viernes, 25 de junio de 2010

Diario de viaje (y III)


20 de junio

Me he despertado tarde y me aseo con prisa, como si tuviera a alguien esperándome en la calle. Una vez abajo, camino el tramo acostumbrado hasta el tranvía, lo cojo sin percatarme ya de la ilegalidad subyacente y bajo tres paradas más adelante, una vez comprobado que la pastelería/cafetería de ayer está abierta. Me apetece volver a desayunar en este sitio, pero hoy escojo la terraza. Decisión absurda. Es una mañana fría, desapacible, el cielo, enfurruñado, resacoso, amenaza lluvia. La rubicunda alemanota hoy no ha querido entenderme y me sirve un café americano tamaño bañera. Al segundo sorbo siento que algo sucede en mis tripas. En efecto, es un desayuno purgante que me produce retortijones mientras escribo en la libreta los acontecimientos que ayer no tuve tiempo de anotar. Pasan familias, abuelos con bastón y rostros arios, caminando hacia un nuevo mañana. No sé muy bien qué hacer. El café me pone en un estado tal de excitación y nerviosismo que sería capaz de ponerme en una esquina a bailar claqué. Opto por ir a la exposición de Frida Kahlo. Sé que para cuando llegue al museo será como poco la una de la tarde, pero no hago caso porque Berlín es un reloj de arena que se me escurre imparablemente. Tampoco estoy seguro de que el museo esté abierto. Recuerdo que los domingos en Estocolmo eran, más que los días del señor, las noches de Walpurgis, sin un alma en la calle, establecimientos cerrados, ambiente de bombardeo aéreo. Estudio el mapa buscando opciones. Esta tarde he quedado con Fran en Prenzlauer Berg, por tanto esa zona queda descartada para la mañana. Esta ciudad es tan agotadoramente extensa que las distancias amedrantan a cualquiera que pretenda esbozar planes de vagabundeo azaroso. Hay que ir a un sitio en concreto. La razón y los intestinos me aconsejan que no vaya hasta el Museo Martin-Gropius-Bau, porque saben que en cuanto vea la cola me daré media vuelta y estaré atrapado en una zona particularmente insípida de la ciudad. Pero si coincide que la cola no es tanta y veo la exposición puede ser una gran cosa. Recuerdo con añoranza y un regusto de placer la expo de Edward Hopper con la que coincidimos en Roma, la sensación maravillosa de haberla visto. ¡Ah, Roma, coqueta y aprehensible, humanamente manejable!; comparada con esta monstruosidad expansiva, inabarcable, mareante, que se resiste a toda domesticación… Las venas de mi cuerpo saben que se están enamorando.

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En la cola para la expo de Frida. Silbo las melodías de Elliot Goldenthal para la película. La gente me mira. Llevo más de media hora y todavía no he alcanzado el edificio. No sé de dónde saco la paciencia. Drástica deserción de tres grupos seguidos que me precedían, el avance me da fuerzas. Observo que han eliminado la bandera gay que ondeaba ayer junto a la de Alemania y a la de Europa. Esta gente es de una meticulosidad desasosegante. Qué maravilla de cola, por otra parte. Uno puede relajarse, separarse de la estricta fila vertical para reposar sobre una piedra o un coche sin que por ello corra peligro su puesto. Si tuviera una cesta de mimbre con emparedados y manzanas las repartiría entre mis vecinos de cola, por el puro instinto de solidaridad que me inspira el respeto, el orden, la educación de esta gente, alemana y no alemana. Cuando alguno se marcha desesperado me da casi hasta pena. Alcanzo el edificio 40 minutos después de haber llegado. Todavía nos queda ascender la pasarela. La lentitud es planetaria. Cuando llego finalmente a la puerta, el funcionario que restringe la entrada corta el flujo justo antes de mí. Quedo el primero de la siguiente tanda. En ese momento surge Luis, un conocido reciente, integrante del colectivo audiovisual Los Hijos. Viene a ver la otra gran exposición, dedicada a Olafur Eliasson, un artista especializado en instalaciones ambientales. Le digo que si me da tiempo le echaré un vistazo. Entra tan ufano porque no hay cola para lo suyo.

