lunes, 21 de mayo de 2012

La guerra constante: "Los pájaros" de Hitchcock



Veo "Los pájaros" en cine por primera vez en la vida. Es una película sorprendente, de una radicalidad irrepetible. Me provoca una explosión de pensamientos en múltiples direcciones. Se podrían hacer estudios sobre muchas cosas utilizándola como ejemplo. Por de pronto es perfecta para entender la ocasional grandeza del sistema de estudios, ese mecanismo mastodóntico que permitió a los buenos ser mejores y a los mejores extraordinarios. Una película seca, brutal, con escasísimas concesiones a los estándares de la narración cinematográfica. Pero sobre todo es una película sobre la ética y la moral, sobre los actos humanos y sus consecuencias, o mejor dicho, sobre cómo las personas se hacen responsables o no de sus actos por sus consecuencias. Al salir del cine me embarga la sensación de haber presenciado una lección magistral, que es cuando ves las cosas sólo como te las han mostrado, cerradas, perfectas, sin posibilidad de réplica. Necesito escribir las cosas que pasan por mi cabeza, por inconexas que sean.

Bahía Bodega es un pueblo pesquero donde todo el mundo conoce a todo el mundo, de aspecto amable y pacífico, pero que oculta, como toda comunidad pequeña, la ponzoña de la asfixia, esas telarañas cruzadas en las que han quedado atrapadas innumerables voluntades de independencia. Todo el mundo conoce a todo el mundo, pero cuando Melanie Daniels (Tippi Hedren) pregunta en la estafeta de correos por el nombre de la hermana pequeña de Mitch Brenner (Rod Taylor), los hombres del pueblo no lo saben, dudan, se equivocan. O mienten o realmente no les importa. Y es que en Bahía Bodega lo de menos es la individualidad de cada uno, tanto su nombre como cualquier otro rasgo de su personalidad. Lo importante son las categorías, "es la pequeña de los Brenner". No es el reino hipócrita de las apariencias (eso es exclusividad de las sociedades urbanas, posindustriales), sino más bien todo lo contrario, es el reino nivelador de las funciones esenciales: el cartero, el pescador, el vendedor de pienso, la madre, el primogénito.

Melanie Daniels, hija de papá, heredera, ociosa, bella y etérea, no tiene profesión ni función, que es como decir que no tiene existencia ni peso, que no vale para nada, se topa con Mitch en la tienda de animales de la capital, el escenario natural de sus habituales juegos de suplantación de personalidad (solo quien no es nadie ni es nada puede jugar a ser cualquiera). Al principio Mitch le permite creer que ella le engaña haciéndose pasar por dependienta de la tienda, pero no es así, Micth sabe perfectamente quién es y la deja en ridículo. Es la primera bofetada que recibe Melanie, el primero de una serie de ataques destinados a castigar su liviandad. Mitch quiere regalar a su hermana unos pájaros (love birds) y Melanie los confunde con canarios porque todo se lo toma a la ligera: para ella son sólo "pájaros". Pero con el "amor" no se juega.

De esto sabe mucho Annie Hayworth (Suzanne Pleshette), la maestra, hoy una mujer triste, resignada, pero que antes fue pura pasión, un corazón enamorado que lo dejó todo por un hombre: Mitch. Su relación naufragó por el enfrentamiento con la madre de Mitch, Lydia (Jessica Tandy), pero Annie no huyó, se quedó en Bahía Bodega por estar cerca de él, razón que nadie podría entender. Es su profesión lo que le concede carta de ciudadanía en Bahía Bodega, la explica por su finalidad: dar las lecciones que dicten los libros sin demasiada implicación, colaborando en la estandarización de las nuevas generaciones. Lo único que delata su pasado, símbolo de una sangre hoy apelmazada, es un buzón rojo, a donde llegan tarde y mal las cartas que casi nadie escribe.

A este mundo es donde llega Melanie con su ruidoso coche descapotable y sus dos insolentes pajaritos. Al principio el pueblo se muestra dócil y servil: sus habitantes en nada se diferencian de un ejército de mayordomos que cumplen con todos sus deseos por extravagantes que sean. El mundo es para Melanie ese escenario de teatro donde uno hace lo que le da la gana porque todo está donde y cuando se necesita, sin que importe averiguar quién lo hace posible y a qué precio. Para llegar a la casa de los Brenner hay un camino que bordea la costa pero Melanie quiere un efecto sorpresa (actuar sin ser vista, o sea, espectáculo no comprometedor), por tanto alquila un bote y cruza las aguas, ataja, se salta las convenciones que hubieran seguido de haber empleado el coche (la carretera da a la puerta principal, pero el embarcadero da a la puerta trasera). Ella hace lo que le da la gana, lo que favorezca a la liviandad del juego, esquivando las consecuencias. Pero éstas no pueden ser esquivadas sin arriesgarse a pagar un altísimo precio: de eso trata la película. No puedes pretender llegar a la vida de nadie por la puerta de atrás: en esa casa hay sufrimiento, hay leyes, hay injusticias, hay amor, toda una serie de ingredientes que crean un potaje denso, difícil. Si quieres entrar, entra, pero no puedes pretender que el mundo baile siempre al son de tus apetencias. Y menos aún un mundo reglado, autosuficiente, ético, despótico (pero nunca caprichoso) como Bahía Bodega.

