domingo, 3 de junio de 2012

Sectarismos

Texto extraído de "Tantos tontos tópicos" de Aurelio Arteta:
                             


    1. El sectarismo no es rasgo exclusivo de una ideología en particular, pero sorprende que para muchos pueda pasar por progresista tanto esa actitud como el sujeto que la mantiene. Para el sectario las cosas no pueden ser buenas si aprovechan a los que reputa malos. A la inversa, hay que consentir el mal porque su denuncia o su combate, aun cuando ciertamente pueden limitar o paliar el daño, también podría favorecer directa o indirectamente al partido contrario. Y eso no. El sectario ha de preferir el daño de su enemigo particular al bien del conjunto, aun cuando esa opción apenas le favorezca a él mismo y hasta le perjudique. Aquí el tópico es tajante: Al enemigo, ni agua.


    Esa vocación de secuaces adopta en la vida pública múltiples facetas. Por de pronto, ofrece el más accesible sucedáneo de la reflexión. En su lugar basta con repetir en cada caso lo dictado por la autoridad en quien delegamos nuestro propio pensamiento, aún más fácil, basta con proclamar lo contrario de lo que sostiene el contrario. Funciona como santo y seña de pertenencia al grupo de los elegidos, como guiño de complicidad con los del propio bando. La consigna sería "todo por la secta y para la secta". Sin ella, el sectario apenas se atrevería a expresar nada en público: la propia secta, sus sumos sacerdotes y pregoneros son los eficaces proveedores de sus respuestas automáticas. El sectarismo suministra también un útil mecanismo clasificatorio de la identidad política de las gentes. Si un compañero lee ese periódico o de vez en cuando escucha aquella emisora, no hacen falta más costosas averiguaciones para saber de qué pie político cojea. Sabido lo cual, por cierto, ya no hay mucho más que políticamente interese saber de él.


    2. Pero el sectarismo es sobre todo una fórmula segura en política para la construcción del enemigo y su cotidiano vapuleo. El sectario decide de antemano que con el enemigo no hay que estar ni siquiera en aquello en lo que no es enemigo. El enemigo tiene que serlo en todo y del todo. Es preciso que él y los suyos encarnen cuanto haya de maligno y equivocado porque así, por contraste, resplandecerá la bondad o verdad indiscutibles de los míos. También vale al revés: sio se supone que estoy en lo cierto y junto a las personas decentes, habrá que dar por supuesto y sin mayor acopio de pruebas que los demás chapotean en el error y son gente de poco fiar. Cuando la pasión sectaria se desata, exige el todo o nada, el conmigo o contra mí en bloque y para siempre. La verdad será la verdad, la diga Agamenón o su porquero; pero como la exprese el candidato rival, no pasará de ser una burda falacia. Tal vez el sectario se muestre dispuesto con el tiempo a reconocer alguna deficiencia propia, pero no lo hará antes de que el enemigo haga confesión general y detallada de todas las suyas. Desde el cerco de prejuicios en que se atrinchera, el sectario tiene bien claro respecto de su oponente que con ése, ni a heredar.


    Este partidismo exhibe en toda su crudeza la torpe dialéctica amigo/enemigo como eje capital de la política. En realidad, lo que tal conducta manifiesta es que se es más enemigo de los enemigos declarados que amigo de los demás, porque se prefiere herir a aquéllos al precio de dañar o defraudar incluso en mayor medida a todos los otros. Qué nos parezca verdadero o falso, justo o injusto, eso ni se plantea. El discurso público solo será adecuado si favorece los intereses del propio partido o de los amigos y daña los del adversario; será absurdo amén de reprobable en el caso contrario. Una por una, lo que importa es ser de los nuestros. Y no tiene el menor crédito la excusa de que sólo desbancando al enemigo podrá beneficiarse a la causa por la que se combate. Cabe barruntar que, una vez en el poder político, todo quede subordinado o pospuesto a la conservación de ese poder, de igual manera que hasta entonces todo quedaba supeditado a conquistarlo.


    Naturalmente, al disidente se le trata de acallar con el argumento de sus "malas compañías", esto es, con el reproche de que objetivamente coincide con posiciones ideológicas del adversario. Y así, igual que el hincha sólo ve enfrente a otros hinchas de distintos colores, nuestro sectario tiende a ver en quien le objeta a otro sectario. En realidad, lo necesita como pretexto y justificación de su propio partidismo. A ojos del sectario, en el partido contrario sólo puede haber otros partidarios no menos sectarios, aunque quizá más camuflados. Lo peor es que a veces acierta, pero con el acierto de la profecía autocumplida. Tanto ha empujado al otro contra las cuerdas, que ese otro no tiene más remedio que hacer suya la extremada posición que se le adjudica y confirmar así su condena anticipada. Un sectarismo a la ofensiva engendra un sectarismo a la defensiva.


    3. Por arrogante que componga su rostro, cualquiera puede advertir la debilidad del sectario. Primero, la debilidad teórica de sus propios pronunciamientos, según revela su negativa a argumentarlos o a reforzar sus puntos flacos. En el mejor de los casos, busca aparentar tener razón, no busca tenerla. Semejante impotencia crece en quien trajina con una sola idea porque no puede rumiar más de una al mismo tiempo. Pero se advertirá asimismo su enorme debilidad política en ese gesto reacio a compartir con el contrario hasta lo poco que a veces comparten, no sea que les confundan, y dispuesto a exagerar hasta la caricatura aquello en lo que discrepan. La simplificación de su pensamiento prueba la propia simpleza tanto o más que su malicia. Cualquier suceso, proyecto o ideario político han de explicarse enseguida por el provecho de un único beneficiario, una turbia maquinación, un móvil oscuro. Todo tiene que entenderse fácilmente: los buenos de un lado y los malos del otro.


