que baja la temperatura diez grados de golpe y porrazo. Nos terminamos la hamburguesa literalmente temblando de frío. Optamos por volver a casa a coger algo de ropa. Una vez allí descubrimos que estamos cansados. Apetece una noche tranquila. Vemos youtubes y el documental de Fatih Akin sobre el espléndido rock de Estambul (un destino inminente). Todo lo que se enrolla en papel se nos sube a la cabeza. El viento sopla por la avenida de edificios a la soviética. Segundo día completo en Berlín y afronto el ecuador.


19 de junio

Desayuno cerca de casa de Fran, frente a una iglesia donde, en menos de diez minutos, he visto dos bodas. Una bandera gay ondea en la esquina misma de la iglesia. Hoy se celebra aquí el día del orgullo, conocido como el CSD, o Christopher Street Day, en honor a la calle del Village de Nueva York donde se llevaron a cabo las cargas policiales contra homosexuales el 28 de junio de 1969. El día está dividido en dos, como de costumbre. Por la mañana, hasta las 3, estoy solo, a mi ritmo. Visito el Museo Judío y el Checkpoint Charlie. En el museo paso un poco olímpicamente de lo que es la colección en sí, nunca demasiado interesante, en base a objetos de todo tipo que atestiguan la cultura judía. Lo más espectacular es el museo en sí, el edificio, las instalaciones permanentes (impresionante el “Voided Void”, en algún sitio he leído que lo consideran “sensacionalista”) y la forma en la que están expuestas las cosas, es decir, el aspecto museístico en sí, impresionante, originalísima, demostrando la posesión de unos medios abrumadores. La visita no es cómoda, primera buena idea. Implica subir y bajar escaleras empinadas, cuestas y desniveles que te escoran hacia los lados. Todo ello va afectando al espectador, a la experiencia de la visita. Lo mejor, sin duda, los grupos de pequeños cajones distribuidos por todo el museo sin seguir un orden determinado. Adosados a cualquier columna, cada conjunto lo forman aproximadamente cinco cajones estrechos con un pomo cada uno. Cuando los abres descubres que cada cajón es un panel y cada panel está dedicado a un argumento o tópico antisemita, los prejuicios que históricamente los han ido marcando. El acto de abrir un cajón, y sobre todo el de cerrarlo, se convierte en el reconocimiento de la existencia de algo que por lo general quiere mantenerse escondido.

El Checkpoint Charlie es el primer punto turístico realmente atestado que encuentro en la ciudad, exceptuando, quizá, la Puerta de Brandenburgo, a la que ahora reconozco no haberle dedicado más que un vistazo superficial (hay que ir por la noche, de día es como la de Alcalá). El Museo del Muro cuesta 14 euros, me parece excesivo y así se lo hago entender a la cancerbera que gestiona la venta de entradas, mediante sutiles miradas despreciativas llenas de un rencor de europeo excluido, tan sutiles que creo que pasan perfectamente desapercibidas. Es un museo de importantes dimensiones que ocupa gran parte del edificio, entre la Zimmerstrasse y la Rudi-Dutschkestrasse, lleno de fotos, objetos vintage, todo muy interesante. Pero a estas alturas de la mañana no tengo el tiempo que requeriría visitarlo. Me acerco al Museo Martin-Gropius-Bau, creyendo que me encontraré con el edificio de la Bauhaus, pero se trata de un museo nacional de tipo clásico, si bien sus exposiciones son a veces muy rompedoras. Veo la primera cola gigantesca. Hay una exposición de Frida Kahlo, la retrospectiva más completa que se ha hecho en Europa. Habrá que pensar en ir a verla. Quizás el lunes.

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Por la tarde vamos al barrio de NeuKöll, interesante, multiétnico, barato y ahora en plena revitalización, partiendo de Herrmannplatz, que a estas horas bulle de personas y olores por un mercado al aire libre donde señoras cubiertas de pies a cabeza venden suculentos trozos de carne a la brasa, chorizos casi calcinados que chorrean una grasa mercrominada, costillas y otras piezas difíciles de identificar. También hay puestos de postres, de una pinta excelente. Me muero de hambre. Comemos en un barecito. En realidad sólo como yo, Fran y Andrés, otro amigo español que estudia por aquí desde hace tiempo, se conforman con una copa de fresas con nata. Yo elijo unos penne sencillos que resultan abrumadores, deliciosos.

Cuando se va uno de viaje y depende en cierta medida de un amigo que cede su tiempo y su hogar al visitante, suele ser habitual que llegue el momento en que no se sepa muy bien qué hacer. Visitar el desfile del CSD se convierte, así, en una obligatoriedad que hubiera podido ser perfectamente prescindible. Vamos hasta la Puerta de Brandenburgo, donde finaliza la cabalgata. Cuando llegamos todo ha terminado. Hay miles de personas pero en absoluto ese ambiente de fiesta que se ve, por ejemplo, en Madrid. Finalizado el desfile la gente se va a otro sitio, no sabemos bien a dónde. Beber en los puestos que circundan la calle principal del Tiergarten resulta molesto por las colas y absurdamente caro. Decidimos, pero con mucho retraso, como si estuviéramos aletargados, marcharnos a otra parte. Nos reunimos con Cristina en Oranienburgerstrasse y de allí vamos a la isla de los museos, a una terraza junto al río. Ella nos informa de que la “marcha” se ha trasladado a Oranientrasse, una zona muy animada llena de garitos de todo tipo. Vamos. Al llegar nos enteramos de que la “marcha” ha terminado hace exactamente cuatro horas. Conformarse con lo que se tiene. Cenamos algo y optamos por locales de la zona. Entre los que visitamos merece la pena destacar “La puerta del infierno”, un garito punky donde al parecer suelen producirse divertidas peleas matinales, y el “Multi-Layed Laden”, estupendo local de ambiente relajado donde cualquier centímetro cuadrado puede ser el tuyo para el resto de la noche.

Hablamos mucho. Berlín me parece una ciudad descentrada, formada por muy diferentes núcleos, en el sentido de barrios, donde uno puede encontrar casi de todo lo que le apetezca, como si fueran células autónomas de un organismo inabarcable. Me parece que en esto se detecta gran parte de la esencia berlinesa, del temperamento y la forma de comportarse de sus gentes. Es realmente sorprendente la libertad que se le concede al ciudadano, al individuo, la ausencia de prohibiciones y mecanismos visibles de control. La administración confía en las personas y éstas entre sí, como elementos de una cadena de montaje. Tengo la sensación de que esto sería imposible en España. Puede que paguen unos impuestos importantes, pero parece que inviertan en libertad, no en ataduras. Desde aquí produce verdadera lástima la actitud condescendiente, paternalista y en el fondo seudofascista del Estado en su voluntad de controlar aspectos cada vez más íntimos y personales del individuo. Andrés me discute que eso es un tópico, que si en España dejaran usar los parques como aquí, ir con bebidas en la calle, en fin, si desapareciera la presión coercitiva, la gente se comportaría con la misma tranquilidad y mansedumbre. Yo insisto en dudarlo. No tiene tanto que ver con lo que te permitan o no hacer. Es más una forma de ser, algo que se lleva en la sangre y que se destila en la educación, por ejemplo, como en tantas otras formas de influencia. El sol nos quema a todos por igual, pero algunos compran protectores y otros compramos aftersun. Es cuestión de temperamento, en este caso de temperamento nacional o cívico. Berlín es la ciudad de las oportunidades porque tiene una administración que trabaja para desaparecer, para pasar inadvertida, para que esté, funcione, sirva, que procure un marco, pero que actúe desde la sombra, sin significarse, sin que se le vea salir de tu casa como un ladrón por la ventana. Todo lo que me habían contado de Berlín en cuanto a ciudad tranquila, pacífica, mansa, aunque llena de energía, de locura, de terreno para la improvisación y el desenfreno, está resultando cierta. Lo cual sólo quiere decir que estoy visitando los mismo sitios que visitan otros turistas, no que el verdadero Berlín o mejor dicho, todo Berlín, sea así. Ya tenemos bastante con lo que entra en los mapas desplegables. La conversación degenera y en un momento dado ya no sé muy bien de qué estamos hablando.

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La vuelta a casa ha sido de video. Fran en su bicicleta, yo montado detrás pero como las mujeres en los caballos, ponemos en cuestión eso de que Berlín es absolutamente plana.

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