miércoles, 17 de junio de 2009

Tributando


Madrid suena a taconazos con prisas, a sálvese quien pueda, a mujeres con el rimmel corrido de tanto transbordar. Hay como una urgencia por dejarlo todo atado y bien atado y con la mano puesta como visera corretean y se persiguen oteando el horizonte inminente de las vacaciones. En las oficinas de la Agencia Tributaria se respira una lujuria como de playa, una humanidad con poca ropa que se roza y se tapa las desnudeces con impresos y se abanica con Modelos 037, mujeres que suben al primer piso y se encuentran con la vecina, estudiantes de la vida que entran por primera vez y quedan varios segundos noqueados por la profusión de carteles orientativos incapaces de orientar, letreros que no aclaran pero dirigen, y de pronto comienzan a andar, pero en círculos, para que no parezca que no saben qué hacer, para dárselas de hombre resuelto, y hay autónomos que se las saben todas y dependientes que lloran acurrucados su desconsuelo, hay miradas lanzadas por desesperación como flechas con cuerda y el hall de entrada es una selva de paneles y lianas, de tarzanes acobardados por el rugido de la burocracia, a salvo allá adentro, detrás de las paredes de conglomerado, por los que paseas la vista en busca de algún Mr. Increíble de Pontevedra, por ejemplo, un alma cándida que se apiade de ti y de tu irregular situación tributaria y te ayuda verdaderamente a sortear los pantanos de fango en los que yacen atrapados cientos de madrileños con sandalias.

Hay pues playeros y gallegas, funcionarios y funcionarias, las hay con buen humor (son las del fondo, las que toman café) y las hay jodidas, que están así a lo mejor porque no pueden estar al fondo, tomando café. Alguien tendrá que atender. Pues ellas, las del mal humor. Lo primero que me llama la atención es su mirada, la ausencia de conmiseración que hay en ella. De pronto, la mujer que te atiende por hacer algo que no sea pensar en por qué se ha puesto ese vestido esta mañana si ya es de día a esas horas y a una ya no le vale la excusa de que está oscuro y no veo lo que elijo, esta mujer tan sencilla por otra parte, se le presenta a uno como un castillo inexpugnable o un complejo órgano de iglesia, con miles de tubos y varios teclados y pedales, como el que tenían que tocar "Los Goonies" para escapar de los Fratelli y su madre (a la que por cierto se parece esta mujer), y uno sabe que está perdido, que no acertará nunca con la tecla, que no hay nada dentro de su cabeza que pueda siquiera entender el significado de las palabras aisladas que está diciendo, no ya el sentido de su yuxtaposición y/o subordinación. A uno sólo le empiezan a caer unos goterones de la frente, se intenta secar con disimulo utilizando el envés de la muñeca, como un Nadal sin patrocinador, a pelo, y las gotas pasan a la mano y se multiplican al caer por los dedos, hasta morir aplastadas como nenúfares contra la blanca explanada de algún impreso. La mujer no escucha mis respuestas, no parece tener que prestarles atención, se limita a leerme los labios y a imaginar una contrarréplica definitiva. Su ordenador tampoco le quiere. Comprendes que no va a tomar café con las demás porque nadie en la oficina la soporta. Pero te equivocas porque cuando te estás yendo, te giras para saber si aún te sigue con la mirada, si le has calado hondo y te recordará dentro de una hora, y descubres que se ha levantado y anda de cháchara risueña con sus amigas de cuchitril. Es una mujer sociable, quizá hasta tolerable en el mundo real, ahí fuera, bueno un poco más allá, porque la calle Montalbán no se parece mucho al mundo real.

Subes un piso y consigues dos números para dos colas distintas. Sueñas con que te llaman para una y justo cuando hayas terminado esa consulta te toque en la otra cola. Pero no ocurre así nunca. Están perfectamente coordinadas. Cuando empezaron a trabajar lo hacían rápido y de puta madre, pero años más tarde dieron con ese desajuste, comprobaron sus efectos y desde entonces, aunque parezca que son lentas o inoperantes, en realidad lo que hacen es respetar ese desfase, lo llevan a rajatabla, nunca lo alteran, son unas máquinas las tías. Lo cual te lleva a volver a sacar números. Después, en casa, me ha extrañado mucho cuando me ha apetecido un café y a los treinta segundos ya me lo estaba tomando. Hay gente sentada, yo diría que derrumbada física y moralmente, tratando de encontrar un nuevo sentido rector de sus vidas, un motivo para bajar las escaleras y salir a la calle. Van vestidos como náufragos y hacen tiempo buscando nuevas utilidades prácticas a un clip, ya desfigurado de tantas vueltas sobre sí mismo. La puerta no deja de meter gente y va sacando sólo a los decididos, a los que, de ser verdad la teoría de la evolución, formarán una nueva especie aunque para ello tengan que perder los dedos de los pies, son los seres que ya han terminado, iluminados, tocados por la mano de Dios, hombres y mujeres que son dueñas de sus vidas y nunca esclavas de sus devengos.

La ordalía continúa. He de volver a bajar a hacer cola frente a la mujer terrible. La chica del mostrador del primer piso me ha dicho que abajo me lo tienen que explicar claramente y que si yo se lo pido así lo harán. Hubiera querido besarla como despedida, pero me ha parecido más viril cerrar mi carpeta haciendo mucho ruido con las dos gomas, como marcando con un elemento sonoro la fortaleza recuperada, sonreírle humildemente y partir escaleras abajo. Llegas a la cola temida y como tienes que esperar empiezas a dar vueltas como un toro en un toril, no escarbas arena porque no la hay, pero miras fijamente a la distancia a la mujer terrible, que está escarbando en el alma de otro pobre infeliz en esos momentos. Quieres la venganza. Pero te hacen esperar, ay, demasiado, y para cuando te toca ya te has vuelto cobarde otra vez, se te han ido los humos con los que bajaste, la confianza que te dió la chica de arriba. A decir verdad puede que me toque una mesa distinta, pero a estas alturas ya no creo en la bondad ni en la suerte. Sin embargo me toca una mesa distinta y voy a ella casi saltando. Tras mis primeros balbuceos, la mujer, Mujer 2, más delgada, más leída, más humana, decide ayudarme. Se abre el cielo. ¿Es música esto que estoy oyendo? En diez minutos la mujer me ha solucionado mis problemas. Sólo he tenido que gastar otra hora y media en cumplir las últimas diligencias necesarias para mi regularización. Al salir he vuelto a pensar en que en Madrid huele a puerto, a los últimos preparativos antes de la marcha, a un éxodo en gestación, toda murmullos, pisotones, fechas estampadas en impresos, sellazos que van marcando los segundos, el fru-frú de los pantalones y las faldas, que no sé lo que es pero siempre he querido usarlo, el calor de las esquinas y ese sol venga a sacarte fotografías en cuanto te despistas un rato y sales de la sombra.

Me voy. Dejo un hogar habitado, una luz encendida, una planta con sed y un cuaderno de asuntos ya gestionados.

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