Paso franco. Mis ojos no dan crédito. Hay otra cola en forma de serpiente zigzagueante a lo largo del hall circular que empieza en las escaleras de subida al segundo piso. Allí, sobre el primer escalón, hay un alemán de baja estatura pero fornido y con cara de hermano siamés de los que forman pareja de forzudos en el circo, controlando el acceso al piso superior. Miro hacia arriba y veo, santo Dios, otra cola rodeando la barandilla. Arrastro los pies y el alma hasta otra cola, la de las entradas. Decido comer algo antes de someterme a quién sabe si otra hora y media de espera. La gente está sonriente, conforme, indolente, es absolutamente incomprensible. Me pregunto qué harían en caso de alarma nuclear. Compruebo, antes de hacer mutis por el restaurante, que la primera de las colas me la hubiera podido ahorrar entrando por la puerta de la exposición de Eliasson. Suelto el primer exabrupto contra el sentido del orden y el civismo de este pueblo de burócratas.

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La exposición de Frida Kahlo me gusta y me sorprende. No es tan completa como imaginaba, faltan muchos de sus oleos más grandes (me informa Fran que algunos son propiedad de Madonna y no los ha querido ceder para la ocasión), pero sin embargo está impecablemente montada y explicada (oh, sorpresa). Prácticamente todas las obras van acompañadas por un panel donde se analiza la compleja simbología aplicada, lo cual es muy de agradecer. Esta mujer es un caso sorprendente de voluntarismo y dependencia, de libertad e idiotez. Pestañeo sobrecogido ante la pantalla donde se van visionando las páginas de su diario, un totum revolutum de grafías y dibujos, palabras repetidas incansablemente, trazos de loca, mensajes desquiciados, sueños de liberación, dolor, flagelación y consunción. Se me ponen literalmente los pelos de punta. Cada diez o quince cuadros me devoraba la tentación de volver sobre mis pasos a contemplar alguno de los retratos de Diego Rivera, tratando de entender qué es lo que este hombre de aspecto tan cafre podía llegar a proporcionar que fuera tan devastadoramente imprescindible a una mujer aparentemente tan fuerte y autónoma, e incluso tan cósmicamente desvalida. Los autorretratos de Frida, sus fantasmales metamorfosis, son de alguna manera un antecedente de muchos artistas del performance, por esa manera de utilizar su propio cuerpo, de deformarlo, ultrajarlo, travestirlo o codificarlo. Las naturalezas muertas que en el fondo son autorretratos me llegan a emocionar. Lo menos interesante, de alguna manera, es cierta complacencia apreciable, curiosamente, tanto al principio (perdonable) como al final (inevitable) de su carrera, así como su pretensión de formar parte de cierta clase de intelectual al servicio del proletariado. Frida es una artista que habla exclusivamente sobre ella y es desde ella que puede resultar fascinante para los demás. Una vida perra, dolorosamente inmediata a lo más glorioso, analizada, troceada, masticada y regurgitada en cuadros de una honestidad a veces escalofriante. Me recuerda mucho a Schiele. Ardo en deseos de ver una exposición completa de Schiele, el sueño artístico de mi vida adulta (junto con el de visitar la capilla decorada por Rothko), otro artista de la autolisis que pintaba con los extremos supurantes de sus venas. (Nota marginal: durante varias salas soy perseguido por un leatherman escuálido, puro pellejo, completamente vestido de negro, que parece recién salido del Panorama Bar. Me lanza miradas vitriólicas que se las arreglan para hacerme ver lo que parece estar imaginando: a un servidor atado en un potro de tortura. He pasado aquí, entre pitos y flautas, cinco horas como cinco soles).

