jueves, 26 de noviembre de 2009

Cumplir los 30


Recuerdo que una vez besé unos labios agrietados que sabían un poco a vodka y me dijeron que tenían 30 años. Cómo era posible que yo hubiera recalado en semejante puerto fue algo que no alcanzaba a comprender, siendo de tendencia tan claramente opuesta. Nos separaba una enormidad, tres o cuatro universos, un aparatoso kilometraje de horas y días y años de carreteras en sentidos opuestos. Pero no por nada en concreto sino porque tenía 30 años, qué barbaridad, bagdad. Yo era un yo no sé qué era, aparentaba más en las fotos y mi espalda trazaba una línea recta más amplia, porque está visto que he menguado estos últimos años, pero así como me veo la nuca no consigo imaginarme de frente y no sé qué estaba pensando. Era contradictorio, amigo de complicaciones, cualquier cosa que cayera a mi alrededor terminaba como una manta que se ha ido enredando en nuestras piernas a lo largo de una noche de insomnio, sobada, incomprensible, asfixiante. Y tener 30 era para mí como haber hecho la mili, como tener una ballena amaestrada, ser presidente de algo, tener algunas canas y un ramito de puntas de espaguetis saliendo lateralmente de los ojos. ¿Qué se yo lo que pensaba que era tener 30? Ahora que los tengo sé menos todavía, pero este fin de semana hay una amiga que los va a cumplir radiantemente, una amiga con la que he hablado siempre mucho del porvenir, del grado de inclinación que van tomando nuestras hipotenusas con respecto a la paralela de las cronologías, los deberes consuetudinarios, las obligaciones. Y en alguna plaza de esas que se esconden cuando voy sólo por Barcelona pero reaparecen si alguien me acompaña, sentados en alguna piedra vieja, hacemos de arqueólogos de lo que venimos siendo y nos abrazamos mucho cuando nos miramos a los ojos. La voy a echar de menos cuando este finde celebre la llegada a ese balcón desde el que antes me daba miedo que me mirasen. Pásate, si lees esto, por el patio de las columnas romanas y haz como si me hubieras visto salir.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Rayado


Mi cuerpo está cansado, llevamos cuatro días de rodaje, frío, madrugones y noches de mal dormir, ahora continúo con otra movida nueva y tengo pendientes otros dos frentes inmediatos (tres con aquella otra, cuatro con la que tú sabes), pero mis dedos van al teclado como las moscas a la miel, a engolfarse picoteando, a saber qué estarán buscando, una combinación que neutralice una explosión de energía, o he visto demasiada televisión. Curioso. Lo tengo aquí delante, es un aparato como un ojo cuadrado (los antiguos modelos mejoraban la metáfora con sus dos únicas pestañas divergentes y erizadas), lleva el cable enrollado sobre la cabeza, como un tocado africano de poca altura y una boca breve, como rencorosa, que siempre dice SHARP. Hace como un mes que la única televisión que he visto es la que he ido encontrando en bares, generalmente noticieros, con informaciones sincopadas o miopes que no acabo de entender. Hoy he visto un mitin del PSOE con llegadas de los miembros del gobierno sobre alfombra rosa (tipo Zinemaldia) y con entrevistadores / actores, grupo de jazz y un público entregado. Debo confesar que tampoco he entendido nada, que parecía una burla editada de "Vaya semanita", pero que al parecer ha ocurrido de verdad. Y ya no quiero saber nada más de la actualidad, de la gripe A, de la sección de economía (no por dios), quiero quedarme en este salón y escuchar a este grupo de Barcelona que Lara no conocía y yo sólo un poco, terminar el plan de rodaje, los desgloses y todo el cristo que tengo pendiente, cenar, acariciar al gato, descansar y escribir, escribir, escribir, visualizar, acercarme a ese hombre con mala suerte que empieza a creerse que tiene poderes, quién es, qué ropa lleva, por qué me lo imagino en determinado pasadizo comercial del barrio, escueto en claroscuros, como el plano de la estación en "Munich", cómo ir contando la desolación mediante la imagen patética de un infeliz al que todo le sale mal, el trabajo, el amor, la vida, en general, un gixajo, lo siento, es una palabra intraducible pero increíblemente exacta, pero que en su fuero interno empieza a comprobar que puede desear el mal del de enfrente y provocar que ocurra en cuestión de segundos (si está muy concentrado). Su poder le llevará a la reflexión de cómo ejercerlo, si para el mal o para el bien. Pero el bien no funciona, intenta ayudar a los necesitados pero sus deseos no se plasman, los milagros no se producen. En el mal la cosa va de maravilla, pero lógicamente empieza a discriminar mejor, a elegir más escrupulosamente sus víctimas. Porque se da cuenta de que aplicándose contra los más merecedores de su castigo, en el fondo está ayudando a los demás, hace el bien a través del mal concreto. Delirios de grandeza, claro, el tipo es un cuarentón apuesto pero inútil, las cosas ocurren sí a su alrededor, y él cree provocarlas porque las desea, cuando en realidad ocurren sin más o se las imagina. No, no va por ahí, la cosa así no funciona. Pero hay algo, algo... palabras, tecleos, manchitas oscuras sobre fondo blanco, la zebra a la que me han atado.

lunes, 16 de noviembre de 2009

Espejo frente a espejo


Estoy feliz porque finalmente he dado con una buena antología de poemas de Miguel Hernández. Están todos los que conocía y muchísimos más que nunca había leído. Me esperan buenos ratos ojeando sus hojas. ¿Me esperan buenos ratos? Hay una corriente a la que me acerco descalzo, con los calcetines amordazando las zapatillas, tanteo la temperatura del agua, terríblemente fría o caliente, siempre terrible, de flujo, de osadía, de muchedumbre. Tengo trabajo pendiente. Me toca a mí, tengo que hablar en público, decirme de nuevo totalmente, vestirme de apellidos y manías, probarme el sabor de mi boca, ensayar caricias convincentes, aprender a contenerme en mis dedos, olvidar los espejos (¿qué refleja un espejo frente a otro espejo?), vaciarme de quimeras, atarme los cordones, flexionar las rodillas, levantar el culo, reaccionar al disparo, correr como alma que busca al diablo. Tengo que desnudarme de mí, abrirme la bragueta que empieza en la frente, colgar de una vez por todas el traje de buceo, ser esqueleto, contarme las costillas, ver que están todas o quitarme alguna para ser más flexible, encajar la mano en el hueco de los pálpitos, creer en ellos, en la sombra que han dejado sus ecos, como un reguero de azúcar y tabaco, recoger una muestra con un dedo, medir el punto de sal, bicarbonatar el vacío del estómago, como quien encala un trastero, rascarme la espina dorsal, recorrerla con mano ajena, vértebra a vértebra, y contar hasta diez sin respirar sin pulmones. Tengo que escuchar muchos discos, buscar muchas palabras, dudar muchas veces, tengo que caerme, sangrar, conocer muchos hospitales, llorar con esa sonrisa que se me ha quedado, echar las lágrimas a un cubo, fregar las baldosas con ese salitre ridículo y tartamudo, tengo que seguir el concierto, hacerme el sueco tantas más veces, mirar con ingenuidad a un gorrión, pedir pollo de segundo en muchos más restaurantes, cronometrar los sueños de otros, etiquetar besos, peinar de lado pelos lacios, coleccionar tacitas de plata, coger aviones, soñar con colchones en tantos colchones, tengo tantas cartas por escribir, tantos poemas que conocer, qué bien que por fín, qué bien que Miguel, te abro en mitad de cualquier sitio, y te encuentro un rayo constante, un carnívoro cuchillo, una barranquica, elegías, retamas, asteriscos, costuras, retazos, azotes, tesoros, rosales... cadenas de poemas, versos espirales, tornillos en la boca, besos como virutas de hierro, labios como almohadas, siento sueño, es la espalda y esta silla recta, carcelaria, boca que arrastra mi boca, boca que me has arrastrado, boca que vienes de lejos a iluminarme de rayos, alba que das a mis noches un resplandor rojo y blanco, boca poblada de bocas, pájaro lleno de pájaros. Las ocho son un buen propósito de enmienda. Mañana a las ocho será de día, se habrá levantado el sol (que como el sol sea mi verso, más grande y dulce cuanto más viejo), el sol te habrá levantado, te vestirás despacio, porque tienes prisa, prisa por irte al río, a ver fluir la mañana y la vida y las guerras y los afanes, descalzo, con las zapatillas engarfiadas en dos dedos, a probar la gelocalidez de sus aguas, ocho de mañana, mañana en ocho, capital del dolor, inmensa página en blanco, qué palabra, cuál será la primera.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

La ventisca plumífera (Notas del absurdo I)


Qué vergüenza madre leer el anterior post, delirios de grandeza, prólogos pautadores de mierda. Todo es lo mismo, eterna rueda rodante, tuneladora que a saber qué nuevos agujeros me está practicando sibilina y lubricante. En algún lugar hay un interruptor, lo sé porque lo vi cuando era de día, pero dónde, coño, dónde. Emprender la jornada, comprar el pan, buscar un hueco que se parezca a mi cuerpo en almohadas del Zara Home, perder un autobús, acariciar la tecla definitiva y no llegar a pulsarla, hablar con los animales y los niños, torcer el cuello hasta el chasquido de la decencia, trascender los muros de los edificios y plantarme en sus oficinas, en sus hogares, ser ésos que veo, proyectar, proyectar, retroproyectar, hacer del pasado un libro de cuentos, saltarte los aburridos y subrayar los instructivos, vivir como un rotulador fluorescente, perdiendo la punta en deshilaches, rozamientos, choques frontales, y esa saliva azul de bolígrafo barato que se queda impregnado y con el que vas manchando tus manuscritos, elegir el olor a rosas o a lavanda para el ambientador en un chino con poca luz y pasillos estrechos, comprobar que ambos huelen a lo mismo, reflejarme en cristales que no saben nada de mí, pensar, imaginar, idear, bocetar, proyectar, de nuevo, ya estamos otra vez con lo mismo.

Cuando Lara está en casa el gato no me hace ni caso. Pero estos últimos días que ella ha estado trabajando y apenas ha venido al piso, había que ver al jodío bicho siguiendo todos mis movimientos desde atalayas que le encanta improvisar o acurrucado sobre la cama en actitud que puede parecer de reposo pero que en realidad es de espera, se sienta donde me siente yo, me maúlla para que le abra las ventanas y vuelve a llamarme cuando se cansa de pasear por los tejados y le apetece volver al calor del hogar, y yo vivo más pendiente del gato que de lo que hago, o casi haciéndolo para el gato, para que él me mire hacerlo y piense “mmm, qué co-dueño más interesante, que se pasa parte de la madrugada leyendo de un libro y apuntando cosas en otro más pequeño”. Cuando lo hace el gato no nos importa ser un segundo plato en toda regla, lo achacamos a su animalidad. Pero con las personas no pasa lo mismo. No entendemos la voluntad de independencia, la necesidad de abrirles las ventanas y de que salgan en plena noche a buscar otros rincones, otras caricias, a respirar más oxígeno, a dejar que el cuerpo se les vaya enfriando inmovilizados en lo alto de las chimeneas como gatos de veleta, olvidando los quehaceres, el hueco que se ha dejado en casa esperando a ser llenado, hartándose de clichés urbanos de noches lluviosas, cuando el bohemio se escapa de la manta y antes prefiere el frío que recular hacia el centro de la cama. O aunque las entendamos y las alentemos siempre nos producen un mínimo, insignificante cortocircuito, como el chispazo que echan algunos interruptores, que no llega a fundir la bombilla. Comprendemos porque esperamos que nos comprendan nuestra necesidad de creer en la autonomía, en la independencia de ese islote perfecto, cadencioso y aséptico que queremos ser. Pero a pesar de todo cuando el gato te hace un feo y te da la espalda olfateando los talones de su dueña, no puedes evitar recordar los buenos momentos que has vivido con su liviano cuerpecito en tu regazo y lo cerca que estuviste de creer que sus ojillos eran de verdadera satisfacción, que ronroneaba con sinceridad, imitando alentando con la cola el viaje en espiral de las volutas de humo de un cigarrillo de los que ya no me quedan.

Hay un mundo chillando al otro lado de la ventana. Lacruaquet. Urtiznerea. Margálaga. Catábasis. Lazos, cuerdas, nudos, pocos, míos, éstos. Proyectos, proyectos, proyectos. Sombras larguísimas sobre un muro lejano.

lunes, 9 de noviembre de 2009

De la brevedad de los relatos


En el capítulo 24 de "Rayuela", Cortázar pone en boca de Gregorovius, un personaje fantasioso e indescriptible, en mitad de una conversación normal, el siguiente relato corto camuflado:

"Hubo una época en que me dedicaba a estudiar a mi madre. Era en Herzegovina, hace mucho. Adgalle me fascinaba, insistía en llevar una peluca rubia cuando yo sabía muy bien que tenía el pelo negro. Nadie lo sabía en el castillo, nos habíamos instalado allí después de la muerte del conde Rosser. Cuando la interrogaba (yo tenía diez años apenas, era una época tan feliz) mi madre reía y me hacía jurar que jamás revelaría la verdad. Me impacientaba esa verdad que había que ocultar y que era más simple y hermosa que la peluca rubia. La peluca era una obra de arte, mi madre podía peinarse con toda naturalidad en presencia de la mucama sin que sospechara nada. Pero cuando se quedaba sola yo hubiera querido, no sabía bien por qué, estar escondido bajo un sofá o detrás de los cortinados violeta. Me decidí a hacer un agujero en la pared de la biblioteca, que daba al tocador de mi madre, trabajé de noche cuando me creían dormido. Así pude ver cómo Adgalle se quitaba la peluca rubia, se soltaba los cabellos negros que le daban un aire tan distinto, tan hermoso, y después se quitaba la otra peluca y aparecía la perfecta bola de billar, algo tan asqueroso que esa noche vomité gran parte del goulash en la almohada".

En esta narración de un recuerdo a todas luces falso, pero contado con esa ternura, esa sobria y a la vez muy efectista forma de distribuir los detalles, injertado como digo en una conversación que mantienen Gregorovius y la Maga, hay un ejemplo maravilloso de lo que debe ser el argumento de un buen cortometraje. Es una anécdota, extraña, maliciosa, inquietante, pero sirve para hablar de al menos dos personajes (el conde muerto y la mucama como comparsas aludibles), mostrando sólo la punta de sus icebergs, el niño fascinado por la operación falsificadora de su madre, convertida en un objeto de adoración y voyeurismo, y la madre calva, que construye una doble ficción (la peluca rubia sobre la peluca negra) y la desnuda cada noche en la soledad de su tocador, violada por un agujero en la pared y un ojo muy abierto. Finalmente, la decepción, sorprendente pero inevitable al mismo tiempo, como el despertar a la verdadera vida, esa construcción endeble de bellas mentiras a partir de tejidos monstruosos, cadavéricos. Lo tiene todo.

Y sin embargo me empeño en buscar unas historias que me fascinan por alguna forma de belleza en progresión, cuando hay una transformación o el desencadenamiento de imprevisibles emociones, como si en lugar de escoger un vagón en concreto optara por el tren dando una curva.

Mi trabajo sobre "La vida breve" de Onetti se está complicando. Soy consciente de que la historia que me entusiasma es larga, implica muchos minutos. Pero estoy, una vez más, pensando en la manera de incorporar al estilo del corto la técnica necesaria para hacer una primera parte nebulosa pero contextualizadora, que saltara en el tiempo y sugiriera sirviendo al mismo tiempo de pautadora de un ritmo. Son muchas cosas las que hay que ver, escuchar, antes de pasar a contar la segunda parte y el desenlace. Tengo la impresión de volver a estar queriendo meter un elefante por el ojo de una aguja.

