lunes, 11 de julio de 2011

Edades





Dan las doce en relojes de mesilla y de cocina, en relojes fosforescentes, de cuerda, de muñeca, en relojes como soles de mediodía, mientras el S-Bahn, amputado por obras en el sentido contrario a las agujas, me lleva bordeando la ciudad hasta mi casa. El tren (un pasillo lleno de relojes, una bala atravesando las ondas de un gong continuo) me obliga a ir con el sentido del tiempo, hacia ese mañana que ya es hoy, yo, que quisiera deshacerlo para llegar antes, o llegar a ese antes que ya conozco y que siempre quisiera rehacer. Mi andar es el de los relojes que suenan en los salones, en las iglesias, en las oficinas de los bancos, en las neveras inteligentes, porque no me han dejado acortar tiempo a través, tan solo cuatro paradas, y no he tenido más remedio que entrar aquí como quien se tira al río y esperar que la corriente circular me arrastre hasta la otra punta. Dan las doce del 3 julio, las 0 del 4. Unos turcos me arrullan con sus sonoros abracadabras y al otro lado de los cristales hay una mujer borrosa cuyo rostro se repite sobre el respaldo del asiento, pero mucho más cansado y envejecido. Estoy cumpliendo 32 años en movimiento, desplazándome en una cinta sin fín, un metro de sastre que va tomando las medidas al estómago, los brazos, el pecho, y en centímetros y con mala letra voy apuntando los resultados en esta libreta, sangrando de vez en cuando el mapa con alfileres de tinta en cruz. 


Por la noche Berlín no es ni más ruidosa ni más silenciosa que por el día. Puede que el tráfico sea distinto pero yo no me fijo en esas cosas. Me refiero a ese ceño de concentración que frunce la línea de los edificios, las copas de los árboles. La noche es sólo una falta de luz, un corte en la corriente que no afecta a los cocineros, los amantes, los fontaneros que ahora mismo cocinan, aman o destuercen entuertos. Es una quietud de indiferencia, esa indiferencia de casas de muro grueso, de cristales opacos a la oscuridad nunca completa que espera en el alfeizar, como un cuervo matutino. ¡La de mirlos y cuervos que hay en esta ciudad! Ambos son siempre el punto más negro que se mueve en las espesuras, de ladrillo y de hoja verde, y no hay mañana que no sorprenda a alguno apoyado en la barandilla, rompiendo a volar con el estrépito de unas hojas de cuaderno -ese vuelo torpe e incómodo de quien no quisiera tener que volar-. Su crujir rasga el silencio de la mañana, idéntica al de esta noche, y es que aquí el reloj (de bisabuelo, de estación, de juguete, de tobillo) da la vuelta completa sin haber encontrado un comienzo, un nuevo capítulo por donde volver a empezar. La cinta del tiempo, con su cielo confuso y su resplandor testarudo, se enrolla y desenrolla sin parar, como yo cruzando esta línea circular mientras el traqueteo me adormece y ciertas chimeneas, súbitas réplicas de otras, vistas mucho más al oeste, en una ciudad con otros idiomas, me demuestran que sí, que envejezco. Los roedores y los taxis y las señoras y los geranios no tienen noche, duermen sólo cuando han terminado de hacer lo que tenían que hacer, descansan un poco para poder continuar por donde lo habían dejado, y a veces, sólo a veces, ese descanso coincide con que en algún lugar sin diferencia horaria es de noche y la gente duerme o se retira para volver a empezar. Si hubiera venido a empezar algo me habría equivocado, aquí es el correr constante, la eterna marcha adelante, el rodar y probar en círculo mientras los cielos apuran un ensayo de luces, torpe, aprendiz, silenciosísimo. 


De pronto, una idea. Si paro en esta estación (un escudo de luz defendiéndose del lametazo de dos inofensivas carreteras) puedo cambiar de tren, coger un U-Bahn y cortar la ciudad en una línea recta y azul oscura, ahorrando quién sabe si media hora. Sería como auparme del seis al doce, manilla arriba, o del siete al uno, para ser más exactos. Sería engañar o tomar prestada una trampa. Hasta puede que detenga por un momento el descorazonador crecer de canas en mi barbilla. Salto del tren cuando ya han empezado a sonar las alarmas de las puertas. Dejo dentro a los tres turcos y a las dos mujeres, que se reconcilien y que circulen círculo arriba, les deseo lo mejor de la subida y lo menos malo de la bajada. Corro, transbordo. Estoy dentro de otro tren, más cascado, renqueante y magullado, lleno de gente con cara de saberse la jugada. No hay tanta leche ni tanto grumo en la luz gritona de los neones, una vieja se fusiona con el cuero jaspeado y multicolor del tapizado, dos rubios beben pero no se conocen. 


La noche es fresca, sopla un viento relleno, algodonado, que se nutre de los parques y arrastra servilletas. Mi garganta es un reloj de arena, tiro ese último cigarrillo que no sirve de nada. Cuando estoy llegando a casa pasa un tren, el tren circular, a mis espaldas. Me he quitado 30 minutos de encima.