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Prenzlauer Berg. Venimos al Mauer Park. Aquí se hace un mercadillo multitudinario todos los domingos. Cuando llegamos ya han empezado a recoger los puestos. Cientos de personas, tal vez un millar y pico, la mayoría de ellas sentada en un anfiteatro en torno a un karaoke casero que un inglés viene montando en este lugar desde hace un año; primero sin apenas éxito de convocatoria, desde hace unos meses se ha convertido en un punto de reunión, una visita ineludible. Carlos, el amigo de Fran, llama a este parque el Grijander-Mauer, debido a la masiva presencia de españoles. Corroboro que el sobrenombre está muy bien puesto. A lo largo de las campas hay grupos de personas sentadas, bebiendo relajadamente, parejitas envidiables, padres con sus niños, recolectores de botellas de cerveza vacías, practicantes de gimnasias milenarias y sin embargo alternativas, fotógrafos, artistas del hambre. Esplendor en la hierba. El sol hace sus apariciones de vez en cuando, tímido pero potente. Nos acercamos al karaoke una canción y media antes de que termine. Desgraciadamente somos testigos de una tumultuosa interpretación del “Aserejé”, coreografía incluida. Los pocos autóctonos aquí presentes la gozan como niños. Poco a poco se va vaciando el anfiteatro. En un momento dado, oímos un ruido sordo a nuestras espaldas, seguido de gritos y cierta conmoción. Un tipo se ha abierto la cabeza bajando las escaleras que forman las gradas. Está borracho como una cuba. El inglés encargado del karaoke pide un médico por el micrófono y no tarda en acudir un rubio de rizos, un Jack de los que no faltan en ningún lugar. El hombre corre a taponar las heridas, importantes y por las que el pobre tipo sangra aparatosamente. Cinco minutos más tarde ha llegado una ambulancia y los sanitarios atienden al herido que parece haberse despertado porque reacciona a los comentarios un poco jocosos del médico improvisado y de las personas que lo rodean. Una chica que había estado bailando y fumándose un majestuoso porro ayuda ahora sujetando en lo alto la bolsa del suero. A mí me ha dado por mirar en la cabeza del accidentado y he visto un material blanquecino saliendo de un costado. Ha resultado ser un kleenex pero he estado a punto de perder el conocimiento.

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Relajados viendo la puesta de sol. No nos hemos movido del anfiteatro. Al rato de haberse marchado el inglés del karaoke, llega un grupo de jóvenes alemanes y empiezan a montar el tinglado para la proyección de una película. Despliegan una sábana que sujetan a un soporte más alto que ancho, encienden un proyector y lo conectan al ordenador y a un bafle. El director de la película agarra un micrófono y se pone a explicar que lo que vamos a ver es un documental grabado en Hamburgo. Es todo lo que consigo entender. Aprovechando el momento me voy con Carlos en busca de pitanza y bebidas. Caminando hacia la salida del parque pasamos por las campas ahora ya casi vacías, con las estructuras metálicas de los puestos del mercadillo expuestas contra un fondo de hierba pisada y todo tipo de suciedad. En el horizonte, la torre de Alexanderplatz y en primer término buscadores de objetos sorprendentemente utilizables entre las basuras acumuladas. Damos con un garito muy bien montado donde una austríaca deliciosa me vende una especie de focaccia u hojaldre típico de su país relleno de puerros, berenjena, carne y quién sabe cuántas cosas más. Decir que está deliciosa, a estas horas de la tarde y con todo lo que llevamos encima, es poco. Compramos bebidas a precio de saldo y volvemos. En el camino nos encontramos con los sonidos de una fiestaza proveniente de un barracón atestado a medio kilómetro de distancia. Está claro que tenemos que ir allí. Más cerca del anfiteatro, dos tipos, uno con una guitarra y el otro con un micrófono, acaban de empezar un conciertillo al que atienden una veintena de personas diseminadas por los prados circundantes. Hacen una mezcla de funky, hip-hop y rock que me deja con la boca abierta. Corremos a donde los demás a decirles que se olviden del documental hamburgués. Entre el público hay un punki auténtico que reacciona con insultos y aspavientos a las declaraciones de algunos de los entrevistados. Es sorprendente la capacidad de esta gente de hacer cosas, de organizar eventos alternativos. Puede que no lleguen a mucho público, pero aquí están, proyectando su puñetera película, experimentando la reacción directa del público, de un tipo de público ideal, además, el público improvisado, el que no esperaba estar viendo esto en este momento, el que decide “coño, me quedo”. Empiezo a darme cuenta de que estoy un poco borracho y que todo me parece bello e imprescindible.