Ese mundo reacciona contra Melanie ("dicen que todo esto empezó cuando llegó usted; es usted malvada", le espeta ¿quién?, una madre, claro, una madre que siempre aparece en plano con sus dos hijos, no se sabe si en la actitud de defenderlos o usándolos como coraza para defenderse ella misma). Bahía Bodega no quiere tanto la solución de la guerra de los pájaros como la búsqueda de un culpable. El "fin del mundo", como repite una y otra vez un borracho (símbolo tradicional del lúcido que ha tirado la toalla, que ya no pelea, que se ha resignado), tiene que tener un claro responsable. Y ese responsable tiene que venir de fuera. El mundo, para los habitantes de Bahía Bodega, es perfecto. Si las gallinas dejan de comer la única explicación es que el pienso está en mal estado. No hay tiempo ni ocasión para la reflexión, la autocrítica. La culpable es Melanie por fuerza, necesariamente, porque ella provoca una grieta en el caparazón cerrado, pluscuamperfecto, de la entidad autosuficiente. Ella es, sencillamente, inexplicable por in-incorporable. Melanie representa a la mujer libre, pecaminosa, epicúrea, sexual. La mujer adulta, en Bahía Bodega, o es esposa o es madre. Hay otro modelo de mujer: la vieja sabelotodo que pide cambio para cigarrillos en el restaurante y despliega sus conocimientos en ornitología y sus aptitudes para la intransigencia: no puede creer lo que cuenta Melanie, el ataque de los cuervos es imposible, niega las evidencias hasta que éstas explotan ante todos. Nunca volveremos a ver su rostro, se esconde, da la espalda, no se atreve a volver a mirar a la cara a Melanie. Me gusta esta vieja, me la imagino soltera, asexuada, o mejor dicho, que ha sustituido su sexualidad (y por tanto el dilema sobre qué opción tomar) por una cortina de humo hecha con la respetabilidad de la cultura, una impostura como otra cualquiera.

[Inciso 1: además de la vieja, sólo dos mujeres fuman en la película: Melanie y Annie, pero Annie fuma en casa, de puertas para adentro, o cuando la llegada de Melanie le concede la excusa necesaria, "me apetecía fumar pero no quería interrumpir el trabajo"].

[Inciso 2: el sexo, breve digresión. Tras la primera noche que pasa Melanie en casa de los Brenner, Lydia se marcha y nosotros con ella, pero cuando regresamos a la casa, Mitch y Melanie ya se besan en la boca; no ha hecho falta explicitar nada, es evidente que el sexo ha tenido lugar en cuanto la madre ha abandonado la casa].

El final es complejo, diferente para cada personaje. Mitch vence porque supera su cobardía. Vence a "los pájaros" venciendo a su madre: le dice "tú eres mi madre, no mi mujer" (no lo dice, pero como si lo dijera), no volverá a ceder como cedió con Annie Hayworth; la necesita como madre y él le concederá su condición de hijo, no de sustituto de su esposo muerto. Melanie, sin embargo, pierde, al menos momentáneamente. Como personaje perdido, inmoral, recibe el castigo de su vida. Está por ver si aprende la lección. Quizá Mitch consiga curar sus heridas, hacerle recordar que es alguien, que puede ser alguien, que debe ser alguien. Frente a los que puedan pensar que esta es una idea machista diré que sí, puede ser, pero a nadie debería sorprender esto en Hitchcock, un puritano al fin y al cabo. Para Melanie la película se cierra como una lápida que decapita su "cabeza loca", cortando sus alas de pájaro volador de flor en flor y marcando así su transformación forzosa de colibrí polinizador a útero inmóvil: serás madre de mis hijos, pero serás. Lydia aprende a conocer su lugar. En el fondo era otro personaje perdido, un náufrago que no sabía lidiar con sus sentimientos en conflicto (es inolvidable su constante dubitación, sus diálogos desorientados, sus acciones mecánicas, representaciones de la lucha entre su individualidad y la consciencia de su función). En Melanie encuentra a la nuera que necesitaba para conocer (para recordar) de qué manera, hasta dónde, ser madre. Por si había alguna duda, quede claro que no es un final feliz, es el final necesario para un posible volver a empezar. Annie Hayworth muere. Mitch deja atrás cadáveres que poblarán sus pesadillas señalándole con el dedo lo que hizo o dejó de hacer. Nadie está libre de culpa, como reza el catolicismo. El coche arranca y se aleja (por el camino, como Dios manda). Pero lo hace con tiento, a sabiendas de que el terreno está plagado de pájaros, peligros que muerden a la mínima.

Un último apunte: en la proyección de anoche había un grupo de jovencitos modernos estupendos que irradiaban estupendez, como si dijeran "qué geniales somos que venimos a ver una película antigua". Por supuesto, emitieron todo tipo de ruiditos, exhalaciones y risitas cuando los efectos especiales no satisfacían sus estándares. Qué se le va a hacer, les han enseñado a mirar el mundo desde una altura egocéntrica. Pero lo que más me hirió fue cuando rieron a carcajadas al ver a Melanie aniquilada, hundida, tras el último ataque en el desván de la casa (Mitch la salva y una vez en el salón, Lydia y él curan sus heridas). Rieron, sobre todo, ellas. Quizá exagere pero pensé que en esa risa habitaba la arrogancia de quien se cree más libre, más capaz de autonomía, de iniciativa, de cojones. Es cierto que "Los pájaros" ofrece una imagen machista de la mujer, pero no lo es menos que de forma más importante, más esencial, habla sobre la libertad del individuo frente a los sistemas éticos y sociales que lo delimitan, le imponen unas normas o le exigen una reflexión de cara a la definición de su propio lugar en esa sociedad. "Los pájaros" habla de una guerra constante, esencial, que esas niñas-bien donostiarras ni siquiera intuyen que exista.