domingo, 21 de febrero de 2010

Paredes


Habitación de hotel, Vitoria. Mientras trato de convertir este espacio cuadriculado en un lugar habitable, a base de organizar el ropero, redistribuir los pocos muebles, ahumar el techo y hacer sonar a Nyman y McAlmont suave pero insistentemente, a mis vecinos de detrás les da por echarse un polvo. Ella es de las que siempre quisieron ser soprano. Él es discreto pero avasallador. Sus empujones empiezan, supongo, en la propulsión que ejercen sus piernas y acaban exactamente en mi cogote. Lo curioso es que por mucho que uno quiera relativizar el ruido, comprender a la pareja y su debilidad por el morbo que inspiran siempre los hoteles (en especial los de las ciudades que tienen todo cerrado un domingo a las doce de la noche), su servidor de ustedes no puede evitar mirar hacia atrás como si las estocadas del esforzado másculo pudieran llegar hasta mi nuca ni tampoco excitarse un poco, la verdad sea dicha. El ritmo parece estar alcanzando su paroxismo. Al cabezal de su cama le han entrado unas ganas locas de acostarse con el cabezal de la mía. La chica está alcanzando tesituras inauditas. Se aproxima increíblemente al "Urlicht" de Mahler. Y yo mientras tanto releo este texto hermoso y terrible de "El Túnel" de Sabato (Capítulo XXXVI) que tanto me ha impresionado (basta saber que el narrador es un pintor enloquecidamente enamorado de una mujer llamada María, a la que conoció en una de sus exposiciones, cuando ella miraba absorta uno de sus cuadros, el más extraño y personal de todos ellos, el que nadie parecía entender, excepto ella y él):

"Fue una espera interminable. No sé cuánto tiempo pasó en los relojes, de ese tiempo anónimo y universal de los relojes, que es ajeno a nuestros sentimientos, a nuestros destinos, a la formación o al derrumbe de un amor, a la espera de una muerte. Pero de mi propio tiempo fue una cantidad inmensa y complicada, lleno de cosas y vueltas atrás, un río oscuro y tumultuoso a veces, y a veces extrañamente calmo y casi mar inmóvil y perpetuo donde María y yo estábamos frente a frente contemplándonos estáticamente, y otras veces volvía a ser río y nos arrastraba como en un sueño a tiempos de infancia y yo la veía correr desenfrenadamente en su caballo, con los cabellos al viento y los ojos alucinados, y yo me veía en mi pueblo del sur, en mi pieza de enfermo, con la cara pegada al vidrio de la ventana, mirando la nieve con ojos también alucinados. Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí como clave destinada a ella sola, como un secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.

¡La hora del encuentro había llegado! Pero ¿realmente los pasadizos se habían unido y nuestras almas se habían comunicado? ¡Qué estúpida ilusión mía había sido todo esto! No, los pasadizos seguían paralelos como antes, aunque ahora el muro que las separaba fuera como un muro de vidrio y yo pudiese verla a María como una figura silenciosa e intocable... No, ni siquiera ese muro era siempre así: a veces volvía a ser de piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad, o le había intrigado el lenguaje mudo, la clave de mi cuadro. Y entonces, mientras yo avanzaba siempre por mi pasadizo, ella vivía fuera su vida normal, la vida agitada que llevan esas gentes que viven afuera, esa vida curiosa y absurda en que hay bailes y fiestas y alegría y frivolidad. Y a veces sucedía que cuando yo pasaba frente a una de mis ventanas ella estaba esperándome muda y ansiosa (¿por qué esperándome?, ¿y por qué muda y ansiosa?); pero a veces sucedía que ella no llegaba a tiempo o se olvidaba de este pobre ser encajonado, y entonces yo, con la cara apretada contra el muro de vidrio, la veía a lo lejos sonreír o bailar despreocupadamente o, lo que era peor, no la veía en absoluto y la imaginaba en lugares inaccesibles o torpes. Y entonces sentía que mi destino era infinitamente más solitario que lo que había imaginado".

El amor se les ha acabado. Tengo ganas de aplaudir.

martes, 9 de febrero de 2010

Pasos


Se oyen pasos por todas partes. Pasos de gente que camina, que sube escaleras, que se cruza con otra gente, que se bifurca, se aleja, se reencuentra, pasos de gente bajo la lluvia, chapoteos que no dejan rastro, pasos de gente que cede el paso al coche, a la bici, a la señora lenta y funeraria, un simple apoyar de su peso sobre la acera, un relevo constante en la fuerza impulsora de las piernas, un movimiento de compás que no sé a dónde nos lleva, dando pasos, paseando, dando tumbos, por los metros, los chinos, las arboledas, por túneles de calles ignotas, de tacones afilados, de suelas romas, de botas de niño granujiento y saltarín, de zapatillas grandes, de pies palmípedos, pasos dudosos, pasos firmes, pasos pesados, mi nueva calle es una intersección de gente que camina, va y vuelve, y así como vamos dando esos pasos nos vamos alejando, como se alejan nuestras vidas, aunque haya apeaderos para la melancolía, como bancos de madera expuestos al sol de un parque sin olor, donde poder descansar de tanto camino, de tanto polvo, pero ya no podré ver las fotos guardadas en el móvil, la memoria se me va vaciando de sus cosas, me las han ido robando en noches tontas, inadvertidas. En mi nueva habitación, el ruido de mis dedos golpeando el teclado reverbera como en una gruta o una iglesia abandonada, porque faltan los muebles, los cuadros, los libros, lo que da empaque a una habitación, cubriendo la desnudez de sus paredes, asordinando los impactos, como el acolchado de los manicomios. Hay una vibración de pared a pared, como barridos de rádar que me envuelven y definen y catalogan, torbellinos de pelusas invisibles formando borrascas futuras bajo la cama, un zumbido que brota de los enchufes como si cobijaran luciérnagas fundidas, una corriente de aire que sale de las pequeñas varices negras que agrietan la pintura y el yeso. Es una habitación toda en suspenso, como una red elástica a la espera de que caiga el equilibrista. Cuántos metros por cubrir, cuántos pasos que aún no he dado por estas frías losas cuadriculadas, cuántos dardos extraeré de mi espalda sentado en esta misma butaca, cuántas vigilias, cuántos minutos de oxígeno le quedan a esta bombona que aún produce un poco de frío, que rezuma la humedad del silencio, ese enfurruñamiento en el que se encallan las casas nuevas cuando cambian de inquilino, un poco infantil y por ello arbitrario y breve, repentinamente transformado en algo parecido al calor de un hogar, o a las postales que nos hemos ido aprendiendo en los inviernos de la ingratitud, hogar propio, hogar que sea extensión de uno, sarcófago, DNI, ADN, Patrimonio de la Humanidad, Real Sitio, madriguera, vagina, estación terminal, ascensor, UCI, UVI, unidad inmóvil, sala de ensayos, de operaciones, de maquillaje y peluquería, de proyección, de hospital, taller, laboratorio, claustro, selva, museo, huerta… o simplemente una habitación agradable donde me despierte el sol de la mañana y me abrume la factura del gas, donde escriba versos torcidos con mala letra, poemas a mi cuenta corriente, elegías de primavera, donde componga sinfonías al subdesarrollo y la supervivencia, donde pueda escuchar sonar un piano vecino, maullar a un gato nuevo y atigrado, Nicanor de idénticos instintos, Nicanor de felpa, donde reciba llamadas y exija respuestas, un lugar desde donde asomarme a la calle, a ver la gente pasar, cruzarse en el camino, saludarse y seguir, sin mirar atrás, el lento sumar de los pasos por la vereda de los calendarios, el paso a paso de todos y cada uno de nosotros, el suyo, el mío, hermosos asteroides ciegos buscando rebotar en algún lugar del universo. Los pies se me van aligerando de sus pasos, de cuando fuimos cuerpo y sombra; nuestros pasos resuenan en bóvedas diferentes, cada vez más alejadas, sombras ambos de lo que fuimos, anhelantes de un cuerpo, de una densidad real, de cansancio, de peso. El pasado como un eco de pasos que se van alejando, pisadas superpuestas a los de la mujer que sube las escaleras, taconeando como un glóbulo ajetreado en las entrañas del edificio. En toda casa recién deshabitada hay como una acumulación de plancton, miasmas arborescentes de vida discreta y traslúcida, que siento que se introduce en mi cuerpo, amueblando de sortilegios ajenos la oquedad de mis grutas, quizá sólo sean partículas de polvo sorprendidas por un haz de luz oportuno, que la vegetación sensible de mi nariz tratará de tamizar, como policías insuficientes conteniendo una avalancha humana, penetrando en mi organismo y sedimentándose en mis pulmones, filtrándose alveoladas a la sangre, púrpura de tabaco y ansiedades. El pasado teclea en mi cerebro un logaritmo endecasílabo, papiros de rezos opacos e ininteligibles que desenrollaré cuando tenga tiempo para reorganizar mi mudanza, cuando coloque mis abrigos en sus perchas y me cubra de escarcha la rutina, tac-tac-tac-tac-tac, dicen los dedos de la conciencia, masajeándome las sienes, taladrando las ideas, pocas, agujereadas, como una tira de muñegotes atijerados temblando en la intemperie del patio. Pasos por doquier, un trajín de mudanzas secretas, una sangre apelmazada de tacones bisexuales arrancando su fluir por las desgastadas escaleras de la casa, como hormigas vecinales que acarrearan víveres, y yo, cigarra mentecata, saboreando el vacío de mis posesiones, la virginidad de mi heredad, paladeando el café con leche de la deshora, fulminando fotografías, quemando actas, renovando las plantas de mis pies cansados tira a tira, como se van haciendo las esculturas, donde dejaré que escribas tu nombre como en las escayolas de un osario, renombrando mi esqueleto con tu alfabeto táctil, tus dedos poetas contando las sílabas que me quedan de vida durmiente, dulce, dulce, dulcemente minutada por tus latidos, por los pasos de tu acercamiento, esos pasos que oyen mis oídos y los de Nicanor, que se desvela y se estira, lanzando quejas en gatuno, atigrando las baldosas en elásticos pasos que ni el más sensible sismógrafo podría registrar, Nicanor adormilado, Nicanor ignorante, alma gemela de mis desperezos sobre la cama muelle e intacta, que no intuye que espero, que no sabe que llegas. Y la habitación se va achicando, las paredes ganan terreno hasta cercarme, yo como molde de mí mismo, la habitación me abraza, me toca las costillas (incluso ésa, la que duele, la que se reserva Dios para engendrar a Eva), gira aplastándome, me vacía de oxígeno, me graba en la piel el braille de sus arañazos, y termino como huecograbado de mis paredes, fósil emparedado, una ortiga cretácica a la espera de la evolución, rumiando ecos de vidas, esos pasos que hacen de Madrid un metrónomo loco, que bullen en mi escalera, que escarban mis cimientos y reverberan en los cristales de mis ventanas, porque de pronto soy casa, edificio, siete pisos de niño grande, de treintañero centrifugado puesto a secar, a la espera, esperando, a qué, a quién, a una silueta, a una sombra pesada que me lastre, que me ancle de por vida, cualquier cosa menos una repetición, una pirueta nueva, que me desvíe por otros caminos, que me proyecte hacia otro planeta, cohete desmembrado, hacia un Plutón verde y umbrío donde ser yo otra vez no haga daño, no apague velas y merezca la pena.