Texto extraído de "Tantos tontos tópicos" de Aurelio Arteta:
1. El sectarismo no es rasgo exclusivo de una ideología en particular,
pero sorprende que para muchos pueda pasar por progresista tanto esa
actitud como el sujeto que la mantiene. Para el sectario las cosas no
pueden ser buenas si aprovechan a los que reputa malos. A la inversa,
hay que consentir el mal porque su denuncia o su combate, aun cuando
ciertamente pueden limitar o paliar el daño, también podría favorecer
directa o indirectamente al partido contrario. Y eso no. El sectario ha
de preferir el daño de su enemigo particular al bien del conjunto, aun
cuando esa opción apenas le favorezca a él mismo y hasta le perjudique.
Aquí el tópico es tajante: Al enemigo, ni agua.
Esa vocación de secuaces adopta en la vida pública múltiples facetas.
Por de pronto, ofrece el más accesible sucedáneo de la reflexión. En su
lugar basta con repetir en cada caso lo dictado por la autoridad en
quien delegamos nuestro propio pensamiento, aún más fácil, basta con
proclamar lo contrario de lo que sostiene el contrario. Funciona como
santo y seña de pertenencia al grupo de los elegidos, como guiño de
complicidad con los del propio bando. La consigna sería "todo por la
secta y para la secta". Sin ella, el sectario apenas se atrevería a
expresar nada en público: la propia secta, sus sumos sacerdotes y
pregoneros son los eficaces proveedores de sus respuestas automáticas.
El sectarismo suministra también un útil mecanismo clasificatorio de la
identidad política de las gentes. Si un compañero lee ese periódico o de
vez en cuando escucha aquella emisora, no hacen falta más costosas
averiguaciones para saber de qué pie político cojea. Sabido lo cual, por
cierto, ya no hay mucho más que políticamente interese saber de él.
2. Pero el sectarismo es sobre todo una fórmula segura en política para
la construcción del enemigo y su cotidiano vapuleo. El sectario decide
de antemano que con el enemigo no hay que estar ni siquiera en aquello
en lo que no es enemigo. El enemigo tiene que serlo en todo y del todo.
Es preciso que él y los suyos encarnen cuanto haya de maligno y
equivocado porque así, por contraste, resplandecerá la bondad o verdad
indiscutibles de los míos. También vale al revés: sio se supone que
estoy en lo cierto y junto a las personas decentes, habrá que dar por
supuesto y sin mayor acopio de pruebas que los demás chapotean en el
error y son gente de poco fiar. Cuando la pasión sectaria se desata,
exige el todo o nada, el conmigo o contra mí en bloque y para siempre.
La verdad será la verdad, la diga Agamenón o su porquero; pero como la
exprese el candidato rival, no pasará de ser una burda falacia. Tal vez
el sectario se muestre dispuesto con el tiempo a reconocer alguna
deficiencia propia, pero no lo hará antes de que el enemigo haga
confesión general y detallada de todas las suyas. Desde el cerco de
prejuicios en que se atrinchera, el sectario tiene bien claro respecto
de su oponente que con ése, ni a heredar.
Este partidismo exhibe en toda su crudeza la torpe dialéctica
amigo/enemigo como eje capital de la política. En realidad, lo que tal
conducta manifiesta es que se es más enemigo de los enemigos declarados
que amigo de los demás, porque se prefiere herir a aquéllos al precio de
dañar o defraudar incluso en mayor medida a todos los otros. Qué nos
parezca verdadero o falso, justo o injusto, eso ni se plantea. El
discurso público solo será adecuado si favorece los intereses del propio
partido o de los amigos y daña los del adversario; será absurdo amén de
reprobable en el caso contrario. Una por una, lo que importa es ser de
los nuestros. Y no tiene el menor crédito la excusa de que sólo
desbancando al enemigo podrá beneficiarse a la causa por la que se
combate. Cabe barruntar que, una vez en el poder político, todo quede
subordinado o pospuesto a la conservación de ese poder, de igual manera
que hasta entonces todo quedaba supeditado a conquistarlo.
Naturalmente, al disidente se le trata de acallar con el argumento de
sus "malas compañías", esto es, con el reproche de que objetivamente
coincide con posiciones ideológicas del adversario. Y así, igual que el
hincha sólo ve enfrente a otros hinchas de distintos colores, nuestro
sectario tiende a ver en quien le objeta a otro sectario. En realidad,
lo necesita como pretexto y justificación de su propio partidismo. A
ojos del sectario, en el partido contrario sólo puede haber otros
partidarios no menos sectarios, aunque quizá más camuflados. Lo peor es
que a veces acierta, pero con el acierto de la profecía autocumplida.
Tanto ha empujado al otro contra las cuerdas, que ese otro no tiene más
remedio que hacer suya la extremada posición que se le adjudica y
confirmar así su condena anticipada. Un sectarismo a la ofensiva
engendra un sectarismo a la defensiva.
3. Por arrogante que componga su rostro, cualquiera puede advertir la
debilidad del sectario. Primero, la debilidad teórica de sus propios
pronunciamientos, según revela su negativa a argumentarlos o a reforzar
sus puntos flacos. En el mejor de los casos, busca aparentar tener
razón, no busca tenerla. Semejante impotencia crece en quien trajina con
una sola idea porque no puede rumiar más de una al mismo tiempo. Pero
se advertirá asimismo su enorme debilidad política en ese gesto reacio a
compartir con el contrario hasta lo poco que a veces comparten, no sea
que les confundan, y dispuesto a exagerar hasta la caricatura aquello en
lo que discrepan. La simplificación de su pensamiento prueba la propia
simpleza tanto o más que su malicia. Cualquier suceso, proyecto o
ideario político han de explicarse enseguida por el provecho de un único
beneficiario, una turbia maquinación, un móvil oscuro. Todo tiene que
entenderse fácilmente: los buenos de un lado y los malos del otro.
Es la huida de la complejidad, o sea, de la realidad. Al sectario le
cuesta entender que, en asuntos tocantes a la acción humana, lo bueno
suele venir a una con lo malo y lo malo a la par de lo bueno. Y que hay
que aguantar la tensión de mantener los dos polos al mismo tiempo, por
cómodo que nos resultes suprimir uno de los extremos para así recrearnos
en una ficción complaciente. Tampoco el voto permite matizar que en
este punto particular me voy con tal partido, si bien en ese otro me
sentiría más a gusto con el contrario; que confío en este representante
aunque bastante menos en aquél del mismo partido. Ni nos deja mostrar la
reserva de que nuestro acuerdo llega hasta aquí y en tanto grado, pero
no más allá. Como votantes se nos pide un ejercicio de abstracción y
reducción, es cierto, pero de ninguna manera se nos pide lo mismo como
ciudadanos. La ciudadanía no se aviene con la disciplina de voto ni
mucho menos con ese otro voto de pobreza intelectual que exige el
partidismo.
Pero se puede ser de derechas o de izquierdas sin ser por ello
sectario. Infectarse de sectarismo, en cambio, es ya empezar a perder la
verdad o la virtud que hasta entonces se creía atesorar. Por eso un
sectario de izquierdas es tan peligroso como otro de derechas. ¿Por qué
el militante de izquierdas no ha de censurar jamás algún mal paso de la
izquierda? Porque ello favorecería a la derecha. Eso vale
aproximadamente lo mismo que la propuesta de dejar en paz al régimen
talibán, porque mira tú que el arrogante imperialismo yanqui también se
las trae. Seríamos unos necios si no previéramos los efectos públicos de
nuestras razones; pero nos convertimos en seres repugnantes como
adoptemos nuestras razones o nos deshagamos de ellas tan sólo en función
de su provecho para mí y de perjuicio para mi adversario. Estamos, en
suma, ante el uso perverso del cui prodest y el resultado es una
conspiración de silencio, que Camus ya denunció: "Pues usted acepta
silenciar un terror para combatir mejor otro terror. Y algunos de
nosotros no queremos silenciar nada".
Me he visto obligado a borrar parte de una entrada en este blog porque al parecer atentaba contra el honor y el buen nombre de las personas referidas. Personas que, sin demasiado empacho, atentaron contra lo que les dieron la gana cuando, en petit comité, pero delante de todo el mundo (que no pareció atender demasiado), me insultaron de forma repetida y variada. A esas personas no les importa insultar, sólo les importa ser insultadas. Y al correveydile que ejerció de mensajer@ me dan ganas de preguntarle si ha pensado en cómo me insultaron y si se ha preguntado el por qué de mi reacción. He entonado ya el mea culpa en cuanto a mencionar sus nombres reales, sobre todo porque de no haberlo hecho no hubiera tenido que eliminar nada. Pero en su carta admonitoria me remiten sus quejas porque el retrato que de estas personas hacía en mi entrada no se corresponde con la verdad. Esto es lo más interesante. ¿Se han preocupado en averiguar si los juicios (en el sentido más amplio de la palabra) sobre mi persona se corresponden o no a la verdad? No, ¿para qué? Las palabras escuecen, vaya si lo hacen, y lo que esas personas han sentido al leer mi entrada es, posiblemente, algo muy parecido a lo que yo sentí, en primer lugar, cuando sus esquematismos enjuiciaron mis opiniones y proclamaron sus veredictos. La diferencia está en que unas fueron palabras dichas y otras son palabras escritas. Y también que las dichas fueron bastante más graves que las escritas. Ahora sacan a paseo la bicha del derecho para cortar a su beneficio el riachuelo de las consecuencias. En el fondo está bien así. Son las consecuencias de decir las cosas por su nombre, no nos extrañemos. Hay quienes tienen la sartén por el mango y quienes van por la vida a sartenazos. Hay quien apela a derechos universales cuando se siente atacado pero no vacila en atropellar los del prójimo. Tendremos que soportar esta cruz, no hay nada que hacer. Los verdugos se visten de víctimas y apelan al derecho inalienable al honor, pero no se preocupan en ganárselo día a día, error tras error, conversación por conversación. Y es que, claro, las palabras dichas se las lleva el viento, solo las escritas permanecen. Eso dicen. A mí me van a acompañar durante mucho tiempo las palabras que escuché aquella noche. No sólo las que pretendían (exitosamente) insultarme sino, sobre todo, las que profirieron en el calor de la discusión y que, eso sí, por no mostrar sus vergüenzas en público, decidí omitir. Porque de no haberlo hecho, hubiera condenado a esas personas a dar muchas explicaciones a sus más allegados (incluyendo al correveydile), más palabras y palabras que, otra vez, hubieran corrido el riesgo de quedar disueltas en la nada. Os aseguro que algunas frases oídas en aquella inolvidable velada se mantendrán fijas, irradiando su egoísmo burgués y su mezquindad, en mi memoria (he tenido ocasión de comprobar el efecto que producen en personas de buen juicio, políticamente diversas, y los resultados van del pasmo a la incredulidad). Yo borro las mías porque así me lo han pedido, so pena de iniciar procedimientos legales. Como no tengo ninguna fe en la justicia de este país, acato la demanda, porque no faltaría más que tener que dar dinero a estas personas, cuyo único afán reivindicador consiste en defender su trocito de tarta en la sociedad del bienestar. Lo demás, no importa.
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