    Es la huida de la complejidad, o sea, de la realidad. Al sectario le cuesta entender que, en asuntos tocantes a la acción humana, lo bueno suele venir a una con lo malo y lo malo a la par de lo bueno. Y que hay que aguantar la tensión de mantener los dos polos al mismo tiempo, por cómodo que nos resultes suprimir uno de los extremos para así recrearnos en una ficción complaciente. Tampoco el voto permite matizar que en este punto particular me voy con tal partido, si bien en ese otro me sentiría más a gusto con el contrario; que confío en este representante aunque bastante menos en aquél del mismo partido. Ni nos deja mostrar la reserva de que nuestro acuerdo llega hasta aquí y en tanto grado, pero no más allá. Como votantes se nos pide un ejercicio de abstracción y reducción, es cierto, pero de ninguna manera se nos pide lo mismo como ciudadanos. La ciudadanía no se aviene con la disciplina de voto ni mucho menos con ese otro voto de pobreza intelectual que exige el partidismo.


    Pero se puede ser de derechas o de izquierdas sin ser por ello sectario. Infectarse de sectarismo, en cambio, es ya empezar a perder la verdad o la virtud que hasta entonces se creía atesorar. Por eso un sectario de izquierdas es tan peligroso como otro de derechas. ¿Por qué el militante de izquierdas no ha de censurar jamás algún mal paso de la izquierda? Porque ello favorecería a la derecha. Eso vale aproximadamente lo mismo que la propuesta de dejar en paz al régimen talibán, porque mira tú que el arrogante imperialismo yanqui también se las trae. Seríamos unos necios si no previéramos los efectos públicos de nuestras razones; pero nos convertimos en seres repugnantes como adoptemos nuestras razones o nos deshagamos de ellas tan sólo en función de su provecho para mí y de perjuicio para mi adversario. Estamos, en suma, ante el uso perverso del cui prodest y el resultado es una conspiración de silencio, que Camus ya denunció: "Pues usted acepta silenciar un terror para combatir mejor otro terror. Y algunos de nosotros no queremos silenciar nada".

1 comentario:

  1. Me he visto obligado a borrar parte de una entrada en este blog porque al parecer atentaba contra el honor y el buen nombre de las personas referidas. Personas que, sin demasiado empacho, atentaron contra lo que les dieron la gana cuando, en petit comité, pero delante de todo el mundo (que no pareció atender demasiado), me insultaron de forma repetida y variada. A esas personas no les importa insultar, sólo les importa ser insultadas. Y al correveydile que ejerció de mensajer@ me dan ganas de preguntarle si ha pensado en cómo me insultaron y si se ha preguntado el por qué de mi reacción. He entonado ya el mea culpa en cuanto a mencionar sus nombres reales, sobre todo porque de no haberlo hecho no hubiera tenido que eliminar nada. Pero en su carta admonitoria me remiten sus quejas porque el retrato que de estas personas hacía en mi entrada no se corresponde con la verdad. Esto es lo más interesante. ¿Se han preocupado en averiguar si los juicios (en el sentido más amplio de la palabra) sobre mi persona se corresponden o no a la verdad? No, ¿para qué? Las palabras escuecen, vaya si lo hacen, y lo que esas personas han sentido al leer mi entrada es, posiblemente, algo muy parecido a lo que yo sentí, en primer lugar, cuando sus esquematismos enjuiciaron mis opiniones y proclamaron sus veredictos. La diferencia está en que unas fueron palabras dichas y otras son palabras escritas. Y también que las dichas fueron bastante más graves que las escritas. Ahora sacan a paseo la bicha del derecho para cortar a su beneficio el riachuelo de las consecuencias. En el fondo está bien así. Son las consecuencias de decir las cosas por su nombre, no nos extrañemos. Hay quienes tienen la sartén por el mango y quienes van por la vida a sartenazos. Hay quien apela a derechos universales cuando se siente atacado pero no vacila en atropellar los del prójimo. Tendremos que soportar esta cruz, no hay nada que hacer. Los verdugos se visten de víctimas y apelan al derecho inalienable al honor, pero no se preocupan en ganárselo día a día, error tras error, conversación por conversación. Y es que, claro, las palabras dichas se las lleva el viento, solo las escritas permanecen. Eso dicen. A mí me van a acompañar durante mucho tiempo las palabras que escuché aquella noche. No sólo las que pretendían (exitosamente) insultarme sino, sobre todo, las que profirieron en el calor de la discusión y que, eso sí, por no mostrar sus vergüenzas en público, decidí omitir. Porque de no haberlo hecho, hubiera condenado a esas personas a dar muchas explicaciones a sus más allegados (incluyendo al correveydile), más palabras y palabras que, otra vez, hubieran corrido el riesgo de quedar disueltas en la nada. Os aseguro que algunas frases oídas en aquella inolvidable velada se mantendrán fijas, irradiando su egoísmo burgués y su mezquindad, en mi memoria (he tenido ocasión de comprobar el efecto que producen en personas de buen juicio, políticamente diversas, y los resultados van del pasmo a la incredulidad). Yo borro las mías porque así me lo han pedido, so pena de iniciar procedimientos legales. Como no tengo ninguna fe en la justicia de este país, acato la demanda, porque no faltaría más que tener que dar dinero a estas personas, cuyo único afán reivindicador consiste en defender su trocito de tarta en la sociedad del bienestar. Lo demás, no importa.

    ResponderEliminar