Nos sentamos Carlos, Fran y yo frente a los músicos espontáneos que ahora ya son tres. Se les ha añadido otro cantante. Está anocheciendo. Los músicos, situados bajo un árbol alto y frondoso. Detrás, la media esfera de la luna, palpitante, desvergonzadamente poética, lo que faltaba. Poco a poco, personas que pasaban de un lado a otro del parque se van parando junto a nosotros, los que escuchaban la música desde lejos optan por acercarse, se van reuniendo treinta, cincuenta personas, apenas hay luz y bailamos, bailamos sin percatarnos de la hora, del lugar, de las razones. Es lo más parecido a nadar en pelotas que se puede hacer en un parque, un domingo por la noche. Carlos va a por más cervezas y compra unas para los músicos. Nos los metemos en el bolsillo. Hacen una versión de Radiohead que nos pone la sangre en ebullición. Somos una masa innumerable de sombras oscilando sobre nuestros pies, bebiendo del placer que intuimos en el rostro de nuestro vecino, una perfecta desconocida, un chico alto y desgarbado, una pareja de cuarentones que no han podido evitar bajar de la bici y quedarse. De pronto alguien alerta de que viene la policía. Me sorprende y miro a ambos lados de la carretera. A lo lejos, las luces de un coche se van aproximando a una velocidad mínima. La policía, que por lo que he visto bien podría haber sido un coche fúnebre o un repartidos de panecillos, pasa al cabo de dos minutos, durante los cuales todos nos hemos callado haciendo como que casualmente andábamos por allí. Alguno que otro silba el viejo “tema del disimulo”. El coche pasa de largo y la música vuelve a sonar. Así es la presencia policial. Cuando termina el concierto hablamos con los músicos. Se hacen llamar “Bordstein Pirañas”. La voz cantante, el beat box del grupo, es un alemán de padres argentinos; el guitarrista, alemán, y el otro tipo, al que no conocían hasta hoy, un jovencísimo polaco trotamundos que dice venirse a España en breve. Hablamos durante un buen rato y les felicitamos por lo que hacen. Nos pasamos nuestros datos y prometemos seguir en contacto.

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La noche continuó por esos fueros. Primero intentamos encontrar el fiestón que Carlos y yo habíamos entrevisto en la lejanía. Dejándonos guiar por los oídos intuimos un bombeo rítmico a cierta distancia. Atravesamos un barrizal indescriptible, un paraje desolado donde sólo se distinguen las sombras más oscuras de los puestos del mercado. La luna como única fuente de luz. Cuando nos acercamos vemos que un grupo de personas están oyendo música y terminando las últimas existencias líquidas. Es una casa abandonada con una verja ridícula acotando el terreno. Hay un frigorífico abierto perfectamente vacío. No nos miran del todo bien y entendemos que ha debido ser una fiesta privada. Nos damos media vuelta, ellos se lo pierden. Ya en las calles, vamos a un garito donde una veintena de tíos y tías juegan al ping pong en grupo, haciendo un círculo en torno a la mesa, en rondas eliminatorias que terminan cuando sólo quedan dos y deben enfrentarse uno al otro. Hay un espléndido DJ al que nadie parece hacer caso. Nos sentamos en una esquina. A estas alturas de la película he dejado de sorprenderme.


21 de junio

Está muy bien esto de volver en un vuelo de por la tarde. Madrugar después de noches como la de ayer, agarrar la maleta y empaquetarse hasta el aeropuerto a plena mañana es una perspectiva espantosa. Tengo medio día para ir despidiéndome, despresurizándome. Acompaño a Fran a su facultad y me doy un paseo por las instalaciones. Parece el set de rodaje de “The Office”. A las clases no se puede entrar con comida ni bebida. Yo paseo por los pasillos chuperreteando mi café con leche y tengo una pinta de repetidor que tumbo. A continuación paseo por el edificio central de la Universidad de Humboldt, tratando de imaginar qué es lo que uno debe sentir estudiando aquí y llorando patéticamente al compararlo con mis entrañables experiencias entre jesuitas descafeinados. Llego a Unter den Linden con unos ánimos sorprendentes de tragarme todo lo oficialmente turístico que hasta ahora he evitado. Se ve que no me quiero ir. Pero deambulo un poco absurdamente. Entro en edificios sin saber qué son y salgo de ellos sin haberlo adivinado, saco fotos a estatuas anónimas, me siento frente al conjunto de museos que forman el Nuen, el Alten y el Pérgamo, me fumo un cigarro señorial, escribo en la libreta, esquivo españoles que me preguntan cosas en inglés y hago como que no entiendo o no sé. Está claro que no quiero volver. Busco desesperadamente la Biblioteca Sumergida y no la encuentro. Debe estar realmente sumergida. Lo dejo para otra ocasión.

