martes, 24 de marzo de 2009

Aubagne. The Movie


Creo que esta entrada va a ser la más inverosímil de cuantas voy a escribir en el blog. Pero juro que todo es tan cierto como el esguince que me tiene inmovilizado en casa. El jueves pasado viajaba yo en avión a Aubagne, vía Marsella, para asistir a un festival internacional de cine en el que competíamos con “Yo sólo miro”. Este festival tiene de especial el hecho de que sus protagonistas no son sólo los directores sino también los compositores y diseñadores de sonido, un detalle que me decidió a hacer el esfuerzo de costearme el viajecito. Aubagne es una pequeña ciudad de aspecto agradable y tranquilo, con un casco viejo empinado y coqueto de calles estrechas, que da la curiosa sensación de ser un pueblo pesquero. Mi primer contacto con sus indígenas fue inmejorable: buscando el hotel Suleia, pregunté a una mujer joven y me pidió que la acompañara; anduvimos por calles y cuestas mientras ella se iba encontrando con amigas y saludaba a los vecinos un poco como Roy Scheider al comienzo de “Tiburón”, al tiempo que me iba contagiando de una irresistible ilusión por los buenos ratos que aparentemente me iba a deparar mi pequeña aventura provenzana. Una de las características más pintorescas del festival es que el invitado que viaja solo debe compartir habitación con un desconocido en la misma situación. A los pocos minutos de llegar a la 216 la puerta se abrió y apareció un muchacho de 23 años llamado Dan Levy Dagerman, norteamericano dicharachero y divertidísimo con el que me fue fácil congeniar. Nos hicimos inseparables. Cenamos juntos aquella noche, yo unos exquisitos macarrones con foie y champiñones que tardé tres días en digerir. Aquella noche conocí al compositor de su cortometraje, Marlon Bishop, otro neoyorquino expansivo y agradabilísimo, que estaba acompañado por su guapísima novia, Irina. Los cuatro, bebimos y charlamos contemplando la ciudad desde la altura de una iglesia que coronaba el casco viejo. La resaca de la mañana siguiente fue monumental.

Todo siguió sin percance alguno hasta la noche de la clausura. Sorprendentemente me hice con el premio al mejor cortometraje de ficción, y allá que salí, más muerto que vivo, atravesando la platea de un teatro con algo de la discoteca leather o sado-masoquista que aparecía en “After Hours” y subiendo al escenario en pleno ataque de taquicardia. Agradecí al pueblo de Aubagne su hospitalidad, porque uno es así de cumplidor y fue entonces, quizá, cuando firmé mi condena. A la clausura le siguió una fiesta muy divertida con excelentes actuaciones en directo de grupos de música, un buffet libre de comida y bebida que se agotó por completo a los cinco minutos (literalmente), con medio pueblo atropellándose a codazo limpio, devastando las mesas como una plaga de langostas. Hubo una mujer que elegía los trozos de comida con un método braille de selección alimenticia, a tacto limpio, acercándoselos un poco al hocico y devolviendo con desprecio a la bandeja los que por su aspecto, peso o textura no le acababan de satisfacer. Grupos de dos o tres personas se ayudaban para extraer hasta la última gota de vino volcando los barriles de maderita que habían colocado. Yo lo miraba todo estupefacto pensando en la fama de educados pluscuamperfectos que tienen los hijos de esta gran nación de naciones. Por suerte, Dan y yo habíamos comprado una botella de ron y otra de coca cola (zero), y eso nos evitó desembocar en conflictos internacionales.

Hacia las tres y media de la madrugada decidimos volver al hotel. A la mañana siguiente un coche nos esperaba a las 10:30 para llevarnos al aeropuerto (no fuimos entonces capaces de entender que era una hora de recogida equivocada, teniendo en cuenta que nuestros aviones salían en torno a las 12:00). Una calle perpendicular a la avenida principal nos llevaba directamente a la plaza donde estaba nuestro hotel. Caminando por ella distraídos, oímos a nuestras espaldas el motor de un coche. Al rato sonó el claxon como si nos estuvieran llamando. Miramos al coche y vimos que lo ocupaban cuatro personas a las que apenas se les distinguía. Seguimos adelante y el coche apagó sus luces mientras seguía en marcha detrás nuestro. Dan me dice: “Creo que nos están siguiendo”. En efecto, eso parecía. Nos asustamos pero tácitamente decidimos no evidenciarlo. Al final de la calle unos pivotes obstaculizaban el paso de los coches a la plaza y su carretera circundante. “No te preocupes, Dan, porque no pueden seguir más adelante”, sentencié quizá de forma excesivamente jactanciosa. Salimos a la plaza y cuál no sería nuestra sorpresa cuando vemos que el coche se sube a la calzada, esquiva los pivotes y, acelerando sonoramente, comienza a dar la vuelta por la plaza para tomar la carretera en el sentido correcto de su circulación. Estuvo claro que querían interceptarnos al otro lado de la plaza, antes de que llegáramos al hotel, que brillaba ya en la lejanía como un arca de Noé o la muralla de una ciudadela. Cuando sentimos el aullar del motor, Dan y yo echamos a correr. Hubo que saltar un murete de un metro escaso de altura y fue entonces cuando caí en mala posición y me torcí el tobillo. De pronto me vi en el suelo de la carretera por la que se aproximaba ya el coche a toda velocidad. Me levanté como pude, sintiendo ya un dolor enorme en el pie izquierdo, y eché a correr cojeando. Nos salvó el caprichoso diseño de la carretera que bordeaba la plaza porque, al ir diagonalmente y no siguiendo su curso cuadriculado, llegamos a la puerta del hotel más rápidamente que el coche. Una vez dentro del hall, el coche se paró en seco y se quedó frente a la puerta. Al recepcionista todo aquello le debió de parecer absolutamente normal, porque no dijo ni hizo nada cuando le explicamos lo que había pasado. Yo me retorcía de dolor, subí en el ascensor y me tiré en la cama de la habitación a maldecir a todos y cada uno de los habitantes de aquella ciudad fronteriza, cuyo nombre, Aubagne, supe ya después que significaba “vieja prisión”. ¿Qué se podía esperar realmente de una población afincada sobre los cimientos de una penitenciaría medieval?

