lunes, 1 de junio de 2009

La novela involuntaria

Suenan musas en el aire, silban mares, estruendos, una cascada de explosiones horizontales hasta mi oído, es una música que conozco, pero por mucho que lo intento no consigo saber qué es. Me vienen amigos, ciudades, mis manos siempre ahí, pequeñas, colegios y fiestas, veo días y noches y muchas tardes, ¿por qué todo lo hacíamos por las tardes?, pero no doy con el nombre. Me veo escuchando estas notas en algún momento o lugar de mi vida. Corro a escribirlo mientras me viene el nombre, quiero escribir una novela esta noche, espero que me de tiempo. Se empieza con un desnudo frontal del autor. Eso es algo que he aprendido, o no, no lo sé, quizá sólo sea una buena frase. Tampoco sé cómo se desnuda un autor, si en pocas palabras, con un abrupto abrir de abrigo, como siempre se ha dicho que hacen los exhibicionistas. Yo no soy exhibicionista pero quiero ser sincero. Y hoy ser sincero es ser un poco exhibicionista. Ya la oigo de nuevo. Esto es como lo de la memoria involuntaria de Proust, pero con el oído. Creo que el oído es más pequeño que todas las membranas olfativas juntas, por eso opino, no lo sé tampoco (qué poco sé), que lo que es capaz de hacer la pituitaria lo debe multiplicar el oído, ese molusco que llevamos incrustado, la quisquilla que sondeamos con los alfileres de algodón para lavarla, asearla un poco, quitarle el polvo. A veces me ha pasado que tengo que ir a una fiesta o a algo solemne, me visto y me sublimo hasta donde me es dado, y cuando voy a dar el primer paso en la calle, alguien me dice, no sé, la portera, el chico lírico que atiende en la droguería o la agente de la OTA que se toma chatos a escondidas, “llevas las orejas finas”. Y meto un dedo, que es como sustituir el alfiler por un bastón, y marco un cero en esa cabina de teléfonos vieja, recorriendo el circuito peraltado de la fórmula uno de los sonidos, el velódromo del aire y las palabras, miro el dedo y tiene un rastro como de polvo blanco, que siempre pienso que son células muertas, la edad en definitiva. Pero no, detrás de la edad y los disgustos, de esa raspa de cera fría, están los candelabros incendiados, las gotas de vida amarilla. Y toda mi estatua para ir de fiesta se viene abajo. Quiero decir con esto que no atendemos a lo que nos dicen los oídos, no les hacemos ni puñetero caso. Curiosamente cuando queremos oír algo bien pedimos “un poco más alto” señalando invariablemente a nuestras orejas, o “dímelo mejor al oído” para que lo pueda recordar. Lo cercano, lo que va a ser íntimo, incluso lo más doloroso, el sí prenupcial y el no póstumo del amor lo pedimos oír a escasos milímetros de nuestro oído supurante. Que a lo mejor tiene un cáncer y no nos enteramos. Porque vamos por la vida con la nariz muy alta y los oídos congestionados, semi-cerrados de cansancio, de cera, de ipod o de gorro de invierno.

Decía que a menudo recuerdo más cosas sobre mi infancia a través de melodías y cosas que escucho y escuché en su día, que por los olores. No niego el poder de los flashbacks olfativos, existen, los he vivido y son especialmente intensos, aunque se parezcan a esos empujones que te daban para enfrentarse a las cosas, el tío del pueblo, el monitor de natación o el amigo cabroncete, unos empujones como de brío macho, como de venga y palante, que aunque te aproximan al objetivo en realidad te precipitan en un vacío que no sabes muy bien cómo aprovechar ni por dónde tirar. Yo he olido de repente las meriendas de mi infancia, la pasta grumosa que me daba mi abuelo como papilla, sobre todo esta papilla es la que más me ha venido de visita a la actualidad, pero es un acceso de olor que me atormenta porque me inundo de él, lo disfruto unos breves segundos, y después, el flash (siempre una imagen) que me ha alcnazado con el olor, lo que he visto dibujado con increíble precisión, desaparece. No sé qué he visto y al final tampoco sé lo que he olido. Son jugarretas del pasado o cortes de manga que me hace mi nariz, harta ya de ir por la vida olfateando una ciudad que la agrede. Prefiero entonces guiarme por la música, que me arrastra de esa manera que sabe, discursiva, misteriosa, hacia el pasado. La foto no me viene de repente sino que la voy dibujando yo, le voy poniendo las formas y los colores. Y si hay suerte hasta los olores. Esto me pasa, creo yo, porque siempre he comido con ansiedad. El olfato es uno de los sentidos que más me han ayudado a ser feliz mientras como. Comer y oler la comida que comes creo que hace más completa la vida, más equilibrada, pero no por sus calorías y vitaminas, sino porque tenga lo que tenga es un placer cierto, dulce o picante, pero existe, se produce, se obtiene, nunca defrauda (salvo intermediarios inexpertos). Yo comía como un lobo y me hinchaba a grandes atracones de olor, acercando mi nariz a la salsa o mejor metiéndola un poco en ella, para hacer reír a la mesa (siempre hacer reír) pero también un poco porque me gustaba. Me decían “no se huele la comida” y yo pensaba que era la prohibición más tonta de todas. Cuando se tiene gripe o un catarro bien gordo que te obtura la pícara nariz, no se come de igual forma, es como comer con dos dedos en la nariz, como comer la mitad, porque no podemos oler lo que comemos. Desconfiamos de la comida que no huele y de la que huele demasiado. La primera es porque es una comida de mentira, industrial, la segunda porque lo fue y hay que tirarla cuanto antes. Vuelve la música, empiezo a tener claro lo que es. Creo que ya lo sé. Lo importante, lo triste, lo serio del asunto es por qué. Por qué necesito de pronto descifrar la identidad de esta melodía fragmentada. Es como empezar un paisaje por las nubes o los hilos de los postes telefónicos. La duda está en si me llega fragmentada por los machetazos del olvido o si la escuché ya troceada, seleccionada parcialmente por mi sensibilidad de entonces. No hay nada más fascinante que los recuerdos. No por lo que describen o reflejan sino por sí mismos, por su morfología y su electricidad, porque son mensajes en una botella del yo pretérito al yo actual. ¿Qué me quiero decir a mí mismo con este redescubrimiento? ¿Qué mensaje me lancé, que no lo entiendo? Posiblemente esté escrito en otro idioma, el que hablé durante aquel tiempo y que hoy ha desaparecido. Esta noche quería escribir una novela. La novela del sonido que llega del pasado, un sonido norte y acaracolado, un rumor, una brisa, un horizonte que vibra y que no le importa a nadie. Cada vez que me pongo a escribir sobre algo acaba saliéndome un texto sobre nada. Yo quería. Pero se fue. La noche no me da tiempo. No me da tiempo esta noche. Quise desnudarme y me quedé dormido con las manos en los botones de la camisa, como el borracho que cae exhausto a medio desvestir. Técnica, sintaxis, diccionarios CUMBRE de tapas duras. Meriendas improvisadas, tardes de cine, juguetes cenicienta, de ésos que duran sólo unas horas y después vuelven a su condición de objetos útiles, inútiles para la fantasía de las tardes, tardes de exploración de bosques cerca, demasiado cerca de la ciudad, horas hurtadas a las clases de inglés, a los entrenamientos para atleta púber, a los ejercicios de matemática, tardes que se han deshecho como cucuruchos de algodón seco, deshilachado por dedos que no se han lavado antes de llevarlos a la boca, tardes que creía condensadas en una canción, una alarma, la novela que quise escribir y no me ha dado tiempo.

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