sábado, 5 de diciembre de 2009

La manera


Hay quien cree que la vida está escrita en las arrugas de la mano, en ese mapa de carreteras, caprichoso y un poco absurdo, que tenemos dibujado en la palma como la chuleta de una Tierra Media cronológica. Reconozco que puede ser hasta bonito imaginar que la naturaleza nos haya favorecido con una guía de viaje tan a mano, una especie de gps genético que cabe en el bolsillo, a donde miramos cada vez que no sabemos si tirar a la derecha o a la izquierda. Espera que lo miro. Dicen que ahí viene todo, los amores, la familia, las esperanzas, la duración y sus contingencias. También puede ser un buen compañero de viaje, si sabemos leer lo que dice, podríamos amenizar un largo viaje en tren leyéndonos nuestras manos o las de otros, a ver qué dice la suya, permítame, no, la izquierda primero. Hay quien cruza estepas en transportes llenos de bostezos repasando la agenda de contactos del móvil, que es como hacer inventario de quién te va quedando en el mundo, y yo podría ir leyendo mi mano, mitad poema muy leído y mitad lista de la compra, lo pasado y lo porvenir, pero no un porvenir abierto, de horizonte, sino como un manual de instrucciones del IKEA, las directrices de lo que tienes que ir pensando en hacer para que la biografía esté a la altura del diseño de la mano.

Iba pensando en estas cosas y van y me leen la mano. La sujetaron con un sistema de dedos mullidos y enfermeros y la dejé muerta convencido, por un momento, de la medicina alternativa. Me dijeron cosas curiosas, algunas nada tenían que ver conmigo, otras ya lo quisiera. Y entre lo que no reconoces como tuyo y lo que desearías que se cumpliera vas pensando que lo mejor de todo es el calor de esas manos recorriendo la tuya. Ahora la derecha, que tiene que confirmar o condicionar lo que dice la otra. La derecha oscurecía efectivamente algunas de las predicciones o lecturas que la izquierda, con esa querencia a lo diáfano y panfletario que tiene, auguraba nítidamente. No podemos confiar en una sola de nuestras manos, la otra es necesaria como contrapeso de la balanza, cuida de que no nos escoremos demasiado, lo que nos llevaría a remolinos autistas y quién sabe si a algún que otro leve naufragio. En definitiva, con ambas manos alternativamente levantadas hacia el intérprete de signos y líneas, como el lector que retoma un capítulo empezado y salta de una página a otra en busca del último párrafo conocido, un dedo mágico siguiendo a milímetros de distancia la recta fisura de las aspiraciones y el éxito, la falla de los grandes amores (dos, con mucha distancia entre uno y otro), el arco cuantitativo de la vida (que se fractura en dos llegado a un punto, como si mi nombre se pusiera una “prima” y ensayara otra existencia, para más tarde irse sumergiendo bajo la carne, como anegado de hospitales y paros cardíacos, hasta casi desaparecer por completo –muerte clínica, coma, breve visita al chalet de la inmortalidad-, y terminar con un último y profundo zapateado final, un epílogo radical, vehemente, ancho y malva, como un cráter de media luna; a qué corresponderá, los adioses a cada una de las cosas en mahleriana catalogación, la pausada y orgullosa recapitulación, dos o tres últimas orgías, la mejor de las novelas, la explosión centrípeta de una amistad, el nivel subcutáneo del Otro definitivo). Una mano lenguaraz, que desvela secretos con excesiva facilidad.

Resulta también que soy cáncer con ascendente géminis y el planeta que más me influye es Mercurio. Y todo esto yo no lo sabía. Ahora que lo sé tampoco me dice nada. La ascendencia géminis explica, dicen, esa rotunda cabezonería bipolar que me caracteriza, lunáticamente seguro, como buen inseguro enfermizo, ruedo por la pendiente arriba o abajo con la misma tenacidad, tan pronto soy el señor de los anillos como el príncipe de las tinieblas, escupo perlas o trago barro. Mercurio se lo debe de pasar bomba mientras ejerce esa influencia que no sé en qué consiste. Una vez, de niño, rompí un termómetro y el mercurio se escapó en chinchillas metálicas y rodantes diseminándose por el suelo, quizá esa experiencia marcó nuestro lazo, descubrí mi kriptonita. Hay dos marcas paralelas en el flanco derecho de mi mano izquierda, la primera es como una cicatriz, empieza y termina clara y secamente, como una losa que cae del cielo, insemina y se vuelve a marchar; la segunda se multiplica en réplicas sísmicas de menor intensidad en la escala Richter, paralelas y en fuga hacia la izquierda, como las ondas en el agua, qué significaba todo esto, qué prometía.

No hay como tener un buen libro y no saber el idioma. Mi vida a escala y en forma de árbol de enamorados, cubierto por heridas de cuchillo romántico y debutante, ahí, tan cerca, tan táctil, y sin embargo tan imposible de alterar, todo lo que moriremos por saber inciso en huellas de gorrión, estrellas níveas, estelas de patín gelicortante.

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