jueves, 20 de agosto de 2009

El beso retardado



A las cinco de la mañana, si uno ha descansado, cuando camina hacia el punto de recogida (un paseíto de veinte minutos) pensando en cómo saldrá la jornada, en si se presentarán imprevistos, si se desvelarán las insalvables dificultades, se puede respirar un aire todavía fresco, limpio, con un fondo de estufa lejana, prevista, pero casi saludable, azul oscuro, oxígeno, nitrógeno y argón. No es ese jirón manoseado y triste por el que te peleas con una muchedumbre asfixiada, esa atmósfera como de cajón de calcetines sucios que recorre las calles del centro precediendo a los camiones cisterna de los servicios de limpieza, puntuales y sin embargo anacrónicos de sol, con las diminutas inundaciones de sus dos parodias de manantial a cada lado, lamiendo el lodo de botellas y vasos de plástico, sombreros de paja, colillas, abanicos de cartón y guirnaldas, hasta chocar contra el litoral de edificios abandonados o en derrumbe. Tengo ganas de conocer la ciudad real (qué necesario, más que nunca, el artículo determinante, femenino y singular), que parece contenerse en los límites de sus piedras, como el espectador de un encierro ve pasar la manada subido al zócalo breve de un portal, conteniendo al aliento, metiendo tripa. Los edificios se arremangan las faldas y las tiendas cierran, las librerías de viejo me esperan, una nube de piernas y codos en ristre me impiden saludarles como es debido, acercarme a sus escaparates, indagar en la oscuridad de sus pasillos, con esa quietud de estación de tren abandonada, de vía muerta, atisbar el apellido más buscado, la edición más ansiada, asomando el lomo de su voluptuosidad por entre los pechos de literatura sin sostén, carnaza que por lo menos le aísla del sol y su lengua decolorante.

Escribo de algo que aún no he visto, de paseos que no he dado, yo también estoy de feria, tengo la persiana bajada, estoy un poco de chufla con la pandereta, porque en el trabajo todo está cuajando y me siento realizado. Cuando esta festividad de San Autista deje paso a las santas semanas ordinarias, al cada vez menos lento suceder de los días sin brillo ni tinta roja, ambos, ella y yo, la ciudad que entreví hace cuatro años y el que la espera ansioso ahora, hoy, retomarán un diálogo interrumpido, me pedirá fuego y le ofreceré un cigarrillo (porque, a diferencia de otras, no ha dejado de fumar), me enseñará un poco el comienzo del pecho, la caída libre desde el cuello y su clavícula más tierna por el tobogán de su plástico carnívoro. Y será un polvo de una noche, el primero de muchos, un magreo en la estrechez de la cola del baño, una mirada perdida como un petardo mojado, o el principio de una amistad circular, dentada.

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