jueves, 17 de marzo de 2011

Santo y ceja


En el acto de abrir un periódico cabe toda la arrogancia. Pretendemos con ello informarnos, estar al día, comprender el mundo. Vamos de enterados, no nos tragamos las verdades oficiales, entramos a la página de cursiva, ladeados de escepticismo, nos afanamos, emitimos juicios, cavamos trincheras, fusilamos, todo ello con la levedad del cretino. Pero esta mañana, en la ducha, he tenido que reconocer que nunca se me había ocurrido qué cosa maravillosa, enigmática, indescifrable, es la configuración, la forma, la pertinencia de una ceja. Ese ribete de vello, esa cornisa puesta ahí para evitar que el sudor invada nuestra mirada (claro que bajo el chorro voraz de la ducha no hay cejas que valgan), esa cosa que se contrae cuando algo nos extraña y se arquea si encendemos un pitillo, es un gusano que trepa pero no avanza, que tiene su lenguaje. Caen ríos de agua tibia mientras de la radio, que se volverá atronadora cuando cierre el grifo, me van llegando noticias del Japón y su debacle, de los reactores atómicos fuera de control, de los más de diez mil cadáveres que esperan pacientemente su turno para conquistar los titulares, de las réplicas, algunas sísmicas, otras históricas (familias que huyen a resguardarse a Hiroshima) y otras histéricas (alemanes comprando medidores de radioactividad), de las concentraciones de ecologistas ante sedes internacionales (¿pedirán también, ya de paso, la legalización de la marihuana?)... Pero qué bien se está bajo este grifo, pensando en la magia de la genética sin entenderla, como el hamster que corretea cautivo en su rodillo creyendo que va a algún sitio sólo porque la velocidad le sopla las suaves cerdas. Ahí fuera, en el salón, esperan el periódico y el sofá al café con leche y las galletas. Todos reunidos, más alguna conexión vía telefónica o red social, emprenderemos el rito diario de la impostura, ese enfrentarse a las ventanas del mundo que nos irá formando el primer esputo de la jornada, la primera hiel, pero que sólo nos dejará una mancha levemente grisácea y rotundamente efímera en los dedos índice y pulgar. Los mismos con los que me gusta acariciarme las cejas desde que sé apreciarlas, como quien amansa el lomo irisado de una yegua fiel y servidora. A mí la ceja me sirve para contener y encauzar la sangre que brota de la radio. Salgo de la ducha como Carrie de su fiesta escolar, empapado en hemoglobina pero con los ojos intactos. Estreno mirada cada mañana, veo lo mismo con otros ojos, una ilusión que dura lo  que la humedad en el pelo. En la calle la gente ya ha opinado. Se ha fumado dos cigarros en la puerta de su oficina, ha despotricado de Zapatero o de Camps o de las EREs ilegales o del Faisán o de Manzano, palabras que son como un lenguaje de signos, gestos sordos que repetimos como un santo y seña epiléptico, que no dicen nada. Nadie quiere la sangre, nadie parece dispuesto a aceptar su ración de culpa. Mi calefacción, mi almohada, mi bienestar, tiene muchos nombres, entre ellos Gadafi, pero Buenafuente le desea la muerte y su público ríe y aplaude. No a las nucleares, pero ¿dirían sí a las cavernas? Qué fácil es arrancar un hilo suelto, feo, de este jersey tan cálido y seguir caminando la mañana con la conciencia tranquila. Pero ese gesto, esa poda, nos ha hecho un agujero en la espalda y no lo vemos. La manta que nos cubre es demasiado corta, cuando queremos que nos tape el pecho se nos salen fuera los pies. ¿Qué parte de nuestro cuerpo estamos dispuestos a sacrificar? Yo, por nada del mundo sacrificaría mis cejas, que a esta hora considero casi lo más mío, lo más auténtico. Porque me cubren la mirada, miman mis horizontes, canonizan la redondez angelical de mis dos pupilas. Y además, si hago el pino, parecen dos graciosos bigotitos que afrancesan al simio que aún llevamos dentro. Resulta que "los de la ceja" son más de los que creíamos. Somos, en fin, todos.