martes, 29 de septiembre de 2009

El vigía

En mi casa están construyendo un ascensor que evite subir la cuesta y conecte diversos grupos de casas con un rápido trazo vertical. El trayecto está dividido en dos etapas. Son dos columnas de cemento como dos brazos con muñones, levantados de la noche a la mañana, con entusiasmo, sin armonía. Son dos torres de vigía que ya no sirven, que han llegado tarde, porque el enemigo ya se ha colado. Comprendo que me hubiera podido subir a ellos y otear el horizonte, pero me lo han robado todo y ahora camino subiendo la cuesta por entre las sombras de estos dos gigantes absurdos e inútiles, arrastrando mi desolación por este ambiente de construcción. El enemigo ha entrado por donde menos lo esperaba, por una hendidura inadvertida, o quizá una puerta menor e insignificante, de la que hubiera olvidado preocuparme. En vano reclamo nada. La ciudadela en construcción se me antoja grotesca, un monumento a la violación, una elegía a mi insolencia. Todo se va volviendo esquelético a mi paso, el asfalto, la golondrina, una diástole de dolor, la incomprensión, el miedo. Se me ha quedado el silbido colgado de los labios, de pronto estoy de funeral, me han entrado en la casa y han robado lo más mío, lo que más adoraba, mi secreto, mi único tesoro. Y pienso en cuánto tiempo hace que bajé la guardia, cuándo fue la última vez que no eché de menos sus caricias, y me compadezco y no es del todo justo. El arquitecto de nuestro castillo va cuesta abajo con las manos en los bolsillos, pegando patadas a una botella vacía. Las invasiones bárbaras han vencido. Mi barrio ahora son ruinas de un proyecto, los restos de una ciudad bombardeada por dentro. El zapador ha ido colándose casa a casa, demoliendo paredes, respetando las fachadas, recorriendo la avenida en paralelo, secretamente, a salvo, mazazo a mazazo, sepultado por el estruendo de mi vida. Para cuando me he querido dar cuenta el ladrón ya era un invitado. Ahora creo estar llegando a mi portal pero no siento la llegada, me inmolo en un ascenso que es descenso, un acertijo de curvas demasiado cerradas, arrastrando con cada pierna una mole de siete años, siete años en un Tibet tan puro y cristalino, tan fácil de hacer añicos. Qué inútiles los afanes, los espejismos que se formaban a nuestros pies, como nubes bajas que subrayaban nuestra coronación, qué mentirosa la madera que crujía alrededor. Cuando suba a este ascensor habrá pasado el tiempo, la cuesta se verá olvidada, en un mundo de coches, sin humanos, será el trayecto de una historia que terminó con brusquedad, como un barranco finiquita la tierra, se acabó lo que se daba. ¿Qué hacer con las maletas, el equipaje de un reino ideal venido a falla, qué hace ese microscópico pasajero en mitad de la estación? ¿A dónde creerá que va?