miércoles, 11 de noviembre de 2009

La ventisca plumífera (Notas del absurdo I)


Qué vergüenza madre leer el anterior post, delirios de grandeza, prólogos pautadores de mierda. Todo es lo mismo, eterna rueda rodante, tuneladora que a saber qué nuevos agujeros me está practicando sibilina y lubricante. En algún lugar hay un interruptor, lo sé porque lo vi cuando era de día, pero dónde, coño, dónde. Emprender la jornada, comprar el pan, buscar un hueco que se parezca a mi cuerpo en almohadas del Zara Home, perder un autobús, acariciar la tecla definitiva y no llegar a pulsarla, hablar con los animales y los niños, torcer el cuello hasta el chasquido de la decencia, trascender los muros de los edificios y plantarme en sus oficinas, en sus hogares, ser ésos que veo, proyectar, proyectar, retroproyectar, hacer del pasado un libro de cuentos, saltarte los aburridos y subrayar los instructivos, vivir como un rotulador fluorescente, perdiendo la punta en deshilaches, rozamientos, choques frontales, y esa saliva azul de bolígrafo barato que se queda impregnado y con el que vas manchando tus manuscritos, elegir el olor a rosas o a lavanda para el ambientador en un chino con poca luz y pasillos estrechos, comprobar que ambos huelen a lo mismo, reflejarme en cristales que no saben nada de mí, pensar, imaginar, idear, bocetar, proyectar, de nuevo, ya estamos otra vez con lo mismo.

Cuando Lara está en casa el gato no me hace ni caso. Pero estos últimos días que ella ha estado trabajando y apenas ha venido al piso, había que ver al jodío bicho siguiendo todos mis movimientos desde atalayas que le encanta improvisar o acurrucado sobre la cama en actitud que puede parecer de reposo pero que en realidad es de espera, se sienta donde me siente yo, me maúlla para que le abra las ventanas y vuelve a llamarme cuando se cansa de pasear por los tejados y le apetece volver al calor del hogar, y yo vivo más pendiente del gato que de lo que hago, o casi haciéndolo para el gato, para que él me mire hacerlo y piense “mmm, qué co-dueño más interesante, que se pasa parte de la madrugada leyendo de un libro y apuntando cosas en otro más pequeño”. Cuando lo hace el gato no nos importa ser un segundo plato en toda regla, lo achacamos a su animalidad. Pero con las personas no pasa lo mismo. No entendemos la voluntad de independencia, la necesidad de abrirles las ventanas y de que salgan en plena noche a buscar otros rincones, otras caricias, a respirar más oxígeno, a dejar que el cuerpo se les vaya enfriando inmovilizados en lo alto de las chimeneas como gatos de veleta, olvidando los quehaceres, el hueco que se ha dejado en casa esperando a ser llenado, hartándose de clichés urbanos de noches lluviosas, cuando el bohemio se escapa de la manta y antes prefiere el frío que recular hacia el centro de la cama. O aunque las entendamos y las alentemos siempre nos producen un mínimo, insignificante cortocircuito, como el chispazo que echan algunos interruptores, que no llega a fundir la bombilla. Comprendemos porque esperamos que nos comprendan nuestra necesidad de creer en la autonomía, en la independencia de ese islote perfecto, cadencioso y aséptico que queremos ser. Pero a pesar de todo cuando el gato te hace un feo y te da la espalda olfateando los talones de su dueña, no puedes evitar recordar los buenos momentos que has vivido con su liviano cuerpecito en tu regazo y lo cerca que estuviste de creer que sus ojillos eran de verdadera satisfacción, que ronroneaba con sinceridad, imitando alentando con la cola el viaje en espiral de las volutas de humo de un cigarrillo de los que ya no me quedan.

Hay un mundo chillando al otro lado de la ventana. Lacruaquet. Urtiznerea. Margálaga. Catábasis. Lazos, cuerdas, nudos, pocos, míos, éstos. Proyectos, proyectos, proyectos. Sombras larguísimas sobre un muro lejano.

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