El paseo por el río que me llevará hasta Oranienburgerstrasse es melancólico, de despedida, contra-reloj. Sé que volveré. O que haré lo posible por volver. Y ya no tendré esa presión por ver cosas de la que soy incapaz de sustraerme la primera vez que voy a cualquier sitio. Junto a la sinagoga hay una enorme casa de cultura dentro de un edificio bellísimo. Un chico checo que acarrea con bolsas y un gran contrabajo me pide ayuda para subir las escaleras de la entrada. Nunca había llevado un contrabajo. Le doy un buen golpe contra uno de los escalones. Le digo que es la primera vez que llevo un contrabajo y le pregunto si sabe en qué nota ha sonado el golpe. No le hace gracia. Además me resulta un poco sospechoso porque ningún músico dejaría que otro le llevara su instrumento. Vete a saber quién era y qué es lo que tramaba.

Cerca, encuentro un pasadizo hacia un patio interior que resulta ser doble, el segundo más amplio, lleno de tiendas de ropa, libros y un restaurante. Se llama “Heckm. Höffe”. Una maravilla. Vengo al “Bar-Celona” a despedirme de Carlos. Ha sido magnífico conocerlo, a él y a tantos otros integrantes del grupo de conocidos españoles de Fran, a sus amigos alemanes, a la familia chilena del domingo, cuya vinculación con el resto nunca llegué a tener muy claro. Todos se han portado con una amabilidad total, desbordante. Ver a Cristina ha sido especialmente hermoso. Le digo a Carlos que quiero hincharme a comida bávara. Me recomienda un sencillo Gambrinus muy cercano donde sirven un eisbein (codillo) con sauerkraut que no se lo salta un gitano. El dueño del “Bar-Celona”, un alemán increíblemente parecido a Bigas Luna, me mira de arriba abajo y me advierte de que es un plato gigantesco, demoledor. Voy. A pesar de que Carlos me ha escrito el nombre del plato en un papel no soy capaz de encontrarlo en el menú y opto por preguntar a la camarera. Me dice que no tienen codillo hoy. Mierda. Pero a continuación me plantea sus dudas sobre si hubiera sido capaz realmente de comérmelo. Le digo que no me conoce bien y ya que estamos le pido por favor que me sugiera algo, tratando, a ser posible, de ignorar mi tamaño. Acabo comiendo una hamburguesa exquisita, de carne sabrosísima, mullida, como una hogaza, acompañada por insípidas verduras y una salsa al estilo barbacoa que figura entre las mejores que he probado. Me paso con las cervezas y camino hasta el punto donde voy a despedirme de Fran ligera o sensible y quizá hasta visiblemente afectado.

Nos fundimos en un abrazo de los que pretenden decir muchas cosas. Nos vamos a ver pronto pero no es tanto eso como el agradecimiento lo que uno intenta expresar. Ahí lo dejo, en su vida, yendo a ver el partido de España contra Honduras y antes a un concierto de los mismos tipos del domingo en el Mauer. Hoy es el día de la Música. Aunque tengo toda la intención del mundo de comprar esta vez el billete, ahora que entiendo que el tren que lleva hasta el aeropuerto pertenece al S-Bahn, tan familiar ya para mí, decido correr un último riesgo. En el camino hasta Schönefeld el tren pasa por zonas residenciales y especialmente boscosas. No hay una ruptura clara entre el núcleo urbano y estas afueras. En las distintas paradas se van subiendo y bajando especímenes menos cosmopolitas de teutón. Berlín como hiato. A Berlín la hacen sus gentes, las gentes que en ella viven. Ciudad mastodóntica de aspecto pueblerino, manso, equilibrado y serio, esconde la demencia en esquinas imprevistas, bulle, incita, tienta a espirales enigmáticas, y al mismo tiempo ordena, estructura, centra.

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Preciosas escenas folklóricas en el aeropuerto a cargo, primero, de los trabajadores de EasyJet y después de los camareros de la cafetería más fabulosamente cara que he visto en mi vida. Expeditivos, tensos, brutales, inmisericordes con los problemas idiomáticos. Me niego a guardar mi bolso de mano en mi maleta de mano. No quiero enseñar los calzoncillos usados cada vez que me apetece un chicle. Me muero por fumar pero en este aeropuerto no existe zona de fumadores. El regreso es sólo un estado físico.

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