No hay más que pelos de gato en el teclado. Mañana dejaré abierto el word por si a Benjamino le da por dejarme un mensaje pedestre. Quizá me ofrezca una solución.

viernes, 6 de noviembre de 2009

La azotea


Hubo un día (y así quedó reflejado en algún lugar de este caos blanquinegro) en que ciego de asfalto, harto de la grandeza, me subí a una azotea y me hice gato unas horas, me salió una cola robusta y marrón, con la que me iba apoyando en las tejas resbaladizas aún para mis principiantes maullidos, cuatro esponjosas palmas que lamía mientras contemplaba un Madrid insólito, esa esfera de electricidad que conecta todas las buhardillas, las terrazas con mesitas para el verano, las calvas de los edificios, las pocas peinetas de moños oscuros, verticales, los más altos ventanucos, las últimas mirillas, como un estrato geológico superior, la planta quinta de este supermercado hirviente de hormiguitas que por poco me arrastra y me enmudece. Fui gato el tiempo justo, después volví a las calles, a rodearme de alturas, al paleolítico superior desde donde no se pueden ver las nubes de un neolítico fraudulento, que vende innovaciones como quincalla, regadíos de esperanza, gallinas de huevos sin yema, el panteísmo del zodiaco, la energía y los falsos consejos.

Y va la vida, que se empeña en parecer escrita por alguien con talento, y me trae de vuelta a esta azotea donde se fraguaron, sin yo saberlo, ilusiones de permanencia, instintos felinos. Vivo en lo más alto de una casa que es un faro y un refugio, un ojo iluminado que otea la ciudad, vertiendo un beso como un foco, una luz como de dominio, bañando conos de ciudad en la más amarilla de las mareas. El gato me mira, salta a mi cama, resume en dos zigzags lo esperable de nosotros, vierte mi vaso, mordisquea mis zapatillas y me invita a los tejados, extrañado de que no le siga. Imagino que perdona mi cobardía, entiende mis escrúpulos, no quiero andar aún por los tejados, adiestrar a la luna, silbando melodías improvisadas. Lo que quiero es quedarme aquí sentado un minuto, esperar a que mi cuerpo se vaya habituando a estas paredes, a memorizar que para ir al baño es mejor girar a la izquierda de la silla desde la que escribo, a impedir que el gato se suba a la colcha, lo que es, la manta de mi madre aquí no la pongo, visto cómo está el somier de arañado, dulce bestia, engañoso muñequito. Habituarme a tener dos soles en la espalda, a percibir como una noche súbita el paso de la más leve nube usurpadora, y sentir que de mis espaldas sale una tela de araña buscando los dos vértices traseros, de mi pecho otra doble línea en x hacia el frontal del cuadrilátero, de las cuales brotan segundas ramificaciones, terceras, que a su vez parecen subdividirse, buscar el contacto con la más cercana, como un rompan filas de soldados de permiso abordando burdeles, y en un tristrás estoy conectado a una maraña de cables duros y resistentes, perfectamente afinados en do, que petrifican, humedecen, arpegian mis tripas.

Estoy esperando a que me lleguen los últimos fardos con víveres y utensilios de extrema necesidad, una caja de libros que reza “necesarios” y que ya no recuerdo qué contiene, pero la voy a abrir, descalzo y de rodillas en mitad de mi habitación, abriendo con los dientes si es necesario las cintas de embalaje, e iré extrayendo los libros como si cada uno fuera el regalo de alguien distinto, los besos de bienvenida que me mandan los amigos, tan fáciles de querer que no cuestan nada pero lo valen todo. Romperé la caja vacía, destripada de mis tripas, apilaré cartones de tamaños regulares y encenderé una fogata que se verá en todo Madrid, que subirá por los cielos de mi corredera, atufando de incienso, colonia y sudor, más las partículas que hayan dejado tantas palabras impresas, ideas negruzcas que volarán como incandescencias de corta vida, y la columna de humo, como la de mi cigarrillo, como la cola del gato al que he dejado atrapado en el exterior y con la que golpea la ventana en busca de compasión.