viernes, 6 de noviembre de 2009

La azotea


Hubo un día (y así quedó reflejado en algún lugar de este caos blanquinegro) en que ciego de asfalto, harto de la grandeza, me subí a una azotea y me hice gato unas horas, me salió una cola robusta y marrón, con la que me iba apoyando en las tejas resbaladizas aún para mis principiantes maullidos, cuatro esponjosas palmas que lamía mientras contemplaba un Madrid insólito, esa esfera de electricidad que conecta todas las buhardillas, las terrazas con mesitas para el verano, las calvas de los edificios, las pocas peinetas de moños oscuros, verticales, los más altos ventanucos, las últimas mirillas, como un estrato geológico superior, la planta quinta de este supermercado hirviente de hormiguitas que por poco me arrastra y me enmudece. Fui gato el tiempo justo, después volví a las calles, a rodearme de alturas, al paleolítico superior desde donde no se pueden ver las nubes de un neolítico fraudulento, que vende innovaciones como quincalla, regadíos de esperanza, gallinas de huevos sin yema, el panteísmo del zodiaco, la energía y los falsos consejos.

Y va la vida, que se empeña en parecer escrita por alguien con talento, y me trae de vuelta a esta azotea donde se fraguaron, sin yo saberlo, ilusiones de permanencia, instintos felinos. Vivo en lo más alto de una casa que es un faro y un refugio, un ojo iluminado que otea la ciudad, vertiendo un beso como un foco, una luz como de dominio, bañando conos de ciudad en la más amarilla de las mareas. El gato me mira, salta a mi cama, resume en dos zigzags lo esperable de nosotros, vierte mi vaso, mordisquea mis zapatillas y me invita a los tejados, extrañado de que no le siga. Imagino que perdona mi cobardía, entiende mis escrúpulos, no quiero andar aún por los tejados, adiestrar a la luna, silbando melodías improvisadas. Lo que quiero es quedarme aquí sentado un minuto, esperar a que mi cuerpo se vaya habituando a estas paredes, a memorizar que para ir al baño es mejor girar a la izquierda de la silla desde la que escribo, a impedir que el gato se suba a la colcha, lo que es, la manta de mi madre aquí no la pongo, visto cómo está el somier de arañado, dulce bestia, engañoso muñequito. Habituarme a tener dos soles en la espalda, a percibir como una noche súbita el paso de la más leve nube usurpadora, y sentir que de mis espaldas sale una tela de araña buscando los dos vértices traseros, de mi pecho otra doble línea en x hacia el frontal del cuadrilátero, de las cuales brotan segundas ramificaciones, terceras, que a su vez parecen subdividirse, buscar el contacto con la más cercana, como un rompan filas de soldados de permiso abordando burdeles, y en un tristrás estoy conectado a una maraña de cables duros y resistentes, perfectamente afinados en do, que petrifican, humedecen, arpegian mis tripas.

Estoy esperando a que me lleguen los últimos fardos con víveres y utensilios de extrema necesidad, una caja de libros que reza “necesarios” y que ya no recuerdo qué contiene, pero la voy a abrir, descalzo y de rodillas en mitad de mi habitación, abriendo con los dientes si es necesario las cintas de embalaje, e iré extrayendo los libros como si cada uno fuera el regalo de alguien distinto, los besos de bienvenida que me mandan los amigos, tan fáciles de querer que no cuestan nada pero lo valen todo. Romperé la caja vacía, destripada de mis tripas, apilaré cartones de tamaños regulares y encenderé una fogata que se verá en todo Madrid, que subirá por los cielos de mi corredera, atufando de incienso, colonia y sudor, más las partículas que hayan dejado tantas palabras impresas, ideas negruzcas que volarán como incandescencias de corta vida, y la columna de humo, como la de mi cigarrillo, como la cola del gato al que he dejado atrapado en el exterior y con la que golpea la ventana en busca de compasión.

1 comentario: