domingo, 11 de enero de 2009

La clase


Me había propuesto conectarme a Internet desde algún bar con wifi pero en mi barrio todos los locales de este tipo están cerrados hoy sábado. La vida universitaria, con resaca a estas horas, les da a los taberneros de aquí un rompan filas que se respeta hasta el lunes. He tenido que coger el autobús y acercarme al centro. Más de lo mismo. Aquí, quizá, porque las noches de los viernes son siempre más duras. El caso es que he tenido que plantarme a esperar a que abrieran uno de los bares de Reyes Católicos y a tal fin me he sentado en las escaleras del Koldo Mitxelena. Me había liado el cigarrillo cuando de pronto me encuentro con un profesor del liceo, Iñaki V., que se sorprende de manera bastante más efusiva que en anteriores ocasiones (me lo he encontrado varias veces en los últimos años), quizá porque el otro día me vio en los periódicos. Nos hemos puesto a hablar, yo en euskera, bastante mejor que en la entrevista del otro día para la ETB y sobre todo para Bizkai Irradia (un recuerdo bochornoso que tardará en dejar de taladrarme la conciencia). Al parecer, casi toda la plana mayor del profesorado de Barandiaran, el centro donde yo estudié los difuntos BUP y COU, han sido trasladados a la ikastola Zurriola. Tomás, mi profesor de euskera, y uno de los tipos más auténticos e irremplazables que he conocido nunca, se jubila este año. Tan sólo por ese motivo, debo hacer un esfuerzo e ir a visitarlos. Es una lástima que mi pobre euskera sea lo que me echa para atrás. Pensar en un hipotético reencuentro con Tomás, donde no podría decirle las palabras exactas que merecería escuchar, me sabe a oportunidad perdida. Pero lo cierto es que no hay otra opción posible. No es tanto como me ha ocurrido con Iñaki (y lo que hubiera ocurrido con el resto, incluso con aquellos profesores que daban sus clases básicamente en español, como Arantza, de Lengua, Manu, de Literatura, o Ana, de Latín), a saber, que su pertenencia al universo de la institución que me dio mi formación eusquérica me obligue a hablarle en euskera, situación que ya sufríamos cuando, siendo sus alumnos, nos encontrábamos de tarde en tarde con alguno de ellos por las calles (recuerdo incluso la sensación, a veces de vergüenza, que me invadía cuando pensaba en que estaban atestiguando mi forma de pasar las horas de ocio, aquellas que nunca compartiríamos y que, de alguna manera, son las que mejor nos definen, sobre todo a esa edad). Con Tomás influirían, además, otros elementos, sobre todo su neta vinculación a la cultura vasca y vasquista, abertzale. El respeto a su ética profesional y sobre todo los excelentes recuerdos que atesoro de su trato extra-académico, tanto para con mi hermano como para conmigo, me empujan a tratarlo con una veneración extraordinaria. Volver a dar la mano a Batis, mi profesor de Historia y principal responsable de mi posterior dedicación al estudio de la Historia (así suena mejor de lo que fue), es otro instante que en el fondo desearía vivir. Y digo en el fondo porque uno es consciente de que este tipo de momentos los hemos visto muchas veces en las películas (norteamericanas) y da un poco de asco cuando a uno le afloran estos ramalazos waltdisneyianos que no puede evitar. Y que, además, guardamos reciente memoria de momentos similares que resultaron un auténtico desastre, la ruptura traumática de la infinitamente más cálida hipótesis imaginada. Me ha pasado con algunos profesores anteriores, precisamente aquellos de quienes conservas menos e inconexos recuerdos y que son los que más podrían ayudarte a recordar. La cercanía para con un profesor es siempre una voluntad de recuperar el reflejo, el testimonio de lo que fuimos a la edad en que pasamos por sus vidas. Los hay que no han dejado demasiadas huellas, yo mismo por ejemplo en muchos profesores. Pero los hubo especiales, y a por ellos nos volcamos como frente a una bola de cristal, para disipar las brumas del tiempo y el autoengaño, temerosos de que no guarden de nosotros la grata memoria que nosotros sí conservamos, pero inevitablemente ligados a sus vidas. Además, están los profesores que atestiguaron tu formación física, emocional, y los hay que coincidieron en la época de tu formación espiritual e intelectual. Reencontrarlos, ver en sus ojos la ilusión o la perfecta indiferencia que les inspiras, emociona de forma diferente si quien te topas te vio convertirte en hábil manejador de voluntades colectivas durante los trabajos creativos de grupo (en un informe, mi profesora de EGB escribió: “le gusta mandar; no acepta las opiniones diferentes y trata de imponer a toda costa la suya”) o si lo que presenció fueron tus ingenuos y acalorados panegíricos de Kafka o Pío Baroja. Recuerdo que un profesor, Edu, se paró frente a mi mesa una vez y cogió el libro que entonces me estaba leyendo; era uno de Baroja. “¡Bah!”, graznó, dejando caer prácticamente el libro, “esto es una mierda”. Yo, boquiabierto, le pregunté por qué. “Porque nunca escribió en su lengua”. Sí, a veces, hemos tenido que pasar por grandes momentos como éste. Sin embargo, otros, nos han regalado inolvidables momentos como el que sigue: recuerdo que era un viernes de huelga, la víspera se había procedido, por parte de los de siempre, a una de aquellas votaciones arbitrarias que, por alguna razón, revestía de una especial seriedad (no recuerdo el motivo de la movilización). Los pocos que acudimos a clase pudimos ser testigos de una lección magistral que quizá hoy alguien pueda considerar maniquea o demasiado efectista, pero que bien mirado no lo fue en absoluto, sino más bien todo lo contrario: un gran ejemplo de cómo un profesor puede y debe enseñar más que la simple materia que le corresponda. La primera clase de la mañana era la de Historia. Llegó Batis, a la sazón también director del centro desde hacía algún tiempo, y sin darnos casi tiempo a comentar la excepcionalidad de la situación (la clase estaba prácticamente vacía, no éramos más de ocho), se puso a leernos un texto que después pasaríamos a comentar, siguiendo las pautas que nos había explicado. Se trataba de una carta intimidatoria enviada al responsable de alguna institución o empresa en la que los remitentes, representantes de una fuerza en estado de exaltación y lucha, se lamentaba de las últimas medidas adoptadas por el destinatario en razón al movimiento que defendían, y le amenazaban con unas imprevisibles consecuencias. Al terminar la lectura, Batis nos pidió que contextualizáramos cronológica e históricamente lo que habíamos escuchado. Todos convinimos en situar la carta en los prolegómenos de la segunda guerra mundial, durante el auge del nazismo. ¿El autor o autores? Responsables de las SS o de algún otro organismo coercitivo similar. Recuerdo que Batis estaba serio, escuchándonos, asintiendo con la cabeza lo que respondíamos. “Sin duda, es un texto fascista”. Claro, dijimos todos, es el intento de imposición de un criterio político en base al miedo. “Pues realmente es la carta que he recibido, como director de este centro, de mis ex-compañeros de sindicato”. La carta se refería a su decisión de no secundar la huelga convocada por diversos grupos abertzales, entre los que figuraban instituciones perfectamente oficiales. Batis se pasó el resto de la clase dejando salir toda la rabia y el dolor que la traición le había causado. Fue la primera persona vinculada al profesorado que escuché en mi vida llamar fascista al independentismo vasco. Batis fue un gran profesor, por su elegancia, por su enorme capacidad didáctica, por su verbo sencillo y exquisito (en euskera) y también por aquella clase que nos dio a ocho alumnos, un poco decepcionados al principio cuando vimos que el profesor no daba aquel día por perdido y se disponía, aparentemente, a darnos una clase normal.

sábado, 3 de enero de 2009

Collage 2


Me despiertan poco a poco dos mensajes en el móvil, como dos besos con barba, el primero me ha sacado de donde estuviera, el segundo me ha dicho que es tarde. Los dos mensajes dicen algo parecido: no vamos a hacer lo que hemos planeado porque hace un tiempo horrible. ¡Qué sensación, la de saber que allí fuera, detrás de las contraventanas y esa gasa de claridad lechosa que repta por sus resquicios y se abre en palmas breves a los costados, hay una hecatombe de agua y viento, una pesadilla de katiuskas y chubasqueros, y yo aquí, en la cama grande como un campo de fútbol sin gradas, sin poder abrir del todo los ojos, seco y todavía entumecido en los sueños! Me levanto agotado. He pasado la noche refundiendo todas las caras que vi ayer en una sola. Me ha salido una especie de hombre caballuno de Boccioni. Tengo heridas en las manos de tanto tallar y bruñir y esmerilar. Pongo en marcha la reproducción aleatoria de la carpeta de canciones para sábados de lluvia. Hay un enero de cosas puntiagudas, un mecanismo de ruedas con dientes que se engarzan mútuamente y yo, como Chaplin, me he colado dentro, con una llave inglesa y la conciencia de clase de una amapola, soy digerido por la maquinaria de una mañana abrumadoramente muda. Vienen al rescate mis viejos amigos, Glass, Wainwright, Caine, que me dan una ilusión de continuidad. Ayer supe que existe un tráfico ilegal de musgo. No te acostarás, etcétera, etcétera. Volví a casa bajo una lluvia fina y tenaz, con el volumen del ipod al máximo, cantando estrofas por las calles, Plaza de España, Oriente y Almudena, Bailén y San Francisco, sorteando sombras arrebujadas en ropas brillantes de agua, propulsado por las zapatillas hacia el paso siguiente, adueñándome de Madrid a ritmo de Marmalade y su "Reflections of my life" (gracias, Jesús, por el descubrimiento). Vi a una chica llorando en un portal. Digan lo que digan, en Madrid ya no quedan gatos. La última vez que vi uno, me miró con la expresión del exiliado que abandona su ciudad, maleta en ristre, jiboso y arañado, como si su última mirada me la estuviera dedicando a mi, en lugar de al solar que ha sido su hogar, al empedrado que han recorrido sus patitas acolchadas, o a los cielos opacos y anaranjados que brillan como el interior de una nevera llena de algodón. Ilusión de continuidad. Reproducción aleatoria. Pues sí, está lloviendo.

viernes, 2 de enero de 2009

Bikini Party


Yo le decía a Lara que cuánto mejor una fiesta con otro leit-motiv, donde pudiéramos lucirnos con ropajes vistosos los que estamos condenados al atrezzo para epatar. Pero no. Se decidió que había que ir de playa, era una fiesta del bikini en pleno invierno, y allá que nos fuimos. Por suerte no fui el único con un exceso de sentido del ridículo y pudimos pasar inadvertidos. Los había espléndidos y las había espléndidas. Nadie como la propia Lara, que me dió la bienvenida con una presentación en toda regla, en fila compacta de a seis, de toda su piel esplendorosa con voluntad de ataque y conquista. Y entre pieles anduvo el juego. Las había semiescondidas y tersas, ignoradas y costosísimas, abrumadoras y horizontales, y las hubo verticales. En la esquina del fondo a la izquierda dormían los trocitos de hielo, ignorantes de lo que les depararía la noche, un trajín de vasos y licores, trocitos de melón, y la acidez del limón que andaba por allí incapaz de amargar a nadie. Estaba también el humo de mis cigarros y la mirada de Andrea, esa Lola Dueñas en guapa que me sacó los colores y me dió de reir. Se pasaron los escandinavos, con sus historias y sus tesinas, saludos a Copenhague y Tomás, que entre viaje y viaje lechuga, decoroso, anhelante, medidor de una espalda que daba la vuelta al salón. Había bailarines de claqué, portadores de grandes gafas oscuras, el señor de los anillos y un Lemony Snikett con mucha pedrería. Y vinieron los Pablos, que son muchos pero parecen uno si los ves en perspectiva, multiplicándose y diciendo los diálogos certeros del anarquista que pone bombas y apaga la mecha con chicle niño y resistente. Simón incendió las galeras a dos manos, girando las ruedas de lo posible, estirando los cuerpos hasta su punto de no retorno. Llegaron los señores Física y Química a pelearse por las habitaciones, pero ganó la señora Beso Espléndido, dueña absoluta de la pista, subida en su rocín de fin de año, explotando de ternura y a veces el amor de verdad aparecía por una rendija, se colaba entre los codos en uve y las girnaldas, pellizcaba los culos apropiados y se volvía a esconder, a lomos del gato que intui pero no llegué a ver. Hubo conversaciones sin moderador, confesiones sin cura, retratos al óleo, bocetos al carboncillo y fotografías de esas que nos sacan lo que no teníamos. Hubo pasos de baile, ofertas de viaje, buenos augurios y ceniceros. Hubo fiesta en casa de Lara. Fiesta del bikini por y para desearle una buena estancia en la tierra de los canguros. Faltaron extras y se llamó a los bomberos. Apagaron incendios de urgencia crepitante y se tomaron una copa con los pirómanos. Vi a un esqueleto buscando su abrigo, muchos tipos de cremas en los estantes del baño, y una escalera que daba al techo y del que descendían piernas y más piernas confundidas con tanto escalón. Las paredes me daban ánimos, me jodí una rodilla tratando de horizontalizar la esquina de una mesilla, y siempre volvía a encontrar los mismos hielos al fondo de mi vaso. Probé un poco de discurso pero me gustan más las axilas. Y hubo un momento, inmortalizado, en que Ella y El compartieron la increíble vastedad de un salón vacío y declinante, sentados uno frente al otro, quizá intentando recordar por qué una ceja es así y por qué la comisura de sus labios sabe igual que su párpado.

Buen viaje, Lara.