lunes, 8 de marzo de 2010

Pálpitos


Llevaba un tiempo notándolo pero no se lo tomó en serio hasta que ocurrió lo del semáforo. La mirada más que perdida, aturdida, como dando saltos entre borrones de sueño y destellos abrasivos, las manos en los bolsillos junto con las llaves, el móvil y las ganas de fumar, los pasos regulares pero levemente extenuados, caminaba madrugador pensando en sí mismo, como el cristal de una botella vacía da inútilmente la vuelta a su circunferencia. Se detuvo en un paso de cebra junto a un grupo de espaldas obedientes al muñeco de luz roja. Pasaban los coches en ambas direcciones como órdenes y contraórdenes urgentes o malos pensamientos contradictorios. De pronto el corazón palpitó con desesperación, retumbando en las oquedades de su cuerpo, queriendo salir de su acomodo, pataleando borbotones de sangre como un náufrago que no sabe nadar. Trastabilleó y quedó cómicamente sujeto a una farola. La luz cambió a verde y las espaldas se convirtieron en pechos que lo esquivaban e incluso maldecían por entorpecerles el paso, tenso, sudoroso, clavado como estaba, en el borde mismo de la acera. Más tarde recordó haber mirado hacia los edificios, buscando los letreros que daban nombres y apellidos a la intersección, por recordar con exactitud, no se sabe si pensó el cuándo ni el cómo, el lugar donde había muerto. Pero no murió. El corazón decidió resistir o pareció quedar convencido ante las razones de la inercia o el decoro, siguió palpitando cada vez más relajadamente, volviendo a la normalidad, como dicen los metereólogos, si bien él sabía que no existía tal cosa, sino sólo un pasillo largo que atravesar calzado con zapatillas demasiado estrechas y esporádicas brisas reconstituyentes, metas volantes y refrigerios de poco o ningún provecho. Analizando con cierto temor el suceso, ya en la pecera de su oficina, dudó entre las diversas explicaciones que su razón era capaz de conjeturar, pero abandonó estos esfuerzos seudoanalíticos en cuanto empezó a sentir oleadas de réplicas de mucha menor intensidad pero que consiguieron neutralizarle como los gruñidos de un perro invisible oculto en la oscuridad de un callejón sin salida. Su afección se resistía a ser reducida con argumentos, reclamaba la duda, la ambigüedad, el desconcierto. Cuando volvió a casa se dejó abrigar por el rumor del baile de disfraces de la rutina, un constante zigzagueo de sombras y ruidos familiares que le hincharon el vacío y rasparon apenas el cristal de sus gafas de cerca, imbuído en la aparente lectura del manual del TDT, en realidad atrapado en un terreno de zozobra localizado en la doblez de las cuartillas que sujetaban dos lívidas grapas grises, como dos brazos de niño extenuados. Su hija debió de preguntarle varias cosas y su mujer decidió experimentar con el contrapunto solicitando, recordando, reafirmando, infiriendo y entrecomillando vocales y consonantes que después, ya sólo, hizo el esfuerzo de reordenar. Pero era inútil: pertinaz como los cables de aquella cosa maldita que relampagueaba insultantes intermitencias, su cerebro se deshacía en un licor viscoso que chorreaba hasta una bandeja de enfermera llena de asépticos instrumentos quirúrgicos, siluetas de sí mismo en su niñez recortadas expertamente de viejas fotos familiares, matojos de algodón y dos o tres figuritas de cerámica de las que su suegra adoraba regalar. Tales visiones fueron desapareciendo a fuerza de tragos de whisky, porque a eso de las ocho de la tarde Jacinto ya había decidido convertirse en un personaje de novela americana. Para cuando regresó la niña de la clase de solfeo él estaba irremediable, tétrica y endurecidamente borracho, empecinado en la quietud total de su cuerpo y en la regularidad de su respiración, pensando en un compás de vals al son del cual bailaban sus glóbulos rojos, adormilando y anestesiando las pezuñas del tumor que inevitablemente imaginaba ya adueñándose de una cada vez mayor parte de sí. Apenas había luz en el salón y así se lo hizo ver su hija, esa pequeña idiota que ni siquiera en momentos tan luctuosos era capaz de cambiar su insoportable timbre de voz, ratonil, rechinante, como la del sacapuntas arrastrado por el encerado. ¿Cuánto tiempo le quedaría de vida? Cogió las llaves del coche y cerró con un portazo deseando haber dejado abierta la llave del gas (llave de gas que no existía en su apartamento de tres habitaciones, dos baños, uno amplio con ducha y otro pequeño con bañera, calefacción central y todo tipo de aparatos eléctricos destinados a la cultura y el ocio). Abandonó el coche en algún lugar, caminó por las calles comprobando qué poco se parecían éstas a las que había inconscientemente imaginado mientras conducía muy pegado al volante y tratando de controlar su respiración. No había bares de aspecto conspícuo, con letreros de neón y puertas con mirilla, no salía humo de los rejillas del metro, ni soplaba el viento que hubiera debido arrastrar hojas de periódico y desperdicios de inmundicias. Seguido por su propia sombra intermitente, alargada y retirada hacia la izquierda como un doble no muy convencido o una esposa musulmana, creyó ver en ella la distancia que existía entre él y la imagen que de sí mismo había inconscientemente confeccionado a lo largo de años y años de distraída autodestrucción. Tuvo que detenerse en otro paso de cebra porque un claxon furioso acertó con el dardo preciso en la vértebra indicada. Respiraba con dificultad, el corazón brincaba, coceaba contra su pecho, le fallaban las piernas y quiso tumbarse en el suelo, sobre la acera sucia y húmeda, entre los pocos zapatos de tacón que mujeres anónimas habían plantado allí mismo como palos de telégrafo sin hilos, resbalar paralelamente a las carreteras hasta encontrar la entrada a la alcantarilla, verterse hacia sus profundidades y desaparecer en la explosión definitiva, morir como el eco de un petardo en las naves de una iglesia. Pero en lugar de esto lo que hizo fue respetar los colores, avanzar cuando el verde así se lo indicó, reconocer la calle a la que había llegado y detenerse poco a poco, frenando como la locomotora que imaginaba ser cuando aún era un niño con destino maleable, hermano mayor y dos padres incapaces de escrutarle las intenciones. Osea que era esto, de modo que aquél era el motivo. Cerca, a diez metros, detrás de la siguiente esquina, estaba o debía seguir estando la casa donde fue feliz tan prolongadamente. Hacía años de aquello, ya casi nunca la recordaba. Había sido feliz con ella, cuando la vida era paredes vacías a la espera de todos los cuadros del mundo y cuando hacer una tortilla y comerla en el suelo del salón suponía la mayor aventura. Después llegó la obligación de separar las basuras, el silencio en forma de espaldas que rara vez se giraban, los encuentros en las escaleras del portal, él subiendo y ella bajando o viceversa, la aparición de grietas en el techo del dormitorio y la obstrucción de las cañerías. Jacinto no se había dado cuenta pero regresaba ya directamente hacia su coche, aunque de habérselo preguntado entonces no hubiera sabido contestar dónde estaba. Acertaba el camino porque no era consciente de haberlo emprendido. Se estaba convenciendo de que toda su angustia respondía a una melancolía mal digerida. Ya casi había logrado creer firmemente en el poder maquiavélico del cerebro y sus maneras subrepticias de tocar las teclas indebidas en los momentos más inoportunos. Vislumbró su hogar, convenientemente habitado. Pero no le dió tiempo a más. El coche lo lanzaba hacia el cielo, giró casi por completo y su nuca crujió contra el asfalto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario