lunes, 9 de noviembre de 2009

De la brevedad de los relatos


En el capítulo 24 de "Rayuela", Cortázar pone en boca de Gregorovius, un personaje fantasioso e indescriptible, en mitad de una conversación normal, el siguiente relato corto camuflado:

"Hubo una época en que me dedicaba a estudiar a mi madre. Era en Herzegovina, hace mucho. Adgalle me fascinaba, insistía en llevar una peluca rubia cuando yo sabía muy bien que tenía el pelo negro. Nadie lo sabía en el castillo, nos habíamos instalado allí después de la muerte del conde Rosser. Cuando la interrogaba (yo tenía diez años apenas, era una época tan feliz) mi madre reía y me hacía jurar que jamás revelaría la verdad. Me impacientaba esa verdad que había que ocultar y que era más simple y hermosa que la peluca rubia. La peluca era una obra de arte, mi madre podía peinarse con toda naturalidad en presencia de la mucama sin que sospechara nada. Pero cuando se quedaba sola yo hubiera querido, no sabía bien por qué, estar escondido bajo un sofá o detrás de los cortinados violeta. Me decidí a hacer un agujero en la pared de la biblioteca, que daba al tocador de mi madre, trabajé de noche cuando me creían dormido. Así pude ver cómo Adgalle se quitaba la peluca rubia, se soltaba los cabellos negros que le daban un aire tan distinto, tan hermoso, y después se quitaba la otra peluca y aparecía la perfecta bola de billar, algo tan asqueroso que esa noche vomité gran parte del goulash en la almohada".

En esta narración de un recuerdo a todas luces falso, pero contado con esa ternura, esa sobria y a la vez muy efectista forma de distribuir los detalles, injertado como digo en una conversación que mantienen Gregorovius y la Maga, hay un ejemplo maravilloso de lo que debe ser el argumento de un buen cortometraje. Es una anécdota, extraña, maliciosa, inquietante, pero sirve para hablar de al menos dos personajes (el conde muerto y la mucama como comparsas aludibles), mostrando sólo la punta de sus icebergs, el niño fascinado por la operación falsificadora de su madre, convertida en un objeto de adoración y voyeurismo, y la madre calva, que construye una doble ficción (la peluca rubia sobre la peluca negra) y la desnuda cada noche en la soledad de su tocador, violada por un agujero en la pared y un ojo muy abierto. Finalmente, la decepción, sorprendente pero inevitable al mismo tiempo, como el despertar a la verdadera vida, esa construcción endeble de bellas mentiras a partir de tejidos monstruosos, cadavéricos. Lo tiene todo.

Y sin embargo me empeño en buscar unas historias que me fascinan por alguna forma de belleza en progresión, cuando hay una transformación o el desencadenamiento de imprevisibles emociones, como si en lugar de escoger un vagón en concreto optara por el tren dando una curva.

Mi trabajo sobre "La vida breve" de Onetti se está complicando. Soy consciente de que la historia que me entusiasma es larga, implica muchos minutos. Pero estoy, una vez más, pensando en la manera de incorporar al estilo del corto la técnica necesaria para hacer una primera parte nebulosa pero contextualizadora, que saltara en el tiempo y sugiriera sirviendo al mismo tiempo de pautadora de un ritmo. Son muchas cosas las que hay que ver, escuchar, antes de pasar a contar la segunda parte y el desenlace. Tengo la impresión de volver a estar queriendo meter un elefante por el ojo de una aguja.

No hay más que pelos de gato en el teclado. Mañana dejaré abierto el word por si a Benjamino le da por dejarme un mensaje pedestre. Quizá me ofrezca una solución.

2 comentarios:

  1. De sobra sabemos que lo harás y bien.

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  2. ¿No sera que de lo que te tienes que desprender es del ojo de la aguja en lugar del elefante?

    De momento, tres hurras, uno por cada nuevo post.

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