miércoles, 17 de marzo de 2010

Romeo

Julieta era rizosa y nulípara. Me enamoré un poco de Julieta. Julieta era delgada y ciega, pesada e instantánea, como una carcajada quieta, como una ciénaga oliente y helada. Quizá como una jaqueca de humo o un dolor ignoto y heredado. No sé cómo era Julieta ni creo que vaya a saber explicarla. Me gustaría poder pintarla, pero no sé dibujar. Ni hablar de bustos ni samotracias, el barro es sólo barro en mis manos, el mármol una mesa y el bronce una olimpiada de medallas y saltos de pértiga. ¿Qué notas, qué corcheas, podrían cantarla? ¿Cómo escribir un poema de Julieta, a Julieta en poema? Las películas son caras y frustrantes, yo no sé hacerlas. Me siento a escribir cómo era Julieta, antes de que mi vergüenza ajena vuelva a mí y borre lo escrito o lo vacíe en la papelera. Me siento a describir a Julieta y la siento a mi lado (siéntate, Julieta), frente a mí, detrás, como una bolsa omniótica segunda y total.

Un punto y aparte es como empezar un nuevo día. La frase nace suelta, virgen, recién duchada. Con un poco de suerte aguanta dos, tres líneas sin desfallecer. Pero pronto cae, pierde frescura, se pudre y huele a ayer, al párrafo de arriba. Julieta era. ¿Cómo, quién, qué era Julieta? Rizosa y nulípara, decía. Su melena de madre moderna, su vientre ocioso y de felpa. Tenía manos, dientes, soltura en la mirada. Un codo terso y el otro reseco, dos mejillas, un coño azul por temporadas, un peluquero idiota y una infancia atroz. Dos pies pequeños, dos botas altas, gafas de sol, el llavero como un aro nupcial, casada con su casa, tardé mucho en ver su casa, en saber cómo y dónde vivía. Tardé mucho en saber todo sobre Julieta. Julieta quería una hija y sólo criaba predictors negantes, sábanas sucias, polvos de arroz y de fin de semana. Sus amantes, olvidados, soñados, inventados, inventariados una tarde de domingo, sus novios, sus novias, la masturbación de la mañana, la voracidad en el habla, la rigidez en la despedida, Julieta era un animal de costumbres que arañaba el lunes con bostezos cósmicos y andaba por la semana como el gato que maúlla por el pasillo. No, me estoy alejando de Julieta, no era así, ¿cómo era? La pierdo entre líneas, se descose y difumina, como cuando perdía el habla y la consciencia, a tres centímetros de una calada, boquiabierta, atrapada en quién sabe qué crucigramas de recuerdos, lianas o rayuelas.

Errática Julieta, confusa como un tornado descalzo, sus patas de perrita niña, de calcetín con dedos, sus andares de mujer segura en el desbarre y un poco falsa. Quería ser madre a los treinta, tener una niña y llamarla Julieta, hay pocas Julietas, amor, Julietas hay pocas, y como yo ninguna. Decía. Eran sus palabras post-sexuales, sus auroras endecasílabas, sus poemas al alba después del orgasmo, un orgasmo largo y fingido, culto y loco, vaginal y clitoriano. Eso no existe Julieta, pues te equivocas rey, vaya si te equivocas. Era una mujer de mañanas raras, recosidas con la noche y sus estrellas estrelladas, de largos cafés cortos de leche, de lecturas sobre la cama, una mujer de plano y contraplano, sin raccord de rímel ni ilusiones vanas por las que hay quien pierde la vida.

Julieta se compró un perro que murió atropellado por una noche que se dio a la fuga. Muerto, le bautizó, claro, Romeo, como el coche de dueño caro y jurisconsulto que aplastó su cráneo. Al morir Romeo, bestia absurda, Julieta lloraba nutriendo de células muertas la inagotable hambruna de las almohadas. ¿Qué sombra perseguía su ansia de dolor, qué excusa, qué coartada? A veces temblaba (tengo frío), a veces sudaba o dudaba, ordenaba la habitación, regaba los geranios, reía (poco o mucho, sin voz, epiléptica), roía, le gustaba decir palabras sueltas, como perlas o dardos finos, saborear las sílabas como saliva, dormir a deshoras, planchar desnuda la ropa que se iba poniendo pieza a pieza, marcaba números de teléfono en círculos de aire que yo penetraba de humo rompiente, me amaba o eso decía cuando no sabía decir otra cosa. Julieta tenía dos ojos diferentes, una nariz torcida que olisqueaba el azufre de los días, un catálogo de manías y un teclado sin negras. Amé, creo, a Julieta, en la sístole y en la diástole, dormí en ella todas las noches gélidas, Julieta por sus abrazos, Julieta de mis pecados, Julieta en coágulos racionados, en sobres y en pastillas. Nunca fui más yo mismo que cuando Julieta me borraba de besos y electrodos. Me volvía guante, calcetín, saco sin fondo, y ella hurgaba en mí como la mano inocente del concurso, sin buscar algo, sin hallar nada, encalando con su leche materna mi creciente vastedad de caverna, a cada vertido, a cada hoguera, en la que aceptaba morir siempre un poco más, por llegar hasta ella, donde estuviera, flotante y lejana o clavada en mí, como un árbol asombrado de darme sombra, cobijándome de ramas muertas y nudosas, petrificada Julieta.

Hoy la recuerdo desde esta alcoba ajena, blanca, sin horas ni macetas, iluminada de un sol que no cesa, que me inyecta picores en vena que traen y llevan señoritas silenciosas, obedientes a los calvos con bata blanca que buscan algo en mis pupilas, algo que cae de ellas y se pierde por circuitos de arterias, y a veces la esperan en controles de muñeca, con dos dedos en cuña taponando la huída, pero es más lista que ellos y se fuga por las piernas, o vuelve a mi cabeza, y hoy creo que ese algo es Julieta, carcoma, roedora, nube de langostas que me va mordiendo, consumiendo, Julieta huída, dicen que muerta.

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