lunes, 2 de febrero de 2009

El Far West


Almería es una alfombra terrosa por las mañanas, una sartén de costrones a medio día, un aspirador furioso por la tarde y el fondo de un vaso estrellado por las noches. En la oscuridad cavernosa del poblado Fort Bravo, donde rodábamos una película de arte y ensayo destinada a un akelarre museístico del Cabildo Canario, esperando a que los transportes nos devolvieran al hotel, el cielo era una instalación cósmica que aliviaba nuestro cansancio a fuerza de relatividad y años luz. Los coches de producción atravesaban la noche, con sus faros dibujando triángulos de desierto, postes de electricidad y decorados del Far West, como peces abisales adormilados que se detenían de vez en cuando ante siluetas desconocidas, las engullían y tras acomodarlos en el interior de sus estómagos translúcidos retomaban el paso. El polvo y la tierra, como una capa fina y molesta cubriendo cada centímetro de piel a la intemperie, se mezclaba con la saliva en el penúltimo cigarrillo. Masticábamos la jornada. Haber visto amanecer un cielo de forillo recortado por los tejados del Saloon, el Establo, el patíbulo de los ahorcados y la Casa de Correos. Los figurantes iban lentamente poblando los rincones a medida que iban saliendo de vestuario, cada uno con su profesión escrita en la ropa, el banquero, el barbero, la prostituta, los mexicanos, el ganadero borracho, el forajido, el tabernero. Señores en paro o retirados que se pagan los vicios con los 50 euros diarios por convertirse en maniquís desvencijados. Los había muy mayores, fumadores de hachís profesionales, que iban estableciendo su novela picaresca en los márgenes del rigor germánico, a base de carcajadas de tísico sarcástico como pinceladas o desgarros, comentarios irónicos, interjecciones de confianza. El equipo, dividido entre españoles y alemanes, se comunicaba con barullo de lenguas, diversas versiones del inglés, como reflejos cada vez más desenfocados, y menciones a la virgen y la madre que parió a tal o cual rubiales. Los había, entre los alemanes, firmes y disciplinados, que impresionaban con su sola ubicación en el set: el d.p. y su saber moverse de un foco a otro, como un fantasma de la ópera desromantizado, diseccionando la luz y los espacios con su melena de canas y sus manos amplias dibujando ejes y escorzos; el sonidista, 27 años, dos metros de altura y un 52 de pie que eran como un escalón con el que nos tropezábamos todos, una mirada como de niño atrapado, como de Tom Hanks en "Big", una voz como de acuífero subterráneo, alpina en sus saltos de tono, capaz de florituras y orquestaciones mahlerianas, escueto y silencioso como un gigante con almuadillas. Los había sobraos, pesaos, señoritingos de la profesionalidad, los había mequetrefes y cansinos, dubitativos, ignorantes, esbeltos de orgullo, tirantes, encallecidos, las había secas como palos, afectando una servicialidad altiva y de inimaginable doble cara, y luego estábamos nosotros, frustrados la mayoría de las veces por tener que mirar las cosas como de puntillas a través del muro de la prisión, atrapando las ideas que nos inspiraba la mera audición de las palabras en alemán y sintiéndonos cada vez menos imprescindibles, simples ejecutantes de labores ingratas, esclavos muy mal pagados. Por suerte, cada noche, había siempre una imagen, una escena, un momento que salvábamos de la quema de las zarzas de la jornada, y repetíamos la versión exhausta de la risa de la mañana o la tarde, ese espasmo muscular que nunca dejó de provocarnos el surrealismo de cuanto nos rodeaba. Comíamos en la misma mesa que Bronzito, el Charles Bronson más parecido a Charles Bronson después del propio Charles Bronson, un actor húngaro reclutado por los de Fort Bravo para interpretar los shows de peleas y disparos morriconianos con los que deleitan a los turistas. En el rodaje conversábamos con "el Fonda", un señor que se precia de ser hijo bastardo de Henry Fonda, historia supuestamente verídica y refutada por su publicación en varios medios de comunicación, ciertamente el tipo es idéntico a su padre, y uno se sentía un poco Ford al compartir una cerveza con el Fonda en mitad de la ventisca de la noche, iluminados por los focos del set, rodeados selvática, atrozmente, por la más absoluta nada, eso sí, erizada de caracoles de polvo que se perdían en la inmensidad. Cada día era volver a una rutina arenosa, a una tarea cada vez más desagradable. La culminación de todo vino con la última jornada, rodaje nocturno en los pedregales de una rambla. Cinco cowboys conversan alrededor de un fuego chato y atrezado, con sus cinco caballos (cuatro, en realidad, porque falló uno, pero lo falseamos, no te preocupes). Veinte personas esperan en semicírculo a que acaben la escena y la noche, a que llegue la aurora, y podamos volver a la cama tras casi 18 horas de trabajo. Pero ha habido instantes, minutos, a veces horas, de esa cualidad extraña que sólo tienen los grandes momentos. Rodeado de una familia de insectos palo, vi cómo una cámara retrocedía y se elevaba en una grúa mientras que la pared de cartón que hacía las veces de fachada de la casa, frente a ella, retrocedía a su vez por las vías de un travelling rompeficciones. Saqué fotos.

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