Aquella noche empecé a pagar el precio de mi premio. A la mañana siguiente sentí que entre el aeropuerto y yo se extendía una distancia imposible de salvar humanamente. Sólo Dan y Santos, otro cortometrajista que había conocido aquellos días, encantador y solícito, me prestaron su ayuda. El conductor del festival me seguía a poca distancia mirándome con aspecto de estar disfrutando de mi representación mientras yo arrastraba mi maleta y conseguía ir desde el hall hasta el coche saltando a la pata coja. Claro que a cada saltito yo iba cagándome en voz alta en la pedazo de guarra de su madre y toda la constelación de angélicos malnacidos a los que él consideraba familiares, quizá una reacción injusta y desproporcionada por mi parte, pero que gracias a su absoluta indiferencia y la ausencia de la más mínima voluntad de comprender un idioma no tan impenetrable como el español me permitía desahogar el dolor y el cabreo que ya por entonces salía por mi cabeza como el vapor de una olla express desvencijada.

Llegué al aeropuerto media hora antes de la salida de mi avión. Anduve por los pasillos a Dios gracias no demasiado grandes del aeropuerto buscando el mostrador de Ryanair, arrastrando mi pie moribundo exactamente igual que Kaiser Söze y con la misma expresión en el rostro. Los empleados de Ryanair me negaron cualquier tipo de ayuda pretextando que ya era demasiado tarde. No supe qué término utilizar y, recordando la novela de Victor Hugo que llevaba en la mochila, les llamé miserables. Me cobraron diez euros por humillarme y pude emprender el camino hasta el control policial. Una mujer me negó la posibilidad de entrar por una puerta directa y me obligó a caminar por la fila laberíntica de tipo intestinal que suele preceder a los detectores de metales. Por suerte tampoco ellos comprendían el español. Cuando llegué a la puerta de embarque todos los pasajeros de mi vuelo estaban aún esperando, por tanto no era tan tarde como me habían dicho. Una andaluza que llegó después de mí me compadeció con la mirada pero no hizo nada por ayudarme a arrastrar la maleta. Salí a la pista de aterrizaje y alcancé la escalerilla del avión como pude, casi al borde del colapso. La ascensión hasta la cabina del avión la tuve que hacer de la siguiente manera: levantaba la maleta y la subía tres escalones, después me apoyaba en las barandillas y me impulsaba escalón por escalón. Todo esto bajo la atenta mirada de una azafata teñida de rubio que debió de pasárselo bomba viéndome sufrir para llegar hasta ella, posiblemente la única vez que un hombre haya hecho tal cosa en toda su puñetera vida. Ya en la cabina pedí sentarme en la primera fila para poder estirar la pierna pero nadie quiso cambiarme el sitio, ni siquiera la recién llegada andaluza de antes, que me miraba recién sentadita con ojos de creerse tan bella como Vicky Martín Berrocal, cuando en realidad se parecía más a un experimento de hibridación entre María del Monte y Carlos Herrera. De pronto, la misma azafata que había atestiguado mi via crucis, me dice de sopetón que no hay sitio en la cabina para mi equipaje de mano y que deberán llevarlo en la tripa del avión con el resto de maletas facturadas. Le deseé una muerte dulce, devorada por especies en peligro de extinción.

Al llegar a Barajas, tardé quince minutos en cojear hasta la sala de recogida de equipajes. Entonces no me di cuenta, pero al llegar a casa, después de pasar por el hospital 12 de octubre, donde me diagnosticaron un esguince, una subida de leche y una mala suerte providencial, me di cuenta de que habían forzado la maleta y robado mi cámara de fotos recién comprada. Para entonces mi capacidad de sorpresa hacía tiempo que se había agotado. Me encendí un cigarrillo y sopesé cuidadosamente a qué tipo de activismo paramilitar podía dedicar el resto de mi vida.
El premio al mejor cortometraje de ficción me había costado vivir el argumento de un mucho mejor cortometraje de realidad inverosímil. Toda una lección de cine.

(Foto de Santos Hevia. La única que se conserva de mi serie de catastróficas desdichas en tierras francesas)

3 comentarios:

  1. Grande Gorka!!

    Todo un placer leerte y ver cómo mimas cada palabra!!

    Enhorabuena por el premio y a sacarle partido a esa herida de guerra: desayunos en la cama, ahora o nunca!!

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  2. DIOS-ANTO!

    Joder Gorka, me ha sobrecogido tu relato sobre la invalidez y el éxito. Vaya cuadro#.

    Me alegra que tu actitud te haga salir a flote (¡arriba ese budismo involuntario que profesas!), me sorprende que te tomes con humor y bocanadas de humo tóxico, el hecho de asumir tu destino; me encanta la polaridad de tu experiencia (tan ying-yang como todo en la vida), y me parto con los híbridos de parecidos razonables con Carlos Herrera...

    Visiones del mundo. Por compartir experiencias no nos cobran, no?
    pablo.

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  3. este comentario, la verdad, me ha dejado perplejo. parece el fragmento de un libro de autoayuda, o el mensaje de un director espiritual parcialmente dañado por el salitre de una deambulación atlántica dentro de una botella. no sé cómo se borran los comentarios y por eso lo dejo aquí, que se amarillee y resquebraje con los rigores del desierto

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